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Por alusiones

Don José María de Prada, en su artículo «Del anticlericalismo, el divorcio y otros temas» (EL PAIS, 5-11-80), alude a uno mío, como considerando que defrauda su confianza de católico liberal. Declara expresamente creer compatible el liberalismo con la fe. A mí, por el contrario, me parece que hay que estar de acuerdo con la vieja doctrina pontificia que establecía su incompatibilidad. Podrá él, sin duda, tener toda la tolerancia posible en las acciones, podrá guardar conmigo, en modos y palabras, la mayor discreción y cortesía, pero de ningún modo podrá ejercer conmigo lo que él llama su liberalismo en total igualdad de condiciones, si ha de ceñirse a la observancia de su condición de afiliado a la institución más autoritaria de la historia de la humanidad dado que hasta el Derecho de Vida o Muerte, con ser más inhumano, resulta, en cuanto a significación autoritaria, un juego de muchachos, frente al Derecho de Verdad o Mentira, que la cabeza visible de la Iglesia Romana se ha reservado para sí. No existiendo ese plano de igualdad, podría él, en un primer momento, sentir como un abuso por mi parte que yo haga cuestión de lo que para el ya no puede ser cuestión, pero piense que más abuso habría en querer que yo, por anular caballerosamente la ventaja que nos desiguala, me sujetase también a la abusiva autoridad a la que el voluntariamente se somete. Nada demuestra mejor la magnitud del efecto limitador de tal autoridad -y, por tanto, la sustancial incompatibilidad entre el catolicismo y el liberalismo- que el liecho de que él encuentre en mi artículo anticlericalismo, divorcismo y hasta un esfuerzo, según sus palabras, por romper el clima de diálogo que él desearía para las páginas de este periódico, a la vez que no acierta a vislumbrar entre las líneas de mi texto ni la sorribra fugaz de una cuestión, de un problema, de un asunto. Si le resulta que yo rompo el clima de diálogo, tal vez se deba precisamente a que lo formo, porque formar tal clima es tender una palestra que enseguida excede inevitablemente los límites entre los que él puede moverse. Es la aplastante autoridad que Roma hace gravitar sobre su frente la que rompe, o más bien tiene ya roto de antemano cualquier clima de diálogo, puesto que en lo que atañe a infinidad de cosas que podrían ser su objeto impone a los fieles tenerlas por habladas, por ya definitivamente habladas y falladas, zanjadas v archivadas de una vez por todas.Está obligado por la jerarquía a no poder ver ni reconocer cuestiones detrás de mis asertos, sino tan sólo falsedades. Y, de hecho, como buen católico, falsedades me atribuye, porque lo que se resuelve sobre lo ya definido y sancionado por verdad no puede ser ya más que falsedad y pasa directamente a ser visto como tal, sin tan siquiera haber destellado por un instante como cuestión, como objeto pendiente de determinación veritativa. Para él no puede, en efecto, haber cuestión, sino tan sólo falsedad allí donde se pida reinterpretar de nuevo el contenido de la tentación del monte; no puede haber cuestión donde se admita la posibilidad de que,la entrada en Jerusalén pueda haber sido una claudicación de Jesús ante el tentador del monte; no puede haber cuestión en si Nicea, antes que un triunfo, no fue, por el contrario, una derrota del espíritu, la gran catástrofe en que el cristianismo, atraído a pactar con los poderes que había venido a confundir y disolver, abdicó de todo ímpetu mesiánico y se entregó al pasado, para robustecerlo y perpetuarlo; no puede haber cuestión en si la ulterior historia del cristianismo en su relación con los señores de este mundo es la cruda confirmación y acentuación de tal fracaso; no puede haber cuestión en la propuesta de considerar la interpretación tradicional de la frase evangélica «Dad al César lo que.... etcétera», como una interpretación ad hoc para santificar el pacto con el propio César; no puede, en fin, haberla tal vez ni tan siquiera en la posibilidad de estimar el afán de la Iglesia por reforzar con el doblete de leyes temporales sus propios sacramentos como un penoso síntoma de desfallecimiento y de impotencia moral y espiritual. Ninguna de estas cuestiones, y por sobre todas ellas la reconsideración de la historia del cristianismo como un escarmiento y una admonición desde los cuales volverse a preguntar, bajo una más afilada perspectiva, lo que a la postre importa en todo ello: la posibilidad o la impotencia, la esperanza o desesperanza del espíritu frente al poder, ninguna de estas cuestiones, digo, puede ser cuestión para el católico, sino tan sólo error, calumnia o falsedad, o bien anticlericalismo y divorcismo, como expresión de una pura hostilidad estéril y arbitraria. ¿Soy yo el que, sin proponer cuestión alguna, se esfuerza por romper, como dice el señor De Prada, el clima de diálogo, o es él el que, teniéndolo ya roto de antemano por la enorme prohibición, refleja inadvertidamente sobre mí, como una gratuita e incomprensible violencia por mi parte, su propio impedimento?

