Soares-Eanes
EN AGOSTO de 1978, el. presidente de la República portuguesa, Ramalho Eanes, despidió, lisa y, llanamente, a Mario Soares como presidente del Gobierno. Soares se resintió profundamente y devuelve ahora el golpe: retira su apoyo a Eanes en las elecciones presidenciales, previstas para el 7 de diciembre, aun a costa de dimitir, aunque sea provisionalmente, de su cargo de secretario general del partido socialista, abriendo una crisis en el partido. Y, lo que probablemente es peor, una crisis en la izquierda, que veía en Eanes una última posibilidad de contener el progreso de Sa Carneiro y su coalición de derechas hacia una modificación profunda de la Constitución, que va encaminada a borrar las últimas huellas formales de la revolución del 25 de abril y a establecer una democracia de poderes reforzados y con filtros mayores para la soberanía popular.Eanes y Soares son hombres más bien difíciles. El presidente de la República, por sus frecuentes cambios de línea y su versatilidad política; Soares, por su autosuficiencia y su poca flexibilidad para mantener alianzas. Marcharon juntos durante algún tiempo. Cuando Eanes fue elegido presidente de la República, en junio de 1976, denunció el «surrealismo revolucionario », las «utopías» y las «demagogias»; designó jefe de Gobierno a Soares, que respondió a los mismos propósitos («hemos evitado Praga»), y comenzó una legislación que iba a rectificar la imagen revolucionaria del país (sobre todo, las ocupaciones de tierras); pero le abandonaron sus aliados a la derecha -los tres ministros del Centro Democrático-, y cuando Soares quiso seguir gobernando solo con su partido, Eanes le obligó a dimitir sin contemplaciones. El presidente pensó que podría dirigir él mismo el país y apuntarse los tantos de la restauración con jefes de Go bierno eficaces, pero afectos: María Lurdes Pintassilgo o Mota Pinto. No contaba con la tenacidad de la derecha, o no la medía suficientemente: Sa Carneiro iba a algo más que a la jefatura del Gobierno, iba a disminuir la fuerza del presidente y del Consejo de la Revolución, a cambiar profundamente las estructuras del país. Ante el riesgo de pérdida de su puesto, Eanes buscó otra vez la confianza de los socialistas y el apoyo de Soares, ofreciendo el suyo a cambio. En las elecciones del 5 de octubre esta alianza no fue suficiente: ganó Sa Carneiro con amplitud y los socialistas tuvieron pérdidas considerables. De este desastre sale ahora esta operación por la que Soares abandona a Eanes, mientras la comisión nacional de su partido le sigue apoyando.
Probablemente el tema va más allá que el de su simple intercambio de navajazos; no es sólo un arreglo de cuentas. Soares puede temer un nuevo cambio de frente de Ramalho Eanes; incluso puede encontrarlo en unas declaraciones presidenciales que interpreta como favorables a Sa Carneiro. Su defenestración de agosto de 1978 no es sólo un tema personal, sino un rasgo de carácter del presidente. Al mismo tiempo, dentro del partido socialista mismo hay una tendencia que trata de renovarse culpando a Soares de la pérdida continua de poder, influencia y votos, que serían consecuencia de su autoritarismo, de su personalismo y de su falta de flexibilidad, además de una pérdida de imagen en el país (en Portugal tiene mucha influencia el candidato en un elevado número de electores, que votan más personas que partidos»; Eanes estaría apoyando esa tendencia dentro del partido socialista.
La intención del golpe de Soares al retirar su apoyo a Eanes está en gran parte en tratar de rehacer, siempre bajo su dirección, la unidad del partido socialista y hacer volver a la comisión nacional de su decisión de apoyar al presidente con la presión que supone abrir un vacío o una escisión oficial. Sea cual fuere el resultado, la puñalada a Eanes es ya mortal; le va a ser muy difícil un giro abierto a la derecha, si es que lo quiere intentar, porque Sa Carneiro y su coalición tienen ya un candidato propio, y porque dentro de su triunfo del 5 de octubre no tiene necesidad de contemporizar con quien ha sido su enemigo. Tampoco es fácil que los grupos políticos de la izquierda encuentren, a mes y medio de las elecciones, una figura con suficiente prestigio como para representarla. De forma que el 7 de noviembre, fecha que muchos en Portugal esperaban como la última posibilidad de que el Gobierno de esta derecha tan pronunciada encontrase un equilibrio con un presidente que ofreciera alguna resistencia, puede muy fácilmente ser, por el contrario, la fecha de la ratificación definitiva del bloque conservador.
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