El secano contra el regadío
No deseo mal a nadie, porque soy de buena familia, pero me gusta que en los partidos de fútbol se cometan barbaridades a manta, que el árbitro pite un par de penaltis injustos, cuanto más injustos mejor, que cerca de mi asiento caiga fulminado por la angina un jefe de negociado, que los defensas muerdan con bocados de tigre las pantorrillas de los delanteros, que alguien meta un gol válido en fuera de juego, que los camilleros de la Cruz Roja trabajen a pleno rendimiento y se lleven a un dios con el tendón astillado por la banda, que haya bofetadas en el segundo anfiteatro. Me gusta que el público ruja, fume purazos tan enormes como postes en la tribuna, coma cacahuetes de mono en las localidades altas, toque desgarradas trompetas, dé con el mazo a un bombo de charanga, escupa pipas de girasol sobre los cogotes de la fila inferior, entone corales galesas y solos de barítono vascorro, lance insultos, almohadillas, latas de cerveza, pedazos de bocadillo a la pradera, todo eso bajo una neblina de veguero con los espectadores agarrados como fieras esquizofrénicas a las jaulas.Odio el espectáculo entre caballeros donde, los jugadores se comportan a modo de funcionarios de muslo aceitado. El fútbol no me interesa para nada si no veo al cucaracha en apuros. No hay cosa más deprimente que un público fino e imparcial que aplaude las buenas jugadas del contrario. No entiendo nada de esto, pero, según la opinión de un vecino de butaca, el Atlético de Madrid -Valencia fue un partido excelente. Puede que sea cierto. A mí todos los jugadores me parecían el mismo con el toque idéntico de balón, el regate semejante, el quiebro de cintura parejo, un arte de dar patadas al balón fabricado en molde por la misma factoría. Hasta hace poco, a los futbolistas españoles se les notaba todavía el chusco bajo el brazo, veías a un currutaco medio famélico junto a un descuajaringado, a un gordo con la calza caída que a los cinco minutos ya no podía con su alma al lado de un flaco menesteroso. Los había altos, bajos, macilentos y grasosos, que corrían detrás del balón huyendo del boniato, como si les fueran a regalar una tortilla de patatas al llegar al banderín. Ahora todos los futbolistas están facturados a troquel dentro de las coordenadas de una raza latina que comenzó a comer los primeros filetes en los años sesenta.
Dicen los que saben de esto que el Atlético de Madrid-Valencia fue un gran partido. Me encantó aquel fogonazo de Dirceu desde veinticinco metros que pilló en bragas al cancerbero del Turia. Sentí mucha emoción cuando Kempes, ese héroe de nalga levantada y crines de caballo salvaje, puso la pelota en el punto de penalti y largó un furibundo zapatazo contra el larguero, que sacó chispas de soplete. Consideré lo más normal del mundo que el árbitro anulara injustamente un gol al Valencia y que el Atlético tuviera la suerte de cara. Lo que me gusta del fútbol son los fallos, los gritos, los pases al contrario, los goles por debajo de la tripa que marca el cojo olvidado en el córner. No hace falta decir que soy partidario del Valencia y, como es lógico, me pareció bueno todo lo que hizo este equipo y malo cuanto hizo el otro. Yo no lo sabía, pero hubo un momento en que alguien por los aledaños comentó que el Valencia se había apoderado del medio campo. Y eso es muy importante.
Así estaban las cosas con los rojiblancos, que iban ya como excremento por una acequia abajo, cuando de pronto reaccionan y gritan: « ¡Sus y a ellos, que son de regadío! ». Visto y no visto. En un santiamén, con lo hermosos, altos, cuadrados y rubios que parecían los jugadores del Valencia, empieza a llover la mala pata y, de pronto, se encuentran con tres roscos en el marcador.
En el partido no hubo infartos, lesiones, taconazos en la barbilla ni siquiera una humilde lipotimia que llevarse a la boca. Fue un espectáculo entre caballeros, con aplausos para todos, como si este fuera un país civilizado. Mala suerte. Otra vez será.
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