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25.000 millones de kilómetros cuadrados sin una sola flor

Cuando Neil Armstrong desembarcó en la superficie lunar, hace ahora once años, el animador de la televisión exclamó emocionado: «Por primera vez en la historia, el hombre ha puesto un pie en la Luna». Un niño que estaba con nosotros, y que había seguido con ansiedad los pormenores del desembarco, gritó sorprendido:¿Pero es la primera vez? ¡Qué tontería!

Su desencanto era comprensible. Para un niño de su tiempo, acostumbrado a vagar todas las noches por el espacio sideral de la televisión, la noticia del primer hombre en la Luna era como un regreso a la Edad de Piedra. A mí me dejó también una sensación de desaliento, pero por motivos más simples. Estábamos pasando el verano en la isla de Pantelaria, en el extremo sur de Sicilia, y no creo que exista en el mundo un lugar más apropiado para pensar en la Luna.

Recuerdo como en un sueño las llanuras interminables de roca volcánica, el mar inmóvil, la casa pintada de cal viva hasta los sardineles, desde cuyas ventanas se veían en las noches sin viento las aspas luminosas de los faros de Africa. Explorando los fondos dormidos alrededor de la isla, habíamos descubierto una ristra de torpedos amarillos encallados desde la última guerra; habíamos rescatado un ánfora con guirnaldas petrificadas que todavía tenía dentro los rescoldos de un vino inmemorial carcomido por los años, y nos habíamos bañado en un remanso humeante cuyas aguas eran tan densas que casi se podía caminar sobre ellas.

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Yo pensaba con una cierta nostalgia premonitoria que así debía ser la Luna. Pero el desembarco de Armstrong aumentó, mi orgullo patriótico: Pantelaria era mejor.

Para quienes perdemos el tiempo pensando en estas cosas, hay desde entonces dos lunas. La Luna astronómica, con mayúscula, cuyo valor científico debe ser muy grande, pero que carece por completo de validez poética. La otra es la Luna de siempre que vemos colgada en el cielo; la Luna única de los licántropos y los boleros, y a la cual -por fortuna- nadie llegará jamás.

Hasta ahora, la conquista del espacio parece condenada a esta clase de desilusiones. La más triste es que, después del viaje asombroso del Voyager I, se puede ya afirmar sin ninguna duda que al menos en esta minúscula provincia del sistema solar no existe la vida como nosotros la entendemos. Venus y Mercurio, los dos planetas más cercanos al Sol, estaban descalificados desde hace mucho tiempo como dos pelotas incandescentes sin ningún Valor comercial. Los canales de Marte, que suponíamos excavados por nuestros primos del espacio, no parecen ser mucho más que una pura ilusión. Júpiter, 317 veces más grande que la Tierra, es un bobo gigantesco con doscientos grados bajo cero. Después de la fructífera exploración de Saturno, sólo nos falta conocer a Urano, Neptuno y Plutón, los tres ancianos solitarios de los suburbios solares, cuyas órbitas son tan desmesuradas que el último de ellos se demora más de 248 años de los nuestros para terminar una vuelta alrededor del Sol.

La utilidad científica de estos descubrimientos es incalculable, pero una cosa queda en claro: Allá no hay nadie. Es una inmensa noche glacial de 25.000 millones de kilómetros cuadrados donde hay océanos de nitrógeno líquido, vientos diez veces, más devastadores que los tifones de Sumatra, y tempestades apocalípticas que pueden durar hasta 30.000 años, pero no hay una sola flor. Ni siquiera una rosa miserable como esta de mi escritorio, que se aburre quizá por no ser más de lo que es, sin saber que ella sola es un prodigio irrepetible en el universo.

Luciano de Samosata -según dice Jorge Luis Borges en su prólogo a Crónicas marcianas, de Bradbury- escribió que los selenitas hilaban y tejían los metales y el vidrio, se quitaban y se ponían los ojos, y bebían extractos del aire. Es una cita como casi todas las de Borges, a la vez deslumbrante y sospechosa, pero ilustra muy bien sobre la imagen que se tenía en el siglo décimo de los seres extraterrestres. Con los progresos de la ciencia y el refinamiento de la imaginación, la visión no ha mejorado, sino todo lo contrario. Los escritores de ficción científica describen a nuestros parientes siderales como criaturas pavorosas con orejas de murciélago, antenas en vez de cuernos, membranas interdigitales y ventosas en los sentidos. Todo lo que tiene que ver con ellos es de naturaleza viscosa e infame, y su única ventaja sobre nosotros son sus armas luciferinas y su prodigiosa inteligencia para la maldad. El cine no había logrado nunca un terror más intenso que el de las películas del espacio.

Tal vez la desilusión del vecindario celeste nos sirva para corregir este grave e injusto malentendido universal. Tal vez, al cabo de tantos milenios de fantasías mezquinas, empecemos a comprender que los aborígenes de los otros planetas no pueden estar donde tanto los buscamos, porque están aquí desde mucho antes que nosotros: son los microbios. Llevan milenios viviendo en nuestra vida, navegando nuestra sangre, durmiendo en nuestras heridas, naciendo y muriendo con nosotros, y todavía, ni ellos ni nosotros sabemos quiénes somos. Su naturaleza diversa les impide hacer lo que quisieran, y nos impide hacer lo que quisiéramos, que es sentarnos a comer juntos en la misma mesa, jugar a las barajas y contarles a los niños las verdades del universo para que no vayan al cine a ver tantas calumnias del espacio.

En cambio de eso, andamos a la greña desde el principio de la creación, ellos tratando de exterminamos y nosotros tratando de exterminarlos a ellos, empeñados en una guerra a muerte de la cual no sabemos ni siquiera contra quién la libramos. Pues es muy probable que nuestros microbios, al igual que nosotros, tampoco sepan dónde están, ni por qué han venido. «Hay otros mundos, pero están en este», dijo Paul Eluard. Otro grande escritor de nuestro tiempo que tal vez no crea en los marcianos, lo dijo de un modo más brutal: La Tierra es el infierno de otros planetas.

Copyright 1981, García Márquez-ACI.

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