Las dos cuentas
No sin vacilaciones, acepté la invitación de EL PAIS para escribir estos artículos dedicados a examinar la década que acaba de transcurrir. ¿Qué puede decir un escritor como yo de los cambios ocurridos en el mundo durante los últimos diez años? No soy historiador ni sociólogo. Mi pasión es la poesía, y mi ocupación, la literatura; ni la una ni la otra me dan autoridad para opinar sobre las convulsiones y agitaciones de nuestra época. Por supuesto, no soy indiferente a lo que pasa -¿quién puede serlo?-, y he escrito artículos y ensayos acerca de la actualidad, aunque siempre desde un punto de vista que no sé si llamar excéntrico o simplemente marginal. En todo caso, nunca desde las certidumbres de una ideología con pretensiones enciclopédicas como el marxismo o desde las verdades inmutables de religiones como la cristiana y la islámica. Tampoco desde el centro, real o supuesto, de la historia: Nueva York, Moscú o Pekín. Al reparar en mi doble marginalidad -la latinoamericana y la de escritor sin iglesia ni partido-, mis dudas se disiparon y acepté la invitación de EL PAIS. No sé si esta serie de artículos contienen interpretaciones válidas o hipótesis razonables sobre los acontecimientos de la última década; sé que expresan las reacciones y los sentimientos de un escritor independiente de América Latina ante el mundo moderno. Si no es una teoría es un testimonio.A la manera de los antiguos mayas, que tenían dos maneras de medir el tiempo, la cuenta corta y la cuenta larga, los historiadores franceses han introducido la distinción entre la duración larga y la corta en los procesos históricos. La primera designa a los grandes ritmos que, a través de modificaciones al principio imperceptibles, alteran las viejas estructuras, crean otras y así llevan a cabo las lentas pero irreversibles transformaciones sociales. Ejemplos: los ascensos y descensos de la población, todavía no explicados enteramente; la evolución de las ciencias y las técnicas; el hallazgo de nuevos recursos naturales o su gradual agotamiento; la erosión de las instituciones sociales; las transformaciones de las mentalidades y los sentimientos... La duración corta es el dominio, por excelencia, del acontecimiento: imperios que se derrumban, Estados que nacen, revoluciones, guerras, presidentes que renuncian, dictadores asesinados, profetas crucificados, santones que crucifican, etcétera. Se compara con frecuencia a la historia con un tejido, labor de muchas manos, que, sin concertarse y sin saber exactamente lo que hacen, mezclan hilos de todos los colores hasta que aparece sobre la tela una sucesión de figuras a un tiempo familiares y enigmáticas. Desde el punto de vista de la duración corta, las figuras no se repiten: la historia es creación incesante, novedad, el reino de lo único y singular. Desde la duración larga se perciben repeticiones, rupturas, recomienzos: ritmos. Las dos visiones son verdaderas.
"Duración corta"
La mayoría de los cambios de esta década, claro está, pertenecen a la duración corta, pero los más significativos están en relación directa o indirecta con la duración larga. En los últimos diez años, los ritmos históricos, a la obra desde hace más de dos siglos, se han hecho al fin visibles. Casi todos son aterradores: el crecimíento de la población en los países subdesarrollados; la disminución de las fuentes de energía, la contaminación de la atmósfera, los mares y los ríos; las enfermedades crónicas de la economía mundial, que pasa de la inflación a la depresión de una manera cíclica; la expansión y la multiplicación de las ortodoxias ideológicas, cada una con pretensiones de universalidad; en fin, la llaga de nuestras sociedades: el terror del Estado y su contrapartida, el de las bandas de fanáticos. Las sociedades del pasado habían conocido y sufrido el proceso que convierte a una ideología en terror: la Inquisición, la cacería de brujas, la guillotina de los jacobinos. La gran contribución de nuestra época es haber hecho del terror una ideología.
Después de la segunda guerra mundial, el mundo se dividió en dos grandes bloques. Entre 1950 y 1960, Estados Unidos y Europa occidental lograron contener a la Unión Soviética y mostraron que eran capaces de conservar su supremacía económica, científica y técnica sin sacrificar a las instituciones democráticas y a las libertades fundamentales. Lo cual no quiere decir que éstas no hayan sufrido graves amenazas y eclipses, como el macartismo. Asimismo, Estados Unidos apoyó Gobiernos que eran la negación de la democracia, como los de Franco, Chiang Kai-chek y los de incontables sátrapas latinoamericanos, asiáticos y africanos. La siguiente década fue la de una crisis que hizo temblar a Occidente. Contra las predicciones del marxismo, ni la crisis fue económica ni su protagonista central fue el proletariado. Fue una crisis política y, más que política, moral y espiritual; los actores no fueron los obreros, sino un grupo privilegiados: los estudiantes.
En Estados Unidos, la rebelión juvenil contribuyo decisivamente al descrédito de la política norteamericana en Indochina; en Europa Occidental quebrantó, ya que no el poder de los Gobiernos y las instituciones, sí su credibilidad y su prestigio. La rebelión juvenil fue una verdadera revolución cultural, en el sentido en que no lo fue la de China. La extraordinaria libertad de costumbres de Occidente, sobre todo en materia erótica, es una de las consecuencias de la insurgencia moral de losjóvenes en los sesenta. Otra, no menos importante, ha sido el progresivo desgaste de la noción de autoridad, sea la gubernamental o la paternal. Las generaciones anteriores habían conocido el culto al padre terrible, adorado y temido: Stalin, Hitler, Churchill, De Gaulle. En la década de los sesenta, una figura ambigua, alternativamente colérica u orgiástica, los hijos, desplazó a la del padre saturnino. Pasamos de la glorificación del viejo solitario a la exaltación de la tribu juvenil. En cambio, en China, muerto Mao, se asiste hoy a una restauración de los valores tradicionales; las mismas autoridades no vacilan en confesar y deplorar los extravíos y los horrores de la revolución cultural desatada por el gran timonel. En México, la rebelión juvenil de 1968 también influyó profundamente en la década de los setenta; para comprobarlo basta con mencionar la política de «apertura» del presidente Echeverría y la reforma política del actual Gobierno.
