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Epica de las rebajas

Las rebajas comenzaron como una oferta residual mediante la cual el comercio convocaba a una clientela de segunda especie. En su metáfora, las rebajas actuaban como una suerte de higiene o evacuación de restos, para cuyo cumplimiento se exigía, de una y otra parte, protagonistas con una expresa actitud de «rebajamiento». Una vez terminado, digamos, el verdadero banquete de la compra, las sobras eran sacadas al portal y presentadas como ocasiones para el festín del pobre. Las heces o deyecciones del almacén se acoplaban a la boca de los compradores modestos, y juntos, gozando de este placer indigno, se legitimaban públicamente en el significado de lo que se llamaba «operación limpieza». Es decir, del «rebajamiento», por unos días, se obtenía, al cabo, una higiene y purificación del circuito comercial, de la que saldrían ante todo recobrados el valor y la salud de la oferta.Ciertamente, algunos de estos caracteres permanecen en los contenidos de las rebajas actuales, pero, sin duda, la base de placer marginal que propiciaban las rebajas antiguas (ocasiones, liquidaciones, venta posbalance) ha trascendido hasta convertirla en una épica social de la compra.

La fruición en las rebajas no es ya del orden del rebajamiento, sino de la exaltación. En alto grado, las rebajas han invertido su categoría y no operan como una degradación de la compra, no se complacen en los vaciaderos de la oferta ni se desvían como una expurgación. Están integradas, por el contrario, en el ciclo anual del consumo y se constituyen, incluso, en su popular epifanía.

Efectivamente, pocas fiestas locales y ninguna nacional son hoy capaces de concitar esta incorporación masiva. Las fiestas de tradición religiosa o civil son, con frecuencia, de sustancia abstracta y ritualista, mientras el tiempo excepcional de las rebajas se curte y se produce con ellas. Su pulso extraordinario no se basa en el humo reverencial de una fecha que vuelve, sino en la misma obra que corporalmente se levanta y se recrea. Las rebajas poseen así, mediante un rodeo de la producción, una naturaleza comparable a las celebraciones de la recolección, los ritos de la matanza, la caza o la vendimia. En ellas se junta doblemente el esfuerzo de cosechar las prendas rebajadas y el inseparable momento posterior de exhibirlas como productos derivados de una labor donde se conjugan los conocimientos, la diligencia, el arte, la astucia y el azar, antes que la capacidad económica. O, de otro modo: en la buena compra de rebajas está tan oculto o desactivado, como signo, el poder de compra como enfatizada la espontánea profesionalidad y el trabajo que esta compra conlleva.

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Así como el cazador o el colono podrían obtener sus productos aplicando su afán y su destreza, así todo el mundo ya, sin distinción de estamentos, es imaginariamente permutable ante la frontera de las rebajas. Y se entiende así, no sólo porque esta compra requiera muy visiblemente el trabajo (recorrer comercios, abrirse paso hacia la pieza, ser buen oteador y diestro en las elecciones), sino porque el capital relacionado con la compra, el dinero que opera en las adquisiciones acertadas, sólo existe por negación.

Las prendas obtenidas se cotizan no por lo mucho que valen o, ni siquiera -pese a una primera apariencia-, por lo poco que valen. Su valor real reside precisamente en lo que no existe o ya no vale nada. Es decir, en la diferencia marcada o presumida entre su precio anterior y el precio por el que ahora se compran. No es, pues, en la dimensión del precio pagado, sino en la porción del precio evaporado y su reflejo de gratuidad, donde se halla el trofeo de las rebajas

Contrariamente a la compra ostentatoria, que exige consustancialmente la experiencia del precio alto y cuanto más prohibitivo mejor, la compra de rebajas pone su triunfo en un precio cuanto más accesible mejor, y aun en el remedo de que no ha costado «nada». De hecho, en la presentación que de sus adquisiciones hace la compradora de rebajas a sus amigas, la admiración no se busca y se dirige hacia la prenda en sí, que opera en verdad como soporte, sino hacia la diferencia. La magnitud de la estimación, el grado en que se aprecia una compra como regular, buena o muy buena, está en función del dinero que no se paga, y lo que deslumbra de esa compra no es el desembolso, sino el resto que no fue gastado. Por ello, de alguna manera, las amas de casa más continentes son voraces protagonistas de las rebajas. El despilfarro efectivo al que muchas de ellas se entregan no aparece efectivamente como tal. Por una curiosa taumaturgia, su gasto, cuanto mayor es, más espectacularmente se trasmuta el ahorro.

En su esfuerzo proletario, artístico, espeleológico, el sujeto comprador se afana entre informes montones de calcetines y pichis, faldas estampadas y polos, anoraks y pantalones acrílicos, hacia el fin último de cosechar objetos de ahorro mediante un nuevo sortilegio del consumo. La orgía de la fiesta consumista simula ser la misma, pero se encuentra doblada y místicamente traspasada por la santa alegría de estar ahorrando. En una proporción difícil de determinar, bajo la festividad de las rebajas alienta la euforia de la trasgresión, y, bajo este simulacro, la creencia del consumidor en su triunfo sobre el consumo mediante el bucle de su subversión ahorradora.

Durante muchos años, los virtuales compradores observaron con recelo las rebajas o les prestaron una subconsideración acorde con el menosprecio en que se tiene a los desechos. El cambio operado, sin embargo, desde la instalación del capitalismo de consumo disuade gradualmente esta consideracíón y crea, mediante el juego de la trasgresión aparente, los términos de su propia fiesta.

La norma que rige durante la cotidianidad consumista parece romperse en tiempo de rebajas y las reglas que ordenan su sistema simulan estallar en dos ámbitos radicales. De una parte, ante las rebajas, la satisfacción de compra se hace imaginariamente depender menos del poder de compra que del instinto para comprar. De otra, la culpa, implícita siempre en la carnalidad del consumo, se convalida por el gozo puritano del ahorro.

Frente a la supuesta aventura diaria del consumo y su publicidad, se trata, en las rebajas, de vivir festivamente al revés y con la fantasía de estar quebrando la carátula de lo poderoso. No ya los grandes almacenes y establecimientos medianos, hasta las más selectas boutiques sucumben a las rebajas. En conjunto, se representa una escena en la que toda la oferta, llegado un punto del año, cae herida y se rinde ante la razón del consumidor. Los productos que antes se encontraban del lado del vendedor, histriónicos y ordenados en los escaparates, desertan de sus filas para pasarse al otro bando. Las prendas que antes aparecían alineadas, disciplinadamente alistadas bajo el mando del tendero, se entregan, próvidas y desarticuladas, en las manos del cliente. El panorama general en tiempos de rebajas es así el de una batalla en la que los acuartelamientos del comercio han sido literalmente tomados por las legiones de consumidores. Los objetos que se venden son los mismos (no defectuosos, no inferiores), pero su precio ha descendido hasta abdicar de la equivalencia que gobernaba el vendedor. Es cierto que todavía se debe pagar un precio por las cosas, pero, en su extremo, es una entrega simbólica y, por tanto, liquidadora del reinado de las equivalencias. En su extremo ideal, las cosas que se compran en rebajas son «como regalos». La fiesta está abierta del lado del consumidor y transita éste por ella con el coraje y la excitación de su desorden.

Tras la época de rebajas, los precios vuelven a levantarse. La norma se recrudece y regresan los telones de la normalidad, pero ya, en la vivencia total del ciclo anual, el sistema de consumo ha instaurado su fiesta épica, su propio simulacro de negación y contradicción bajo el artero disimulo de ofertar su claudicación en la inequívoca agonía de unos leotardos a 199 pesetas.

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