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El debate de la violencia

Como decía el último día, el foro sobre el hecho religioso de este año, aparte el tema nominalmente central, «Violencia y cristianismo», y el tema actual «Violencia en Euskadi», partió de la confrontación de dos supuestos contrarios: el de la no violencia, sobre el que ya hablamos, Y el de la violencia, del que vamos a tratar hoy.Nuestro ponente para esto, el psico(pató)logo (como él escribe) Carlos Castilla examinó la «Dinámica de la agresividad» en tanto que conducta agresiva; esto es, la que intenta la destrucción parcial o total, imaginaria o real. La distribución en papeles de «agresor» y «agredido» -precisaba- es siempre simplificatoria y, por ende, en mayor o menor grado, falaz, dado el «carácter relacional de toda conducta»: toda víctima, por indefensa que parezca, agrede al agresor, le «provoca», y el agresor, mejor dicho, el preagresor, «se siente herido narcisísticamente» por la existencia misma de su víctima inmediata. Naturalmente, inciden aquí las «fantasías de agresión», las cuales, junto con la asimetría, el desplazamiento, en ciertos casos, de la agresión, y la retroacción autoagresiva de toda agresión son notas indispensables para entender en su plenitud la conducta agresiva.

Castilla del Pino mantuvo su análisis estrictamente en el nivel psicológico, por considerar que los procesos psicológicos poseen su propia autonomía. Hablar, por tanto, de innatismo agresivo es una extrapolación, aunque naturalmente existan unos precisos mecanismos cerebrales que hagan posible la agresión. La conclusión, sumamente razonable, fue la de que, aun cuando la conducta agresiva pueda y deba ser estudiada a diferentes niveles, la extrapolación de unos a otros es peligrosa y sólo, al parecer, la teoría de sistemas puede mantener la relación real entre ellos sin confundirlos.

José Luis Pinillos, en lo sustancial de acuerdo con Castilla, por virtud de su doctrina del «emergentismo», tendió a ligar metodológicamente de modo más estrecho la psicología a la neurofisiología y también a la ethología (o etología), y, por otra parte, con menores escrúpulos lingüísticos, afirmó que «la violencia (y no sólo, más asépticamente, la agresividad) es un ingrediente que ha contribuido al desarrollo de la vida», y que «declarar que la violencia tiene su origen en la mente de los hombres» es insuficiente si no se controlan «las condiciones concretas, económicas, políticas, sociales y culturales que reobran sobre esa misma mente».

Ambos psicólogos, y también otros participantes, insistieron en la validez del modelo relacional frustración-agresión, y en el curso de la discusión fue generalmente admitido, más allá de su calificación ética, el carácter frecuentemente ideológico del término «violencia». ¿Dónde objetivamente empieza en el comportamiento humano la violencia? Como ya escribí hace años, dentro de cualquier situación concreta, el proceso real, al ser unitario y no «despiezable», se desarrolla como un continuum en el que, como en el espectro solar ocurre con los colores, no puede discernirse el límite mismo de la violencia. La «exhibición» de la fuerza presta a ser usada y, por otra parte, la «provocación, ¿es siempre ya violencia? Esa exhibición y esa provocación, ¿no pueden ser simplemente «representadas» conforme a un papel puramente «teatral», es decir, sin intención de usarla realmente, e incluso con la firme decisión de no usarla realmente?