Por otra parte, me pregunto yo dónde, entre qué líneas, habrá podido creer hallar De Prada el hilo por el que saca el ovillo del divorcismo que parece adjudicarme, de modo que, sin comerlo ni beberlo, me vea yo catapultado y «posicionado», como dicen ahora, cual vulgar activista, en mitad de una querella que me resulta tan ajena, indiferente y falta de interés como un partido de fútbol. Y todo por obra y gracia de un lector que, como dicen en Salamanca, «entiende por la bragueta como los gigantones», pues no sólo no hay fundamento alguno, en los renglones visibles ni invisibles de mi texto, para atribuirme esta o la otra opinión sobre el divorcio, sino que ni siquiera hay base para suponerme mínimamente interesado por semejante asunto. Podría haberla más bien, por el contrario, para sospechar mi desazón de ver tantos católicos y no católicos que parece que no encuentran en el mundo cosa más grave en que pensar. Pero como prueba de que mí tema es exactamente el que el texto declara a toda voz, o sea el de los avatares del espíritu frente al poder, puede ver el antecedente de EL PAIS del 6 de febrero próximo pasado, en el que, bajo el título de «¿Renacimiento?», comentaba yo, en idéntico sentido, la solemne revocación, por parte de Juan Pablo II, en su viaje a México, de la maldición divina del trabajo, proclamándolo como una bendición y eliminando así, en provecho de la total aceptación y entrega, ese último ceño de sospecha, esa timidísima punta de disconformidad, de exigencia de sentido y de reserva crítica que la consideración cristiana del trabajo como una maldición podía aún simbolizar y proponer. El desarme del espíritu alcanza ya hasta a los más viejos simbolos de redención, aun cuando apenas sean más que un mínimo gesto enfurruñado capaz de afear sólo imperceptiblemente la efectiva sumisión y justamente en un mundo en que el trabajo ha acabado de volverse totalmente de espaldas a todo fin humano, bajo unas formas de poder que han hecho de la producción sin límite, sin pausa y sin sentido la condición y el instrumento imprescindibles de su perpetuación; en un mundo, por tanto, en que el trabajo es precisamente, más maldición que nunca.

En cuanto a lo del anticlericalismo, es una contraacusación ya desde antiguo elaborada por el clero como un insecticida de amplio espectro, y cuyo principio activo no es otro, al fin, que la arcaica, pero nunca desbancada, interpretación del mundo por la malquerencia, o sea, la fórmula de la echadora de cartas o de la gitana que lee la buena ventura, cuando dicen: «Hay una persona que te quiere mal». Dado que como fórmula explicativa nunca ha valido un céntimo, al estar, a su vez, aún más necesitada de explicación que aquello mismo que pretende explicar, el motivo de que esta tesis de la malquerencia o el antielericalismo venga sobreviviendo tanto tiempo a su propio desprestigio habrá de justificarse no por lo que explica, sino por lo que resuelve. Y la eficacia resolutiva del diagnóstico de antilericalismo -«A usted lo que le pasa es que nos quiere mal»- está en que la desautorización afectiva del presunto detractor, siendo ya de por sí, mucho más fácil y más inapelable que la desautorización intelectiva, dispensa hasta la molestia de tener que escuchar, ahorra hasta esa mínima precaución de tocarse por fuera los bolsillos por si se diese el caso imponderable de que dijese algo de verdad, y así resuelve de un golpe todos los problemas, y especialmente el de poder seguir durmiendo. De esta suerte, rociándome inmediatamente la cara con el espray del anticlericalismo, no ha podido advertir De Prada cómo, a despecho de todo tono crítico e increpante, en nada falta mi artículo, sino todo lo contrario, a la condición máxima y (decisiva del respeto: la de tratar una cosa a toda la altura de lo que pretende ser. Y yo ni trato el cristianismo desde ningún punto de vista antropológico, cultural, historicista, sociológico, psicológico o freudiano, sino en toda su dignidad de religión y de espíritu, ni tampoco lo confronto a los criterios de ninguna instancia extraña, sino a los de su propio ideal.