A pesar de que los desórdenes universitarios estremecieron a Occidente, ni la Unión Soviética ni los partidos comunistas los utilizaron o lograron canalizarlos. Al contrario: los denunciaron como movimientos pequeño-burgueses, anárquicos, decadentes y, precisamente por su ultrarradicalismo, manejados por agentes provocadores de la derecha. Más de una vez los comunistas atribuyeron los desórdenes de París y México a oscuras maquinaciones de la CIA y el imperialismo yanqui. Es comprensible la hostilidad de la jerarquía soviética: la rebelión juvenil, tanto o más que una explosión contra la sociedad de consumo capitalista, fue un movimiento libertario y una crítica pasional y total del Estado y la autoridad. Así, no es extraño que haya conmovido y alentado a los estudiantes y a los intelectuales de los países europeos sometidos a la dominación rusa. Tampoco es extraño que los órganos de propaganda de la Unión Soviética se hayan movilizado en contra del peligro de contagio ideológico.
La década siguiente, ésta que ha terminado, fue la de la aparición y el reconocimiento, en Occidente, de los disidentes rusos y de los otros países «socialistas». Se trata de un hecho que ha marcado la conciencia intelectual contemporánea y cuyas consecuencias morales y políticas se dejarán sentir más y más no sólo en Europa, sino en América Latina. Por primera vez, los disidentes del imperio ruso lograron ser oídos por los intelectuales europeos; hasta hace unos pocos años, apenas unos cuantos grupos marginales -anarquistas, surrealistas, antiguos marxistas y militantes comunistas que habían colgado los hábitos- se habían atrevido a describir al socialismo burocrático como lo que es realmente: un nuevo, más total y despiadado sistema de explotación y represión. Hoy nadie se atreve a defender como antes al «socialismo real», ni siquiera los miembros de esa especie en vías de extinción que llamamos «intelectuales progresistas». Ante las revelaciones de los disidentes, las críticas de Gide en 1936 y las más penetrantes de Camus en 1951 resultan tímidas, insuficientes los análisis de Trotsky y pálidas las descripciones del mismo Souvarine, aunque este último haya sido el primero en comprender, hace ya cuarenta años, el verdadero carácter del régimen ruso.
Un contraste notable, pero sobre el que, hasta donde sé, nadie ha reflexionado: durante la década de los setenta no se manifestó en Occidente un movimiento de crítica moral y política comparable a la de los disidentes de los países «socialistas». Esto es extraño, pues desde el siglo XVI la crítica ha acompañado a los europeos en todas sus empresas y aventuras, a veces como acusación y otras como remordimiento. La historia moderna de Occidente comienza con la expansión de Espafia y Portugal en Africa, Asia y América; al mismo tiempo, brotan las denuncias de los horrores de la conquista y se escriben descripciones, no pocas veces maravilladas, de las sociedades indígenas. Por un lado, Pizarro; por el otro, Las Casas y Sahagún. A veces, el conquistador también es, a su manera, etnólogo: Cortés. Los remordimientos de Occidente se llaman antropología, una ciencia que nació al mismo tiempo que el imperialismo europeo y que lo ha sobrevivido. En el siglo XX, la crítica de Occidente fue la obra de sus poetas, sus novelistas y sus filósofos. Fue una crítica singularmente violenta y lúcida. La rebelión juvenil de los sesenta recogió esos temas y los vivió como una apasionada protesta. El movimiento de los jóvenes, admirable por más de un concepto, osciló entre la religión y la revolución, el erotismo y la utopía. De pronto, con la misma rapidez con que había aparecido, se disipó. La rebelión juvenil surgió cuando nadie la esperaba y desapareció de la misma manera. Fue un fenómeno que nuestros sociólogos aún no han sido capaces de explicar.
Negación apasionada de los valores imperantes en Occidente, la revolución cultural de los sesenta fue hija de la crítica, pero, en un sentido estricto, no fue un movimiento crítico. Quiero decir: en las protestas, declaraciones y manifiestos de los rebeldes no aparecieron ideas y conceptos que no se encontrasen ya en los filósofos y los poetas de las generaciones inmediatamente anteriores. La novedad de la rebelión no fue intelectual, sino moral; los jóvenes no descubrieron otras ideas: vivieron con pasión las que habían heredado. En los sesenta, la rebelión se apagó y la crítica enmudeció. La excepción fue el feminismo. Pero este movimiento comenzó mucho antes y se prolongará todavía varias décadas. Es un proceso que, como el de la demografía y el de la disponibilidad de los recursos naturales, pertenece al dominio de lo que he llamado «la cuenta larga». Por esta razón prefiero no tocar el tema en esta serie de artículos, destinados a examinar los cambios de la década desde la perspectiva de «la cuenta corta». Además, me he ocupado de este asunto en otros artículos y ensayos. Aquí sólo repetiré que se trata de un fenómeno que, probablemente, está destinado a cambiar la historia humana. En el próximo artículo me ocuparé de los herederos, en Occidente, de los rebeldes de los sesenta.
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