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Autonomía que no cesa

Los partidos políticos parecen haber recobrado una cierta actualidad en el panorama político español. Al menos esa sería la constatación de cualquier observador, a juzgar por la últimamente masiva presencia informativa partidaria en los medios de comunicación de masas. Ahora bien, si se examina más de cerca el fenómeno, veremos cómo la prácticamente totalidad de ese caudal noticioso está dentro de un triángulo formado por la actividad parlamentaria, la proximidad de la celebración de un congreso y las luchas internas teñidas en bastantes casos, aunque obviamente no en todos, por rivalidades personales y por aspiraciones de sustitución en los llamados «aparatos». Nada hay de recusable en todo ello, ni siquiera en esto último, habida cuenta lo que supone de combate para la democratización interna de los partidos y de elemento corrector a la siempre peligrosa tendencia a la burocratización y a la sacralización de los liderazgos. Es, sin embargo, más preocupante que, dejando de lado su tarea parlamentaria, que es una misión insustituible y tina de las razones básicas de su existencia, los partidos políticos españoles den en su conjunto la impresión de vivir prisioneros de ellos mismos y, al mismo tiempo, que descuidan su presencia en el tejido social, se vuelcan sobre su interior en un constante ejercicio de devoradora autofagia. La consolidación de la democracia, más evocada que afrontada, pasa por la consolidación de los partidos y la energía que estos gastan volcados sobre sus propias estructuras se hace muy a menudo a costa de la permanente dejación de sus responsabilidades exteriores o, más grave aún, populares. Naturalmente, no se trata de descalificar el lógico juego de tendencias o de apetencias democratizadoras. Se trata simplemente de llamar la atención sobre la preferencia que en estos momentos parecen tener las luchas intestinas, por muy normales que sean en otras coyunturas históricas, sobre las respuestas políticas que el cuerpo social demanda en circunstancias especialmente difíciles en todas partes, pero que aquí exigirían un rigor y una atención que rara vez se les presta. Para más detalles puede repasarse la discusión sobre los Presupuestos Generales del Estado en el Congreso, donde, aparte la llamativa ausencia en el debate de Suárez, Felipe González y Santiago Carrillo (estos dos últimos fuera de España en esos días), se escamoteó la gran discusión económico-política a que éste país tenía derecho y que, más allá de los temas con mordiente periodística, cabía esperar.Es curioso, pero sin duda ayudados por la rémora que supone el atasco del franquismo en todo lo que se refiere a la adecuación de la legalidad a las pautas de comportamiento social, los partidos políticos no parecen capaces de dar el salto hacia adelante que supondría promover las grandes cuestiones de futuro, y no sólo aquellas que restablecen, o lo intentan, el equilibrio roto por la dictadura. Si bien se mira, y aunque algunos sectores de UCD demuestren que siguen siendo los herederos de la derecha carpetovetónica de siempre, la mayoría de las cuestiones hoy en discusión (el divorcio, la universidad como servicio público, son quizá las más llamativas) resultan casi decimonónicas y no prueban otra cosa que lo lejos que estarnos de una sociedad moderna, no digo ya progresiva. Lo que no significa, claro, que no tengan importancia. Pero mucho más como test del modo de pensar de una parte de la derecha de este país que, más que conservadora, sigue siendo reaccionaria. Su responsabilidad histórica es, una vez más, muy considerable al forzar debates que, en el fondo, se sitúan fuera del tiempo que vivimos (¿alguien puede imaginarse al Parlamento inglés, austriaco o belga enredados en estos temas hoy en día?) y que tienen todos los visos de ser utilizados como maniobras de distracción de otros problemas verdaderamente claves de cara a ese mañana que no sólo los árabes de la OPEP ponen en entredicho. La distribución de las cargas de la crisis, por ejemplo. Una crisis que España afronta partiendo imperturbable de una situación de radical injusticia y sin una sola reforma estructural para corregir su incidencia en los más débiles. Y ese es el gran tenla que, por ahora con todo éxito, la derecha ha conseguido desplazar.

Después de cuarenta años de prohibición de los partidos políticos, el país se había forzosamente acostumbrado a prescindir de ellos. La relativa explosión en la primavera de 1977 no ha hecho desde entonces sino remitir, y su presencia en la sociedad se ha desdibujado. Salvo en lo que se refiere a la extrema derecha, que según todos los indicios no hace sino aumentar su militancia. Dato, sin embargo, que hay que atemperar teniendo en cuenta el ínfimo nivel porcentual (inferior al de Italia y Alemania, entre otros) que consiguió en las elecciones de 1977 y 1979. No es aventurado suponer que el desdibujamiento de los partidos se ha producido en buena parte por la obsesiva tendencia a girar sobre sí mismos. Lo que les ha llevado inexorablemente a desconectarse del electorado que vive un nivel problemático que a menudo poco o nada tienen que ver con el normal desenvolvimiento y desarrollo de la vida política, que se enrosca exclusivamente desde los órganos de gestión de los partidos y las luchas internas a los debates parlamentarios. Y no digamos nada cuando aquélla parece cobrar vida por sí misma. Como sería el caso, ¡cielos!, de la autonomía de Madrid, que en estos días cocinan UCD y PSOE ante el más absoluto vacío y desinterés de los ciudadanos de la villa y corte, a quienes no se nos había ocurrido poner tan apasionante cuestión en el catálogo de nuestras preocupaciones. Y es que la autonomía de la política y de los partidos, es decir, su desenganche de la realidad, está llegando demasiado lejos precisamente en un momento histórico que exigiría concentración y jerarquización de problemas y constante comunicación con el país. La autonomía de Madrid, incluso suponiendo que algún madrileño la pida, puede esperar. Hay otras muchas cosas que no. Si de verdad el objetivo prioritario de esta hora es consolidar la democracia y profundizar en ella, convendría que los partidos dejasen de embrollar cada día la madeja y volviesen a un único hilo conductor: vehicular las demandas sociales, racionalizarlas y alcanzar las mayores cotas posibles de igualdad y de libertad. Y, a ser posible, mirarse menos el ombligo y mucho más alrededor.

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