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Molowny prepara el chándal

Cuando mi padre me llevaba a ver al Madrid a Chamartín, la verdad es que ninguno de los dos teníamos conciencia de que acudir allí viniera a suponer servir los intereses del franquismo. Hoy, con la nueva crítica, los socios saben a qué atenerse. Dice Marañón que se nace liberal o no como se viene al mundo morenó o rubio, así que los chicos de Madrid éramos del Madrid, como del Cádiz los gaditanos y además porque aquello del Athlético Aviación nos sonaba a sociedad gimnástica patrocinada por el Ministerio del Aire. Por entonces andaba en obras el nuevo estadio, comiendo poco a poco las gradas del viejo y, como si el destino estuviera en contra, los once de blanco hacían pésimos partidos.Eran tiempos raros aquellos. Los socios desilusionados se contentaban con romper el carné para volver a renovarlo a la semana siguiente; no existían vallas metálicas; a los presidentes no se les conocía de nombre; los árbitros pasaban inadvertidos; los jugadores no se abrazaban tanto quizá porque metían más goles y había cinco delanteros, lo cual, si bien menos moderno, resultaba en cambio mucho más divertido. Al Madrid se le recibía como a los toreros, con palmas o con pitos, según la plaza, pero aún no se había inventado ese grito carifíoso y simpático gracias al cual se explica cómo gana incluso cuando pierde. Ya digo que eran tiempos raros.

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Fuera de España, los espectadores tampoco parecían preocuparse mucho de la política a la hora de los goles. Sólo les importaba ver jugar al Real, como se le llamaba, y como no lo hacía mal, debían pensar que aquellas oscuras protecciones oficiales, como la guerra civil, era cuestión a resolver entre los mismos espanoles. Incluso nuestros exiliados mitigaban sus iras solamente en dos excepcionales casos: el Madrid y los Coros y Danzas de la Sección Femenina. Cuando se salía fuera de España, eran tres las preguntas principales: ¿Qué hace el Real? ¿Cuándo torea Dominguín? ¿Qué va a pasar cuando Franco se muera? Hoy Luis Miguel ya no torea; Franco murió sin percances mayores; sólo queda el Madrid.

Los que sutil y desinteresadamente saben objetivar política y deporte señalan al club de Chamartín como postrer refugio de cierto inmovilismo cerril frente al resto de los clubes, ejemplo de modernas democracias. Los socios del Madrid, madridistas y a la vez demócratas, ¿qué deberán hacer? ¿Romper sus carnés como antaño? ¿Defenestrar al presidente? ¿Rescatar a Muñoz? ¿Avisar a Molowny para que vaya preparando el chándal? Viendo jugar a su equipo ante un Valencia temeroso, con un Kempes de plomo en los pies, deben pensar que la cosa no es para tanto, que el fútbol de los demás es tan malo como el suyo, aunque aquí se insulte algo menos a los que vienen a casa.

Y es que el Real de hoy ha venido a ser como la selección española de fútbol en sus encuentros de posguerra con nuestro hermano Portugal. No hubo pacto ibérico capaz de hacer respetar a nuestros jugadores en Oporto o Lisboa. ¿Qué culpa tendrían ellos de que los portugueses tardaran tanto en quitarse de encima a Salazar? Bien dice la nueva crítica que las victorias deportivas sirven en ocasiones para aliviar oscuras frustraciones. Las relaciones con nuestros hermanos degeneraron en contiendas de pastores. Tanto subió la marea Tajo arriba que no volvieron a repetirse.

El fútbol actual corre a la sombra de cheques y rebaños, camino de un campeonato mundial para el que sobran los millones; casi tantos como le faltan al Madrid para recuperarse, a no ser que Molowny saque el chándal y hable a sus jugadores saturados de fútbol, salvo a la hora de firmar contratos, agitando banderas de viejas glorias, tradicionales teorías o, más sencillamente, la temida sombra de don Santiago Bernabéu, aquel que desdeñaba tanto a los intelectuales.

Jesús Fernández Santos es premio nacional de Literatura, madrileño y madridista.

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