Los compañeros de viaje
Se le atribuye a Bergamín una frase que si non é vera me viene muy bien para empezar el cuento. Dice así: «Yo, con los comunistas, hasta la muerte, pero ni un paso más». Es ben trovata también esta sentencia digna de don José, y ahí se detiene todo parecido de persona tan admirable con el paradigma de esos animales políticos ambiguos, en vías de desaparición, que fuimos los compañeros de viaje.
El término data de 1923 cuando Trotski definió así a los defensores del comunismo que se resistían a entrar en el partido comunista:
«No consideran (los papuchiki ) a la revolución como un todo, e ignoran el ideal comunista. No son los artesanos de la revolución proletaria, sino sus compañeros de viaje artístico. Con ellos se plantea siempre la misma pregunta: ¿hasta dónde irán?»
Años más Larde, ya exiliado, el mismo Trotski matizaba aún más la diferencia entre un compañero de viaje y un revolucionario profesional: «Una generación entera de la inteligencia de izquierda ha vuelto su mirada hacia el Este, y ha unido su destino no tanto a la clase obrera revolucionaria como a una revolución victoriosa, lo que no es ni mucho menos lo mismo».
Robert J. Oppenheimer, padre de la bomba atómica, simplificaba y resumía en 1943, casi en una fórmula científica, su definición del compañero de viaje que había sido hasta hacía poco tiempo: «una persona que acepta una parte del programa comunista, sin ser miembro del partido».
Esta es la que voy a adoptar en este artículo, por no perderme en meandros y consideraciones tácticas, morales y doctrinales, que habría tantos como personajes concernidos, desde el compañero de viaje sincero, del primer momento, que arriesgaba casi tanto como los militantes, hasta el oportunista y tardío, que se puso en marcha cuando estar al lado del PC era de buen tono. Convendría distinguir también entre el compañero de viaje del interior y el del exilio, por la diferencia de peligro en que incurrían. Pero cada personaje merecería un análisis especial, y el de Picasso no sería el más desconcertante: ingresó en el PC tras la liberación de Francia, pero en realidad fue compañero de viaje hasta su muerte, a pesar de haber reconocido humildemente en 1956 que «no comprendía nada de política». Y lo más notable ya, para rematar su caso, es que las personas que le aconsejaban en este terreno, el pintor Pignon y la escritora Helene Parmelin, se salieron del PCF años más tarde...
Anatole France, Sean O'Casey, Bernard Shaw, André Gide, Romain Rolland, John dos Passos, George Orwell, Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre fueron compañeros de viaje eminentes —y pronto decepcionados— de la Unión Soviética y de los PC de sus respectivos países. Su papel, como el desempeñado por otras personalidades del mundo del cine y del espectáculo (Simone Signoret, Yves Montand, etcétera) fue inmenso en la época de la guerra fría, cuando se trataba de defender a la «patria del socialismo». «Su acción tiene un significado político enorme, y no solamente en tanto que manifestación de una forma de sensibilidad que se expresa a nivel de las «capas intermediarias» de la sociedad capitalista, sino que lo gran frenar al imperialismo mundial en su esfuerzo por perpetrar un crimen sin precedentes: un ataque contra la URSS», explicaba Karl Radek en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos, en 1934.
Los compañeros de viaje han sido siempre gente mimada por los partidos comunistas. En su libro Les compagnons de route, David Caute señala numerosos casos de seducciones. En 1952, el compañero de viaje Arnold Zweig fue invitado por los soviéticos para asistir al centenario del nacimiento de Gogol. Le concedieron una suite en el hotel Metropol, le rodearon, así como a su mujer, de toda clase de atenciones, hasta atribuirle trescientos rublos diarios para sus gastos personales. Ciertos excesos de hospitalidad llegaban a atentar contra la vida de los invitados. En La force des choses, Simone de Beauvoir cuenta que cuando Jean Paul Sartre visitó por primera vez la Unión Soviética, en 1954, le dieron un banquete aplastante de cuatro horas en la dacha del escritor Simonov. Al final no podía levantarse de la mesa, que se le doblaban las piernas por lo mucho que había engullido. Más tarde, tras una comilona en Moscú, tuvo que ir a tomar el aire por el borde del río Moscova para recuperar los sentidos, pero de tal forma se le aceleraron los latidos del corazón, que tuvieron que hospitalizarle.
