Pirámides
¿Se trata de un juego o más bien de una inversión? ¿Es un pasatiempo, un tipo de apuesta de escaso riesgo y rápida ganancia, una ordalía, el juicio de Dios al ocho por uno? Ciertamente, es una forma de trabar relaciones fuera de los circuitos habituales de trabajo o diversión, una manera de conocer gente en un marco levemente pecaminoso y con un toque de excitante osadía, pero sin rebajarse al falso salón de masaje o a comprar por teléfono una compañía «distinguida y sumamente discreta»: aunque no se ganara dinero, para muchos esta rentabilidad resultaría suficiente. Pero que además hay dinero a ganar y bastante; para ello será preciso abusar un poco de algunos de nuestros amigos, pero con su complicidad, persuadiéndoles, seduciéndoles. A fin de cuentas, no hay nada de lo que escandalizarse. ¿Acaso no son así todas las relaciones sociales, engaños, consentidos en mucho provecho y con mutua decepción? Secreto a, voces y metáfora ejemplar del mecanismo todo en que giramos, la pirámide no es tanto un juego de sociedad como la sociedad vista como juego: un zigurat dorado de escalones algo resbaladizos (¿excremento fresco, lágrimas, sangre o de todo un poco?) por el que ir trepando del modo más decidido y continuo posible, apoyando los pies en los hombros o la cabeza del que está debajo, mientras se le recomienda amistosamente que haga lo mismo con quien le sigue. No todos lograrán llegar arriba, claro; es más, el secreto del juego estriba en que los audaces llegarán tanto más alto cuanto más numerosa sea la base de los que no se despegan del ras de la tierra. Pero los de abajo nunca deben saberlo: hay que lograr que se vean a sí mismos subiendo también; tienen que ver cabezas bajo sus talones, aunque sean las de sus hijos o sus mujeres, aunque sean las suyas propias en la humillación cotidiana contemplada desde la autotiranía del fin de semana o del mes de vacaciones. Hay que jugar a la pirámide, y ahora mismo, cuanto antes, no sea que vengan a faltar un día los que ponen sus hombros en la base de todo el tinglado y los últimos trepadores queden pateando frenéticamente en el vacío, con el vértigo del abismo bajo ellos y su inversión -¡ay!- perdida sin remedio y para siempre.La moda de las pirámides no se limita tan sólo al juego que apasiona a la mesocracia madrileña: otras más potentes y complejas, más abiertamente despiadadas, amenazan en el horizonte. Tambiéri han decidido jugar a la pirámide, por ejemplo, esos nuevos economistas americanos que son [a réplica anglosajona (mucho más eficaz) a los ideólogos de la nouvelle droite y que, Reagan mediante, van a dictaminar la política económica de toda el área occidental. La cosa es sencilla: Milton Friedman sustituye a Keynes, el sueño del welfare state da paso de nuevo al capitalismo salvaje. El Estado es el paradójico enemigo de estos nuevos liberales, pero no el Estado responsable de la coacción policial o de la carrera de armamentos, no el Estado del equilibrio militarista del terror y del terrorismo equilibrista de los servicios de orden/desorden clandestinos, sino el que fue plasmando en su legislación, por presión de las fuerzas menos sumisas de la sociedad, instituciones públicas que paliasen la insolidaridad privada, horarios más flexibles, salarios menos crueles, seguros de enfermedad o paro, protección sindical contra el despotismo patronal, etcétera. Los liberales pretenden hacer desaparecer el Estado mediador que, más mal que bien, desde luego, se ha visto obligado a reconocer los derechos de los desheredados, a ayudar a los incapacitados para la producción y a aceptar un ideal más igualatorio de sociedad que la competitividad calvinista a ultranza; el otro, el Moloch de la guerra, que tan buenos beneficios reporta a los traficantes de armas, el gendarme que mete en cintura a parados y descontentos, el que decide por todos y no se ama más que a sí mismo, ése es el Estado que quisieron potenciar. No es que el Estado actual, ni siquiera el más afinado en lo social con que sueñan los socialdemócratas, aporte verdadera solución al desamparo en que se vive en la sociedad de la explotación generalizada; pero, al menos, éste se ve obligado a prestar oído en cierto modo a la protesta que, contra la explotación, se alza y debe acoger, aunque sea para apaciguarlas y desmocharlas, las demandas subversivas que en principio le cuestionan y, en último término, le desminten. Pero la pirámide reclama de nuevo sus derechos: ¡basta de trabas al funcionamiento de la libre empresa! Volvamos a la moral de los telares de Liverpool, de la que la utopía socialista nos expulsó tan impertinentemente... Afortunadamente, piensan los nuevos economistas, la izquierda ha logrado introducir sus valores en el tejido social, pero ha sido incapaz de plasmarlos eficazmente en instituciones; al contrario, en numerosos países ha generado pirámides burocráticas tan indefendibles que su detestable ejemplo ha ahogado las voces que pudieran alzarse en defensa de tales valores anticapitalistas. Ha llegado el momento de abandonarlos en lo político incluso como máscara electoral y de combatirlos en lo ideológico desde las posiciones menos disimuladamente derechistas. Todavía quedan algunos cuya confusión teórica les permite simpáticas incoherencias, como aquel conspicuo editorialista de un diario gubernamental madrileño, que se felicitaba por la elección de Reagan, cuyo programa económico coincidía con su acendrado liberalismo; pero expresaba reservas acerca de su posible autoritarismo belicoso en temas de defensa, orden interno, integración racial, protección social (becas, juibilaciones, etcétera), como si lo uno no fuera lógica e inevitable consecuencia de lo otro . Pero los que han elegido abiertamente la pirámide cada vez son menos propensos a estas perplejidades y aceptan con encomiable decisión que no pueden hacerse tortillas sin romper los correspondientes huevos.
Busquemos, pues, cada cual nuestra pirámide y atengámonos a sus exigencias. Desde su cumbre nos contemplan no menos de cuarenta siglos de insolidaridad y rapiña, de jerarquía y engaño, de violencia y expolio. ¿Seremos dignos de ella o cederemos al run-run ideológico de la ética, con cuya orquestación nunca se llega a nada ni se trepa dernasiado alto? Para animarnos podemos recordar que durante la escalada, entre ayes y traiciones, entre canapés de caviar y puñaladas traperas, no dejaremos de hacer algunos amigos a los que poder utilizar luego en otro negocio.
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