Recuperar la esperanza
Decía Burke que el buen conservador no es el que reprime las revoluciones, sino quien logra evitarlas. En España hemos padecido una permanente asincronía con las corrientes filosóficas, económicas y políticas imperantes en Europa. Como consecuencia, si por una parte hemos sido muchas veces incapaces de adelantarnos a los acontecimientos con las adecuadas reformas, no es menos cierto, por otra, que en muchas ocasiones hemos confundido la facilidad de unos pasos en el vacío con la consolidación real de un nuevo sistema, y nuestro agitado siglo XIX constituye un repetido ejemplo de ello.Ahora, en la transición a la democracia, hemos despreciado repetidamente la complejidad y sutileza de los resortes sociales a la hora de su manipulación imprudente y precipitada; hemos confundido a veces reforma con revancha; hemos equiparado tolerancia y debilidad; hemos situado la improvisación y la velocidad por encima de la solidez y eficacia de los resultados.
Nuestra Constitución ha vuelto a la vieja utopía de querer reformarlo todo y resolverlo todo a la vez: demasiado extensa, pretende abarcar cuestiones como el sistema electoral, que debía haber dejado para la legislación ordinaria; llena de ambigüedades, nunca sabremos a ciencia cierta a qué atenernos en temas tan importantes como la libertad de enseñanza y el sistema económico; tampoco está exenta de conceptos peligrosos y gravísimas improvisaciones, como la introducción del término nacionalidades y la regulación de las autonomías por un desacertado Título VIII.
Pero la Constitución está ahí, y lo cierto es que compartimos la inmensa mayoría de sus preceptos. Y por ello en su momento la votamos afirmativamente, dejando bien patente, no obstante, nuestra voluntad de reformarla, respetando los cauces que la propia Constitución establece.
Más preocupante que la necesaria reforma de la Constitución, sin embargo, es su insatisfactoria vivencia, es decir, la «praxis» política diaria, encarnada por un Gobierno que no gobierna y una oposición que, salvo brillantes excepciones personales, no constituye todavía una alternativa suficientemente madura y decantada. Y sólo desde ambas premisas se explica el actual desencanto, más preocupante que el mero descontento.
Filosofía de la acción
Porque lo cierto es que las fuerzas políticas, discutiendo de galgo y podencos, absorbidas casi en exclusiva por un consenso legislativo ,demasiado sostenido en el tiempo, y logrado muchas veces al margen de la institución parlamentaria, han descuidado ostensiblemente la filosofía de la acción en aspectos tan importantes como la seguridad ciudadana y el terrorismo, la problemática económica y el paro, unas autonomías eficaces, razonadas y razonables, y una política exterior firme y coherente.
En relación al terrorismo se ha cometido demasiadas veces el grave error de primar la violencia, haciéndola políticamente rentable. Al mismo tiempo, no se han amparado suficientemente los cuerpos de seguridad ni el poder judicial.
Por otra parte, nunca se ha dado en España un grado tal de inseguridad ciudadana, con tantos violadores y atracadores campando libremente por sus respetos, ni nunca nuestros hijos han estado tan a merced de la droga.
Y esta falta de confianza que el deterioro del orden público ha provocado en los españoles repercute en otras esferas hasta extremos impensables hace tan sólo unos años; esta y otras causas explican el rápido deterioro de la situación económica, cuyos índices más significativos son el progresivo acobardamiento de la inversión, con el consiguiente aumento del paro. La Bolsa no se recupera, la agricultura acelera su grave proceso de descapitalización, las pequeñas y medianas empresas padecen un índice de mortandad desolador, la balanza de pagos por cuenta corriente cerrará este año con un déficit superior a los 5.000 millones de dólares, el mayor de nuestra historia, lo mismo que el déficit de nuestros Presupuestos Generales, que también son, con mucho, los más cuantiosos de nuestra historia.
Cierto es que la crisis económica mundial ha corrido paralela con nuestra transición política, pero no es menos cierto que hay países que han iniciado su recuperación económica, mientras que España ha pasado de ser la décima potencia económica del planeta a ser la decimonovena. Y sigue corriendo turnos. Y no pretendo hacer demagogia ni resucitar nostalgias que nunca he tenido, pero hemos de reconocer los errores si queremos superarlos. Y con toda honestidad hemos de reconocer que si, por una parte, la crisis económica se ha superpuesto a la transición política, no es menos evidente, por otra, que las cosas no se han hecho bien, que el Gobierno ha ido a rastras de los acontecimientos, improvisando en regate corto, dando bandazos y mostrándose en todo momento incapaz de dominar la situación.
Y como sombrío remate de una política exterior débil e incoherente que nos ha enfrentado con nuestros vecinos, 2.500 buques pesqueros, que hasta ahora faenaban en aguas marroquíes y comunitarias, permanecen hoy amarrados en sus puertos.
Crisis social y política
Consecuencia de toda esta problemática es una crisis social y política de grandes dimensiones, que ha desembocado en la dimisión del presidente del Gobierno. Estas, y no otras, pienso que son las razones de fondo de la dimisión.
En estas circunstancias, no obstante, bueno será recordar que las cosas aún podrían empeorar y que resulta urgente volver a los buenos principios de gobierno.
Pero para arreglar los problemas hay que cambiar los hábitos y modos de gobierno, hay que elaborar de una vez un buen programa y, finalmente, hay que querer y poder cumplirlo.
Difícilmente percibirá el país una auténtica impresión de cambio si los que condujeron al Gobierno actual al fracaso son exactamente los mismos que han de sucederle.
España necesita un Gobierno representativo, pero eficaz; prudente, pero firme; moderado, pero enérgico, que aplique de modo implacable una política dirigida al bien común, pero, al mismo tiempo, homogénea y consecuente con sus promesas y con los deseos de su electorado.
¿Cómo alcanzar estas metas? No será, desde luego, a través de Gobiernos de gestión ni a través de coaliciones frágiles y combinaciones a la italiana, ni mucho menos por medio de coaliciones contra natura, formadas por partidos rivales por ideología y modelos de sociedad, que constituirían una clara traición a sus respectivos electorados.
Para resolver el problema sólo cabe el replanteamiento global de la cuestión desde las siguientes premisas:
1. Una cosa era, el equilibrio de fuerzas necesario para la transición y otra muy distinta el que debe posibilitar hoy el inicio de una era de gobierno eficaz y coherente.
2. No siendo España un caso aparte en el mundo occidental, ni por sus problemas ni por sus soluciones, parece que lo procedente es seguir la vía imperante hoy en nuestro hemisferio, de Gobiernos de carácter liberal-conservador y reformista, que tienen un grado suficiente de proximidad en sus valores éticos y en el modelo de sociedad que defienden.
Abel Matutes Juan es vicepresidente de Alianza Popular y senador del Grupo Mixto.
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