Para preparar la visita de Feuchtwanger, las autoridades soviéticas publicaron en ruso nueve de sus obras, con una tira da total de 260.000 ejemplares. Sus novelas antinazis Erfo!g y Die Geschwister Oppermann fueron elegidas para convertirlas en películas, y durante su estancia en Moscú, en 1936, le asaltaron los traductores, los productores y los editores.
Al mismo tiempo, los libros de Heinrich Mann, el compañero de viaje alemán más prestigioso durante el frente popular, merecieron la tirada de dos millones de ejemplares en la Unión Soviética.
Algo parecido le sucedió a Romain Rolland; mientras fue compañero de viaje se editaron cerca de dos millones de ejemplares de sus libros en la URSS, y Upton Sinclair aseguraba que durante los años treinta la venta de los suyos se elevaba a los tres millones.
«Esto no quiere decir, evidentemente», concluye David Caute, «que estos hombres se hayan dejado "comprar". En realidad, estas cifras representan menos una avidez de dinero que una necesidad de ser reconocido; la vida de un escritor, al fin y al cabo, a menudo no es más que una lucha desesperada para serlo, no sólo por sí mismo, sino también por lo que cree que representa su obra».
En España, la aparición del compañero de viaje se da en un contexto diferente, pero su evolución tal vez tenga ciertos parecidos con el internacional.
Para empezar, aquí se era compañero de viaje casi sin saberlo. Cualquiera que en los años posteriores a la guerra civil no comulgase con las ruedas de molino falangista era tachado de «filocomunista» y fichado. Luego se decía «simpatizante» y muchos lo éramos mucho de aquellos militantes temerarios y abnegados que constituían la única fuerza organizada de oposición a la dictadura.
En su libro Los comunistas en España, Guy Hermet escribe: «Simón Sánchez Montero, detenido en 1959, resiste durante varias semanas a los malos tratos; y contesta así a uno de los guardias que le pregunta si siente odio hacia él y hacia sus colegas: «No, porque nuestra lucha extrae su fuerza del amor hacia el pueblo, hacia la clase obrera de España». Se dice que, emocionado por tanta generosidad, el policía reconoció que «debe haber algo grande y potente para que estos hombres actúen así».
El PC ejercía, pues, una gran fascinación, y diré que no sólo en los intelectuales: no pocos representantes del gran capital y algún torero famoso, amén del policía aludido, sucumbieron ante los mismos sentimientos, Como la militancia era clandestina y no se distribuían carnés, el hecho de albergar a un permanente, de prestar una máquina para redactar una octavilla le incluía a uno en aquella familia grande, ilimitada, unida por la lucha antifranquista.
Los auténticos del PC se reunían en células misteriosas. Los que no asistíamos a las reuniones, por cobardía, por elitismo, por falta de valor para asumir nuestras convicciones, por que no se fiaban de nosotros o sencillamente, por no compartir la misma aversión hacia el mundo occidental y pensar que un sistema liberal parlamentario podría aportar aún libertades y progresos, éramos compañeros de viaje.
Gracias a la labor de los militantes de base, gozábamos nosotros de un gran confort moral. Manos sucias y conciencia limpia —la moral sartriana al revés—. El partido comunista nos utilizaba, pero a nosotros nos venia muy bien la caución del partido comunista en nuestras actitudes. Era muy diferente de lo que decían las derechas de los tontos útiles, donde el provecho corría por un solo carril. Distinto también el caso de los compañeros de viaje cuando se salen de la órbita que el de los militantes excluidos, tipo Claudin o Semprún. Aquéllos —nosotros— nos beneficiábamos de viajes, prestigio, buena conciencia, mientras que éstos sacrificaban todo a labores ingratas y peligrosas. Todo el mundo puede reflejar del asado, matar al padre, como hay que hacer, y hasta dicen ahora que a la madre también, pero yo concedo más derechos a denigrar lo que se amó y sirvió con abnegación que lo que se observó utilizó en provecho propio.
Pero no debo ni quiero caer en un masoquismo morboso, ni en un deslumbramiento beatifico, que nadie hace ningún sacrificio si no encuentra una fuerte satisfacción e interés, y ni Schweitzer fue tan virtuoso ni las personas citadas dejaron de realizarse de una u otra forma.
En aquellos años, el partido comunista disponía de la infraestructura de difusión cultural más eficaz y dinámica, a la par que coherente. Había otras, también progresistas, pero en ellas colaboraban masivamente elementos del partido que prolongaban la política, elaborada entonces, de gran apertura y de unión de las fuerzas del trabajo y de la cultura; mientras tanto, los organismos oficiales contribuía, por su escaso prestigio, a aislar a escritores sumamente valiosos, como Pla, Cunqueiro o Delibes.
