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RELIGION

El cristianismo en 1980, entre el espíritu laico de Europa y la religiosidad política de América Latina

Karol Wojtyla ha dominado la escena religiosa en 1980. En sus viajes al Brasil, Francia y Alemania, en el V Sínodo sobre la familia y en su reciente encíclica Dives in misericordia, se ha desvelado progresivamente la compleja personalidad del Papa eslavo, así como las grandes líneas de su política pontifical.

Varias son las razones que explican su popularidad, entre otras, el estilo directo que deja aflorar los sentimientos con espontaneidad, rompiendo así la imagen estereotipada del Papa italiano, siempre ajustado a un código de comportamiento, distanciado, sin emotividad y sujeto a un lenguaje casi siempre tópico cuando no críptico. Pero, aparte ese tipo de razones que tanto pesan en la psicología de las masas, hay algo más sustantivo que le confiere una actualidad inegable: su denuncia de la ambigüedad del progreso sobre el que está montado nuestra civilización, la denuncia de la deshumanización galopante, la crítica al individualismo y la competitividad que caracterizan a los diversos estamentos de nuestra civilización.Como era de esperar de un Papa polaco, esa denuncia del progreso moderno (que afecta al mundo occidental, pero del que no escapan los países del Este) va de par con un rechazo de la secularidad o espíritu laico, ese fenómeno surgido de la ilustración en siglos pasados que dio carpetazo a todo el medioevo ofreciendo a la humanidad unas bases nuevas de convivencia, fundadas en una generosa confianza en las posibilidades de la razón. Paradójicamente coincide el papa Wojtyla en este punto con muchas de las preocupaciones de la filosofía actual, que ha reducido a mitos muchos de los planteamientos racionales del espíritu ilustrado. Esa misma filosofía ya ha dicho claramente que la emancipación y progreso modernos son sólo la parte victoriosa de un gigantesco iceberg donde, además de la parte emergente, existe una historia de los vencidos, de los olvidados, con los que el hombre triunfador no sabe qué hacer, a pesar de ser el precio de su progreso.

El Papa ve esa crisis desde el ángulo que le interesa: sus repercusiones en la religión. Como es sabido, la autonomía de la razón ilustrada tiene, como precio, la reducción de la religión a un asunto privado, es decir, su retirada de la gestión e interpretación de los grandes asuntos culturales, políticos y científicos. Y lo que Juan Pablo II viene a decir es que esa razón, sin religión, no es capaz de gestionar integralmente los asuntos del mundo.

No es la primera vez que un Papa se encara con la secularidad. Ya se hizo hace un siglo. La crítica de entonces encontró eco en un pueblo exhausto por las guerras napoleónicas, al tiempo que era aprovechada por las fuerzas políticas reaccionarias para construir la restauración. También se puede observar en el Papa actual el mismo desengaño ante la razón crítica, la misma desconfianza ante las posibilidades de la soberanía popular, el mismo pesimismo respecto a la moral del hombre emancipado de Dios. La Iglesia y hombres suyos, como Donoso Cortés, ofrecían a un pueblo acobardado, con el miedo en el cuerpo y ansioso de certezas, un modelo de civilización cristiana que acabara con los liberalismos y socialismos del tiempo. Hay muchos de estos resabios tradicionalistas en el actual pontífice: crítica a diestro y siniestro de los sistemas políticos y económicos; añoranza de una Europa unida en torno al alma, cristiana de antaño y al papel moderador de Roma; la demanda de un mayor protagonismo social de la Iglesia, intensificando la presencia de sus instituciones en la enseñanza, en las obras sociales y en los temas del Estado que tengan que ver con la familia o la moral en general. Contra la opinión general de que la secularidad, a pesar de sus contradicciones, es irreversible, el Papa da a entender que es posible una solución a sus problemas al margen de la misma.

Contrapunto americano

A la hora de tomar el pulso a la situación de la Iglesia en estos días finales de 1980 hay que traer a colación, en el polo opuesto de Roma, a América Latina. Desde allí llega la imagen de una iglesia comprometida en la lucha violenta de sus propios pueblos.Donde no hay un par de sacerdotes ministros de Estados revolucionarios, como en Nicaragua, es porque los líderes religiosos están todavía empeñados en la guerrilla, caso de Guatemala. Sin olvidar El Salvador, donde el obispo asesinado, Oscar Romero, hace de santo y seña para los guerrilleros. A primera vista, ese tipo de Iglesia está en las antípodas de lo que ocurre en Roma. De hecho, no hubo más que una discreta reacción cuando murió Oscar Romero, y, pasado el momento de la euforia inicial, los obispos de Nicaragua, presionados por Roma, piden a sus sacerdotes que vuelvan a los cuarteles religiosos, en tanto que el cardenal de Guatemala se declara beligerante contra la guerrilla, capitaneada parcialmente por sus propios catequistas.

Sin embargo, nada de lo que allí sucede tiene que ver con el proceso de emancipación europeo que el Papa critica en su raíz por las nefastas consecuencias que tuvo para el cristianismo. La reivindicación elitista europea de una razón adulta, despojada de toda referencia religiosa, se traduce allí por el aprendizaje de una lectura que se apropie de la cultura ancestral, la de un pueblo que ha tenido en sus símbolos religiosos el último reducto de la identidad negada por los sucesivos colonizadores. Aunque siempre resulta arriesgado predecir el futuro de una revolución, pues no siempre consigue ser fiel al planteamiento inicial, y se da con frecuencia una cegadora euforia triunfalista que oculta las heridas de la revolución, incluso en los propios revolucionarios, es posible predecir que la religión en estos países no tiene por qué pasar a la trastienda del asunto privado, que es lo que rebela al Papa.

Un rechazo frontal de lo que está ocurriendo en América Latina sólo es posible si la crítica del Papa al progreso occidental lleva consigo la negación del hombre como sujeto y protagonista de la historia. Se puede decir que la ambigüedad del progreso occidental estriba en que la ilustración que le dio a luz no lo ha sido suficientemente, orillando elementos liberadores que pueden darse, y de hecho se han dado, en tradicciones culturales, incluidas la religión; éste es el punto de vista de los críticos que consideran la laicidad como un logro irrenunciable. También se puede pensar que el hombre sin Dios nunca construirá una ciudad habitable. Es lo que pensaron los hombres de la restauración y lo que subyace al modelo polaco.

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