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La capitalización el mito

Transcurridas cerca de dos semanas desde el asesinato de John Lennon, ni la amenaza de invasión de Polonia por parte de la Unión Soviética, ni los enigmáticos proyectos de Reagan para arreglar los conflictos que se le avecinan, ni el proceso de la contienda entre Irak e Irán, ni ninguna noticia, en fin, por espeluznante y amenazadora que se presente a la imaginación, parece haber desplazado entre la mass media de Nueva York el impacto producido en sus almas por la desaparición del ídolo ni apagado su sed de nuevos comentarios relacionados con el tema.La muchedumbre de fans del ex beatle, alucinada y enardecida, ora por los suicidios que su muerte ha producido, ora por las consignas de paz y amor que Yoko Ono, certera y sabiamente, imparte desde su lujoso retiro de Dakota para fingir que aplaca los ánimos, sigue comprando compulsivamente los periódicos con el único fin de que le suministren pasto para incrementar su sensación de pena y orfandad, para alimentar el credo de la naciente y ambigua religión a la que se abandonan y adhieren, sin la más mínima reserva de escepticismo o desconfianza. Ni que decir tiene que la Prensa sensacionalista, totalmente al tanto de este caldo de cultivo, no escatima los detalles más ñoños y baladís que puedan darle pábulo, contribuyendo así a que su tirada se agote como si fueran rosquillas. En el Metro, en los bares, donde la gente desayuna aceleradamente antes de ir al trabajo, o de pie por las esquinas de las calles plagadas de luces que anuncian la Navidad, la gente despliega los periódicos y busca con avidez bien visible la página donde venga algún artículo o noticia que siga manteniéndoles en la ilusión de que no se ha roto el cordón umbilical que les conecta con su dios desaparecido.

Pocas veces se podrá haber constatado. como en esta ocasión que la juventud actual está ansiosa de dioses y que se agarra, como a un clavo ardiendo, a cualquier argumento que el destino le depare para encauzar e institucionalizar esta sed reprimida de religión. Cuando el domingo pasado, 14 de diciembre, tras los diez minutos de silencio organizados por un invisible agente publicitario, empezó a nevar sobre las 100.000 personas congregadas en Central Park para rendir homenaje a John Lennon, alguien comentó: «Es su sonrisa, que empieza a caer desde el cielo encima de nosotros». Cuando leí este comentario en los periódicos del lunes, me acordé de que en 1715, a la muerte de la reina María Luisa de Saboya, se había visto una especie de extraño cometa en el cielo, que el pueblo de Madrid había interpretado como una prolongación de su espíritu sobre el pueblo, y de las críticas que acerca de esta clase de supercherías se habían elaborado, del padre Feijoo en adelante. Y me pareció que el tiempo volvía hacia atrás, que no habíamos dado ni un Paso en materia de superstición.

No es que yo quiera declararme como una redomada racionalista. Simplemente querría llamar la atención sobre el engaño y la falacia que supone desenfocar los temas que adivino arteramente orquestados por la propaganda.

Desde un punto de vista literario, nada más impresionante que acudir a engrosar, el día 9 de diciembre, la multitud de gente que se agrupaba delante del edificio Dakota, delante del cual había sido asesinado John Lennon la noche anterior, escuchar las voces emocionadas y sumisas que entonaban el Let ¡t be, mirar oscilar bajo la lluvia las lucecitas de las velas que portaban los fans, resguardados bajo paraguas de la inclemencia del tiempo; observar cómo algún espontáneo, burlando la vigilancia de los guardias, se acercaba al lujoso portal, flanqueado por una garita dorada, para depositar su ofrenda de flores junto a la gran fotografía del ídolo recién abatido.

Pero aún quedaba un residuo de lucidez para sospechar si no sería una emoción puramente literaria la que nos embargaba, propiciada por el decorado, por los perfiles de ese edificio lóbrego y lujoso rematado por mansardas verdes donde vive Lauren, Bacall, donde se rodó Rosemary's Baby y donde se hospedó por un tiempo el rey de las películas de terror, Boris Karloff, un edificio que tiene algo de castillo gótico, de prisión inexpugnable, de emporio de quienes dan la espalda a la miserable y movediza realidad. Detrás de una de aquellas ventanas iluminadas, donde el pueblo llano imaginaba llorando a mares a la viuda del ídolo, ella, la altiva y despejada japonesa que había de contribuir a la propagación del mito, se sentía imbuida del protagonismo y el carisma que le legaba su multimillonario compañero y estaba escribiendo el mensaje que al día siguiente harían público todos los periódicos del país, dando las consignas para el funeral multitudinario llamado a propagar el mito.

Al día siguiente no sólo en los diarios, sino escritas en sábanas blancas colgadas a lo largo de Broadway, las palabras de Yoko Ono, erigida en diosa que recoge la antorcha, fortificaban y daban coherencia a la naciente religión de los desamparados, de los sedientos de un guía religioso (incluido el desventurado asesino); y, bajo su aparente tono de concordia y amor, a duras penas eran capaces de encubrir el farisaísmo del manager todopoderoso, que trata de disimular arteramente que acaba de heredar treinta millones de dólares y que encima se arroga el privilegio de seguir orquestando el tinglado.

No he leído la Prensa de España en estos días y, por tanto, ignoro si estaré repitiendo o no algún comentario ya iniciado en nuestro país sobre este fenómeno de superchería teledirigida.

Sólo quisiera, para terminar, llamar la atención sobre una nota de la Prensa neoyorkina que el día 17 de diciembre ha provocado mi deseo de sentarme a la máquina para elaborar este comentario, y que he interpretado como un revulsivo indiscutible para desenmascarar todo este creciente montaje del mito John Lennon: la misma industria cultural que se preocupa de fomentar el llanto por el ídolo multimillonario del Dakota anuncia hoy un astuto y oportunista lanzamiento de monedas de oro acuñadas con la efigie y el nombre de John Lennon. Me parece lo suficientemente expresivo enviar una recorte de este anuncio. Estoy segura de que se seguirá una venta bien sustanciosa para el astuto patrocinador del invento, que cuenta además con el deseo de deificación que la navidad propicia.

¿Seguirán sin darse cuenta los fans del ex beatle, que ya en repetidas ocasiones lo han comparado con Jesucristo, de que están siendo manipulados por la más descarada capitalización de un mito que tiene mucho más de profano que de religioso?

es escritora, premio Nadal y premio Nacional de Novela 1979 con su obra El cuarto de atrás.

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