De este modo, editoriales, premios literarios, exposiciones, publicaciones, fueron aglutinando alrededor del PC a la mayoría de los intelectuales jóvenes, cuyo denominador común era el antifranquismo y donde no cabía distinguir entre el militante, el simpatizante, el compañero de viaje o el oportunista ávido de darse a conocer.
Así se propició el realismo en literatura y todo lo que se ha llamado la poesía social, con Celaya, Eugenio de Nora, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma —uno de cuyos libros de poemas se titula precisamente Compañero de viaje, donde expresa sus dudas y angustias—. Los mismos que propulsaron esta corriente tratan ahora de desprestigiarla, y no sin razón, pues nos impusieron al Blas de Otero de Hablando en castellano en detrimento del de Ángel fieramente humano o de Redoble de conciencia, y en su afán de resaltar los valores sociales (Antonio Machado) menospreciaron lo que consideraban poesía pura (Juan Ramón Jiménez).
En novela se impuso el realismo, con Juan y Luis Goytisolo. Armando López Salinas. Antonio Ferrés, Juan Garcia Hortelano, sin olvidarnos de Miguel Salabert y otros del exilio interior, que eran traducidos y editados en el extranjero, donde durante esos años, y gracias a la labor de militantes y compañeros de viaje bien situados, se confundía oposición al franquismo y calidad.
En pintura, la frontera de que hablaba antes, entre el militante, el compañero de viaje, el simpatizante y el oportunista, a la par que la utilización de todos ellos por parte del PC, es más difícil de señalar, pues nunca hubo una línea artística definida, como en literatura. Los pintores no testimoniaban con sus obras, sino participando en exposiciones colectivas que se celebraban por toda Europa (especialmente en Paris, Italia y Suecia), en homenajes a pintores, subastas de cuadros para recabar fondos, etcétera. En los nombres de Ortega, Genovés, Ibarrola, Saura, Tápies, Millares, Francisco Mateos, Arroyo y Canogar hallamos desde los militantes del partido hasta el enganchado en todos los trenes, pasando por compañeros de viaje del primer momento, que todavía lo son hoy.
En cine fue inmensa la labor de la productora UNINCI, animada por Ricardo Muñoz Suay, y en la que colaboraron Bardem, Pere Portabella y Domingo Dominguín; a ella debemos algunas de las grandes películas de la historia del cine español, como Viridiana, sin que se pueda decir que Buñuel haya sido compañero de viaje del PC, mas si compañero del mismo viaje antifranquista.
¿Y que de los que escribimos en Triunfo, revista considerada globalmente, durante mucho tiempo, compañera de viaje? Llevo unos doce años en ella, completamente identificado con su línea y ayudando modestamente a trazarla, y todavía no lo sé. Y nadie me ha pedido cuentas.
En resumen, que el partido comunista subyugaba mientras luchaba en la clandestinidad y ofrecía plataformas de realización personal y proporcionaba buena conciencia. Con su legalización, y la inevitable dedicación a la politiquería, se acabó la fascinación. Muchos intelectuales, tanto militantes como simpatizantes, se han salido. El PC ya no los necesita para representarlo ante diferentes estamentos de la sociedad, como antes; para eso están ahora los políticos profesionales, que tal vez no lo hagan mejor. Tampoco se busca ya el respaldo moral del PC: el reinvento de la democracia es más que suficiente. Por otra parte, los medios de difusión cultural oficiales han adquirido cierta solvencia, y los privados (editoriales, productoras cinematográficas, etcétera) llegaron a comprender que la progresía puede ser también un buen negocio; los atropellos imperialistas de la Unión Soviética en Checoslovaquia, en Cuba (con sus consecuencias), en Afganistán; las chapuzas de la Moncloa; el abandono en el partido de «una parte del leninismo» y las incertidumbres del eurocomunismo han venido a rematar las eventuales ilusiones.
Muchos compañeros de viaje se habían alistado en el momento eufórico de la legalización. Se encontraron, además, con el centralismo democrático.
Otros no sentimos nunca esa desazón de saber que el carné se está pudriendo en la mesilla de noche, que hay que renovarlo, y que no se tienen ganas de hacerlo.
Así ha perdido el partido comunista la mitad de sus adherentes. Eran un producto de una situación histórica aborrecible, compañeros de viaje que no debieran haber existido.
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