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Deformaciones del poder

Pese al trasfondo ácrata que aletea en buena parte de los pensadores modernos -inclusive los políticos-, cada cambio de postura en nuestras sociedades, cada revolución más o menos victoriosa suelen conducir, por primera providencia, a un inmediato fortalecimiento del poder. Los Estados nacidos bajo las banderas representativas de los ideales igualitarios -tal es el caso del comunismo en la URSS- acostumbran convertirse en febriles robustecedores y magnificadores del poder. Una vehemente carrera autoritaria sigue siendo todavía la primera imagen caracterizadora que nos ofrecen los países organizados sobre los supuestos de las invocaciones y las inspiraciones marxistas.Los sueños de poderío de la Rusia de los zares -tan continuamente recusados por sus inclinaciones imperialistas- han ido concretándose y creciendo a impulsos de los gobernantes e ideólogos de la Rusia soviética. La preocupación por la defensa del poder, en sus aspectos más distintos, no se ha frenado ante casi ninguna consideración. Así, por ejemplo, el Ejército de la URSS parece ser, si los especialistas no nos engañan, la máquina militar más poderosa del planeta.

Por otro lado, las naciones comprometidas con la idea de proteger la libertad viven obsesionadas por el temor a cualquier pérdida de prestigio que se refiera a los atributos de la autoridad. El crecimiento de los Estados, con su mastodóntico desarrollo, propulsa una peligrosa escalada en la idolatría del poder. En fin de cuentas -tanto da que se digan eiecutores de la revolución como garantes de la libertad-, la defensa del Estado, con sus extensiones de dominio y disfrute, va ofreciéndose como primordial objetivo de los equipos gobernantes que consiguen su instalación al frente de los complejos dispositivos y maquinarlas del mando. Después de todo, con inmejorable estilo y máximas sutilezas, estas fueron las tesis tantas veces mal comprendidas y peor interpretadas de Nicolás Maquiavelo. Sin quererlo confesar, los discípulos del secretario florentino pululan -sobre todo en esa' asignatura del mantenerse a costa de lo que sea a horcajadas del Gobierno- desde el Kremlin a la Casa Blanca, sin excluir nuestra flamante y ya herida y agrietada ciudadela de la Moncloa.

Es muy posible que la idea de residenciarse tras los baluartes moncovitas, acompañada por la apariencia de un distanciador atrincheramiento, no haya sido de las más felices. La sensación de encastillamiento que se desprende de ella no se muestra dema-

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siado concorde con la preocupación del presidente Suárez por mostrarse con una imagen abierta, juvenil y, en cierto modo, atrevida. No sé por qué. No conozco los entresijos que condujeron al montaje del complejo presidencial de la Moncloa. Supongo que en la decisión influirían esas que se denominan razones técnicas y funcionales, y que tanto se invocan cuando se trata de fundamentar -o disculpar- cualquier medida.

Demos por válidas, sean las que fueren, esas razones. Pero lo cierto, visto desde la vertiente de los gobernados, es que los alcázares de la Moncloa han promovido una nebulosa impresión de inaccesibilidad. Algo semejante a la que Kafka suscita en su novela El castillo, donde todos los pasos y vías -hasta los más convencionales- para acceder a la enhiesta ciudadela resultan inútiles. Yo no digo que algunos motivos de fuste no hayan pesado en la decisión. Pero el político -y mucho más cuando manifiesta una fe cerrada en las relaciones públicas- tiene que ser un celoso y agudo vigilante de sus decisiones, incluidas aquellas que se ofrecen impulsadas por el instinto y la espontaneidad. -

Lo cierto es que el poder -'especialmente el ejercido con titubeos y cesiones- debe cuidarse de no exteriorizar sus costados hirsutos y mortificantes. Una atención a los efectos previsibles en la psicología colectiva. Las masas nunca llegan a amar al político parapetado y escondido. Hay que poseer una enorme personalidad, estar dotado de unas cualidades de excepción ante las requisitorias populares para permitirse el lujo del emboscamiento, que más o menos pronto concluye por sugerir -en un dirigente democrático, sometido a la prueba electoral- la silueta del evasivo amedrentado por su propia carga.

Además, el encierro gravita poco a poco sobre el carácter y las aptitudes del enclaustrado, hasta producir condicionamientos devastadores. Las reacciones se van produciendo con más lentitud y vacilación. Una especie de asfixia volitiva entorpece la diligencia en el actuar y el decidir.

El político encarna un tipo de hombre de acción muy especial y determinado, cuya vocación decidida -no nos engañemos reside en el ansia por instalarse en el poder. El político superficial, cutáneo, al conseguir esa instalación suele comenzar a revelar síntomas de fatiga. Sus objetivos ambicionados están cubiertos de manera esencial. Para su voluptuosidad epidérmica se inaugura la era del disfrute. El poder por el poder. Es la hora -n que van a patentizarse las auténticas calidades del político. El de alto vuelo y hondura conceptual y creadora iniciará sus apasionados. despliegues. Ha llegado el instante de la suprema aventura. Como el gran jugador, sabe que no podrá vivir si no es en la continua y renovada emoción de la apuesta permanente.

Por contra, el otro el de los satisfechos deslumbramientos por la autoridad, el de los goces sensualizados del mando- va a sentir desencadenarse la acometida de unas torturadoras angustias. El vislumbre de la posible pérdida del poder conquistado le asalta con pesadilla; fantasmales. La batalla por mantenerse alojado en el poder va a delinear perfiles de calamitosa tragedia. Casi como operación inicial, procede al montaje de una imaginada maniobra de alivio, consistente en arrojar por la borda cualquier cosa o persona que sirva de moneda de apaciguamiento. El político encerrado va perdiendo la noción de la realidad y la de su obligatoria empresa, a la que -insensiblemente- va confundiendo con su personal circunstancia y aventura. La insensibilidad -a la que se quiere vestir de serenidad y arcana estrategia- crece al ritmo de la destrucción que le circunda

Mientras, de muros afuera, clama la exasperación por la ruina y el despedazamiento. El poder por el poder demanda unos oídos sordos, una sensibilidad adormecida, un dramático repliegue tras las defensas multiplicadas. Cuando la luz roja de los, informes -siempre más moderados y amortiguadores que el choque directo con las humanas desdichas y desgarraduras- haga crecer las alarmas y los apremios, no faltará un espacio para articular una pequeña operación disuasoria, una travesura oportunista. O, en último extremo, la suprema argucia de entregar al adversario lo que pide, caiga quien caiga y cueste lo que cueste .Y si no, ¿para qué vale conseguir el poder? Ese poder acunado en el ahogo -y la concupiscencía- de las alcazabas, que concluye por destruir hasta la sustancia misma de la autoridad.

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