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Tribuna
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Las formas de guardar

«Todo es tanto más sencillo entre hombres ... ». Así explican mis amigos neoyorquinos su desbandada frente a las mujeres y su retorno a los del propio sexo. Un retorno cuyo acento está más en lo de propio que en lo de sexo. Vértigo o desconcierto ante el mundo femenino, frente al que cada día está menos claro cómo ponerse, y vuelta a la seguridad de las fratrias. Homofilia, pues, más que homosexualidad.Se dirá, y con razón, que no hay que exagerar tampoco. Que los que no tienen problemas de este tipo son todavía una confortable mayoría -una mayoría silenciosa o, en todo caso, mucho menos verbal y espectacular-. Pero no es menos cierto que estamos asistiendo a un crecimiento exponencial de quienes sí sienten este «horror al vacío» ante un sexo que se ha hecho realmente «otro» -es decir, que no se deja ya definir como negativo o complemento del propio- y frente al que no funcionan tampoco las formas convencionales que hasta ahora sirvieron para amortiguar el golpe.

En efecto; primero fue el imperativo de la naturalidad e informalidad, luego la liberación sexual y, por fin, el feminismo. Con ello fueron eliminándose, una tras otra, las formas más o menos protocolarias y ritualizadas que habían regido la aproximación entre los sexos. Las formas de la cortesía o etiqueta aparecieron entonces como hipocresía, luego corno cursilería y por fin como la sutil estratagema con la que el hombre afirmaba su superioridad, y que la mujer había utilizado para «obtener» lo que ni el derecho ni la fuerza le garantizaban. La deferencia masculina y la reticencia femenina formaban, pues, un sistema de «astucias» cruzadas y complementarias. Ceder el paso a una mujer o respetar su más mínima señal de rechazo eran «privilegios» del mismo orden que los otorgados a la mujer por el Derecho Romano en razón precisamente de su imbecilitas sexi.

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Rituales, protocolos, etiquetas

Todo esto es verdad, pero no es toda la verdad. Decir de cualquier manifestación más o menos formalizada de respeto que no es sino hipocresía supone una incompleta y simplificada traducción psicológica de un fenómeno harto más rico y complicado. Y digo incompleta porque en modo alguno explica cómo ni por qué los rituales, protocolos y etiquetas encaman siempre en aquellas conductas marcadas por la angustia o la ansiedad; por la inseguridad que inevitablemente acompaña la aproximación a un paisaje o personaje extraño: sea del otro mundo, sea del otro sexo.

Las formalidades que pautan o modelan el trato entre hombres y mujeres cumplen, pues, una importante función de cojín o amortiguador. No son sólo formas estereotipadas de poder o sumisión. Son también, y ante todo, expresión del temor de las personas que entran en un territorio desconocido, inseguras de su ciencia y competencia en él: formas convencionales de «hacer el hombre» o «hacer la mujer» a las que agarrarse cuando no se sabe demasiado bien lo que hay que hacer... Claro, está que estas formas han servido también para reforzar los estereotipos y hacer de cada sexo una ridícula caricatura de sí mismo. Pero el espectacular renacimiento de la homofilia y de los singles en el momento en que hacen crisis aquellas convenciones nos muestra bien a las claras que su función no acababa aquí, y que por debajo de sus formas más o menos coyunturales tenían una función estructural de la que en modo alguno se puede prescindir.

El agua sucia

Y es que aquí, como en tantas otras cuestiones, hay que evitar que con el agua sucia se nos vaya también el niño por el desagüe. ¿O no es algo parecido lo que nos ha ocurrido con los ritos y celebraciones que marcaban el ritmo o los momentos significativos de nuestra vida: misas y primeras comuniones ceremonias asociadas al matrimonio o a la muerte? Al dejar de creer en el específico contenido religioso que entre nosotros informaba estos actos o situaciones se ha tendido a prescindir también de las formalidades que en todo tiempo y lugar han marcado las encrucijadas decisivas de la vida individual y colectiva, los ritos de iniciación o de pasaje. Se trata de momentos en los que se cruzan la biografía y la cronología, los sentimientos y las instituciones, y a los que los hombres no han dejado nunca de dar un carácter rígido y estereotipado a fin de apaciguar el vértigo individual y colectivo que se produce en cada uno de estos tránsitos o coyunturas; cada vez que un individuo entra, sale o cambia significativamente de lugar dentro de la comunidad.

Libres ahora de formas y ceremonias, reducidos estos momentos decisivos a actos convulsa y compulsivamente «sinceros» o «espontáneos», no podía sino surgir un renovado conservadurismo psicológico temeroso de todo cambio o transformación. Pues si es cierto, como pienso, que las formas convencionales son el viático que nos conforta y acompaña en los momentos de tránsito difícil, la falta de este apoyo no puede sino llevarnos a una temerosa huida hacia adentro. La alternativa parece, pues, clara: o formalismo o narcisismo, o convencionalismo o conservadurismo.

No deja de ser sorprendente, en fin, que la institución encargada de regular muchos de estos actos -el matrimonio, por ejemplo- relegue los criterios a la vez espirituales y ceremoniales en que debía inspirarse y siga empeñada en interferir en su regulación civil y en hacerse intérprete del verdadero «derecho natural» o del «auténtico amor conyugal». Ha abandonado ya, ciertamente, la auténtica Cosmología que opuso a Galileo o la auténtica Fisiología con la que Calvino rebatió a Servet, pero no parece dispuesta a renunciar a ser la depositaria de la auténtica naturaleza y psicología humanas. Como no deja de ser sintomático que dentro de las fuerzas encargadas de defender la Constitución alguien sienta una vez más la necesidad de dotarla de un auténtico contenido nacional -«por fin».

También la democracia -y precisamente para que todo y todos tengan en ella juego- no es ni ha de ser sino una forma: una forma tanto más sagrada cuanto más vacía. Pero nuestra naturaleza política no ha perdido aún el medieval horror vacui -de ahí que nos cueste aún tanto «guardar las fórmas».

Xavier Rubert de Ventós es catedrático de Estética. Su obra más reciente es De la modernidad.

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