El hecho de que nuestros dos especialistas: Castilla y Pinillos, fuesen psicólogos y la falta de tiempo hizo que otros aspectos del tema quedaran preteridos, salvo alguna alusión y, sobre todo, salvo la comunicación que acerca del status quaestionis presentó Alfonso Cuadrón. Y algunos de esos aspectos cuentan entre los más temibles. Así, por ejemplo, el genetismo cerrado de Lionel Tiger y Robin Cox, según el cual el código genético es el «programa» al que no cabe sino atenerse, o el de J. Z. Young, cuando afirma que «nos comportamos culturalmente porque está en nuestra naturaleza comportarnos culturalmente». O el etologismo de un Karl Lorenz -que no por azar fue pronazi en 1940-, cuando sitúa la cultura y la moral en el marco de la innata propensión biológica a la competición para la supervivencia, y el de un V. C. Wynne, cuando considera la biología como la instancia suprema en lo concerniente a normas morales y sociales. La posición de Niko Tinbergen es más matizada, pues empieza por subrayar no el conocimiento (científico), como Lorenz, sino la ignorancia, y hace notar que el «miedo» a la autodestrucción de la especie humana, que por primera vez ha surgido en la Historia, puede ocasionar una «redirección» de la energía humana en el sentido del altruismo y la cooperación colectivos. (A esta posición correspondió, en el plano de la politología, la de Ignacio Sotelo, al hacer notar que el equilibrio internacional actual de la amenaza y el terror nucleares produce una estrategia de resolución pacífica de los conflictos.) Y, sin embargo, el mismo Tinbergen concluye que «la eliminación de la agresividad por la educación es muy difícil, si no imposible». Mas, volviendo a la distinción de Carlos Castilla entre violencia y agresividad, cabe preguntarse si sería deseable, en el caso de que fuera posible (y el doctor Rodríguez Delgado nos ha mostrado que, al menos individualmente, lo es) la eliminación de toda agresividad y la reducción del ser humano al producto final mostrado en La naranja mecánica.

Es verdad que, en el extremo opuesto al del genetismo radical, el conductismo del medio ambiente social (environmentalism) sostiene que la agresión es una conducta aprendida y que psicotecnológicamente -aunque sea al alto precio de la renuncia a la libertad y la dignidad- puede enseñarse la no violencia. Y, por si todo esto no fuera ya suficientemente alarmante, hace poco ha surgido, como «nueva síntesis», la ciencia llamada sociobiología, cuyo objeto es el estudio de las bases biológicas del comportamiento social de los animales, y entre ellos el del hombre. Todas las «humanidades», la ética y el estudio de la cultura quedarían así reducidas a ramas o subdisciplinas de la sociobiología. (El voluminoso libro de Edward O. Wilson, fundador de esta disciplina, está ya traducido al castellano por la Editorial Omega, de Barcelona.)

Lo que nos importa aquí no es -porque no es el lugar- la refutación teórica de estos reduccionismos naturalistas, sino mostrar que al sombrío panorama de la realidad de la violencia desencadenada en el mundo actual corresponde, como no menos sombrío panorama, el de una ciencia que tiende a considerar a esa violencia irradicable de la naturaleza humana, e igualmente el de un programa político, el de la llamada en Francia «nueva derecha», en realidad neonazi, que, más o menos a bulto, pretende apoyarse en esas legitimaciones científicas. Y, por si esto fuera poco, en el foro se nos presentó otro sombrío panorama, histórico éste, el del cristianismo como generador incesante de violencia. (En España, gracias al anacronismo del prejoseantoniano Blas Piñar, la ultraderecha se ha detenido, lejos de toda pretensión cientificista, en el estadio de la violencia católica.) ¡Qué lejos nos lleva todo esto del angelismo de la no violencia, del que hablábamos el último día! Y, sin embargo, es hacia esa no violencia hacia la que, movidos por el miedo a la destrucción de la especie y movidos por la esperanza, hemos de tender. Entre el temor y la esperanza es la cifra de nuestro estado colectivo de ánimo. Y si la Historia no es simplemente el resultado o el subproducto del programa genético, si en nuestra previsión del acontecer influimos «proféticamente» sobre ese futuro acontecer, si el porvenir depende, al menos en parte, de nosotros y, por eso mismo, si, en fin, el optimismo es un deber moral, la utopía de la no violencia debe guiarnos siempre y su aprendizaje constituir la lección que cada día hemos de repasar.

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