La familia numerosa de un hombre tenso
Amparo Illana, la mujer de Adolfo Suárez, se encontró relajada y feliz hace unos días; aún no había comenzado la controversia sobre el suspendido congreso del partido que presidía su marido, y todavía no se había producido el reciente bloqueo del tráfico aéreo nacional como consecuencia de la huelga salvaje de los controladores aéreos. De modo que la esposa de Suárez. se sintió tentada por la aventura internacional, a pesar de que su espíritu tiene un miedo a volar tan enfermizo como el que domina a la popular rrovelista norteamericana Erika Jong
Amparo Illana, seria y circunspecta, poco amante de los viajes, religiosa, cercana al Opus, como parece que lo fue su marido, serena esposa de un hombre tenso, emprendió el viaje a París, acompañada de una de sus hijas. Fue una excursión de ida y vuelta; fue de tiendas, tomó caviar, paseó por los hermosos bulevares de la quieta ciudad del Sena y desanduvo lo andado para regresar a los sillones verdes del palacio de la Moncloa.El color verde de los sillones de los lugares de descanso de la Moncloa, buscados por ella para, llevar quietud a la residencia presidencial, no han sido suficientes para evitar que el palacio de la Ciudad Universitaria madrileña relajara a un hombre que se ha alimentado en los últimos años de tortilla francesa, cafés y cortados y a una mujer que halló su asueto en las tensas escenas sociales de las aperturas de exposiciones -Ricardo de la Cierva se empeñó en hacerla una experta en arte, pero ella rehuyó el cumplido, con buen criterio- y de otras actividadesque parecían cansarla más que distraerla.
No viajaba al extranjero ni se pronunciaba con frecuencia sobre la actividad de su esposo. Es una mujer adusta, que sonríe con complacelicia ante la presencia de sus cinco hijos, pero que se mantiene distante cuando es oficial su cometido. Tan distante se ha mantenido que ni siquiera ha participado en esos cometidos obligatorios de la mujer de un presidente. Su esposo ha sido, en la época del poder, mucho más explícito sobre las relaciones de la pareja. Y alguna vez habló del amor indestructible que los unía a ambos. Como si las palabras no bastaran, el 9 de agosto de 1980 se dejó fotografiar, moreno, serio, marcando el paso como un recluta que sale a bailar por primera vez con la guapa del lugar, con su esposa, y ocultaba la cara a los fotógrafos, como si evitará el protagonismo que nunca tuvo. Era agosto de 1980.
Ha sido una mujer misteriosa, como todas las mujeres de los presidentes; como la de Pompidou, que daba fiestas; como la de Harold Wilson, que escribía poemas; como la de Giscard d'Estaing, que perdona los excesos y guarda la bonipostura habitual de las grandes damas de la revolución francesa.
Vida cotidiana
Y, sin embargo, ha sido una mujer cotidiana. Acompañó a Suárez en las novilladas del pueblo; ha sido una esposa atenla y fue una novia solícita. Ahora tendrá oportunidad de volver al corsé de lo cotidiano, dejar la Moncloa y volver, quizá, a San Martín de Porres, 53 (doscientos metros cuadrados de superficie útil, cuatro dormitorios, dos cuartos de baño, un aseo, dos terrazas, todo exterior), domicilio tan añorado por sus hijos mayores. «Los menores», dijo Suárez cuando se trasladó al palacio que ha habitado hasta ahora, son los que más han agradecido el cambio... por el jardín. Los otros, no tanto: tenían sus pandillas en San Martín de Porres, y allí se escapan en cuanto pueden». Aquel traslado, dentro de lo que cabe, fue como el nuevo viaje de bodas de una pareja de recién casados que enseñaba con orgullo su nuevo hogar y mos traba, como una conquista, «el cuarto de Mariam, la mayor», una chica que ahora tiene diecisiete años (ya tiene novio, «amigo» prefiere decir el padre, que viaja con la familia de cuando en cuando: fue a Portugal, cuando Suárez pasó su último veraneo en Galicia) y ha disfrutado en la Moncloa del único baño individual con que contaban los hijos del presidente.La decisión que ayer tomó Suárez ha sido, en realidad, un corolario de su propia filosofía de la vida. Dijo el presidente en una célebre entrevista personal que le hizo Jaime Peñafiel en Hola, que él era más optimista sobre su capacidad de descansar, que sobre la capacidad de descansar de la vida política española. Cuando hacía esas declaraciones y se dejaba fotografiar, mientras bailaba con su esposa un pasodoble español, este periódico tenía la ocurrencia de publicar el resultado de una enpuesta ICSA-Gallup cuya llamada de primera se titulaba así: «La popularidad del presidente Suárez, en su punto más bajo desde su nombramiento ». Ya era muy tarde para bailar pasadobles.
Los hijos de Suárez son, decía el presidente en aquellas declaraciones a Peñafiel, ingeniosos, inteligentes y guapos. Espejo de sus hijos, admitía el padre que cada progenitor debe tener igual retrato de sus criaturas, de los que el hasta ahora presidente se mostraba orgulloso. Feliz de que Mariam hubiera conducido hacia el noviazgo las perturbaciones propias de la adolescencia, el político de Cebreros descendía a una adivinación: «El otoño será difícil». Lo decía en verano, y no fue tan sólo una adivinación, sino el inicio de una fuga.
Los padres del presidente eran personas sorprendidas. Según los papeles, fueron tan sorprendidos cuando, a los veinticuatro años, el hijo que luego quiso ser abogado se mostró deseoso de ser sacerdote como cuando aquel joven intrépido, aficionado a los toros y tentado por las mozas de buen ver, llegó a la presidencia del Gobierno del país. En eso coincidieron los padres de Adolfo Suárez con la Prensa extranjera.
Personas sorprendidas
El padre de Suárez, Hipólito, fallecido el pasado año, tenía claras las virtudes del hijo, y las decía cada vez que alguien se acercaba al chalé que habitaba cerca de Cebreros, en la provincia de Avila: «Es mandón, inteligente, buen hijo». Herminia González, la madre, contó así en una ocasión la cuna de su hijo: «Adolfo, el mayor, nació en una casa de dos pisos (en Cebreros) donde mis padres tenían la fábrica de alcoholes, unas bodegas y unos almacenes de compuestos». Y luego decía la madre: «Recuerdo que cuando nació tenía una cabezota enorme, pero no tuve ningún problema con él».El hasta ayer presidente estuvo a punto de llamarse Hipólito, pero dominó la estética de las onomásticas: «Le pusimos Adolfo», explicaba la madre, «porque en aquellos tiempos el nombre de Hipólito nos parecía feo a todos».
Hipólito, Ricardo, Carmen y José María siguieron a Adolfo. Este último, cuando comenzó a mandar, recurrió más a sus parientes políticos y a sus amigos que a sus hermanos más directos; alguno de estos últimos ha tenido la tentación, no vencida, de ejercer de hermano del presidente, pero Suárez ha sido en eso un celoso guardián del diámetro de sus infuencias y no ha permitido que el clan poblara aún más su tenso domicilio.
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