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Es cierto que eso no quita, sin embargo, para que pueda aún decir que tampoco son maneras mi festiva y benigna irreverencia con el Papa, pero el que no pueda él por menos de sentirla como una ofensa suficiente para estimar con ello roto de partida cualquier clima de diálogo, sólo se debe a que esa misma tan sensibilizada necesidad de respeto y reverencia se halla funcionalmente coordinada y proporcionalmente conmensurada a la naturaleza y magnitud de la autor¡dad que la reclama. Cuanto más incondicionada y más omnímoda es una autoridad, tanto más bajo ha de quedar el techo de la confianza soportable, tanto más sensible a la más leve oscilación se hará el sismógrafo que registra las ofensas. Por eso no cabe hacer montones separados con el respeto y con la prohibición, y culpar o perdonar a la sola falta de modales por cosas que éstos por sí solos son tan poco capaces de romper como de arreglar. Esa permanente susceptibilidad y crispación de los católicos, ese nunca aliviado sentimiento -conservado y aun acentuado en los momentos de más prepotente hegemonía de la ortodoxia- de entrar siendo constantemente

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hostigados y amenazados por la intriga subterránea o descarada, junto con ese tan repetido gesto histriónico de llevarse en seguida la mano al corazón declarándose condolidos y afectados ante el más tímido atrevimiento del discorde, gesto a tenor del cual se diría que ellos tienen, no sabe por qué ni por qué no, aquí en el pecho una cosita mucho más sensible, delicada y vulnerable de cuanto jamás pueda tener cualquiera de los demás mortales, no son reacción a nada que les venga en realidad del exterior, sino expresión refleja y proyección de la presión interior irrelajable sobre la que se alza, encastilla y fortalece la ortodoxia, de la ininterrumpida constricción autoritaria del dogma y la doctrina, que mantienen agachados, violentados, doblegados, comprimidos en un sentido fijo su entendimiento y su conciencia.

Si la opinión heterodoxa apare ce inmediatamente como un hostigamiento, como una voluntad hostil, como un intento de extorsión, es porque no hace más que reflejar la fuerza de constricción constante que mantiene violentada la cuestión en un sentido dado, al constituirse en ortodoxia. Simplemente con hacer ademán de remover la cuestión mediante el enunciado de la opción heterodoxa se pone de manifiesto la fuerza con la que la ortodoxia consigue tener rígida y aherrojada la verdad. Sólo porque el más débil intento de remover la palanca hace percibir lo agarrotada que está en su posición, aparece ese intento como un forcejeo, como un atropello, como un intento de extorsión, pero la fuerza, la violencia que se pone de manifiesto al hacer tal prueba no es ninguna que pudiese traer y querer imponer la opción heterodoxa, sino la que ya estaba ahí manteniendo forzada y obligada la doctrina en un sentido dado; es un puro espejismo atribuírsela a quien, tanteando la palanca en el sentido opuesto, no hace más que comprobar la imponente resistencia que mantiene bloqueado el artilugio. Una vez, a uno le pareció que la veleta no señalaba fielmente el viento y se subió a la torre para ver si había algo que la retenía, pero como, al intentar moverla, empezó a rechinar la dura y vieja herrumbre que la agarrotaba, te chillaron desde la plaza que dejase la veleta suelta, acusándolo de querer forzarla para orientarla a su capricho.

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