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Divorcio e Iglesia: tempestad en un vaso de agua

Está visto: los españoles somos incorregibles cuando olemos el tufillo de una posible «guerra santa». Quizá será una herencia inexorable de nuestros ancestros musulmanes.Ha bastado que un obispo español haya escrito una carta pastoral, más o menos acertada, sobre el espinoso problema del divorcio, para que el coro hispánico prorrumpa casi unánimemente en la exclamación de siempre: « ¡Con la Iglesia hemos topado! »

Y lo peor es que el «cuarto poder» no se ha dignado apenas hacer un análisis somero de la importancia -amén del contenido- de las palabras del obispo español. El apelativo «primado» les ha traído ecos cuasi «moncloicos», siendo así que en esta piel de toro hay tres obispos que reclaman para sí este obsoleto título de «primado de las Españas»: el de Toledo, el de Tarragona y el de Braga (en Portugal). Hoy ser primado es algo así como ser conde de Anjouo marqués de la Colina Verde: recuerdos románticos de un pasado que no tiene vigencia jurídica en el día de hoy. Todavía se explicaría la alarma periodística si el autor de las declaraciones episcopales fuera el presidente de la Conferencia Episcopal.

Además, la sangre no llega al río. Los españoles, apenas vemos a un cura o a un simple sacristán, nos creemos que estamos delante de la Iglesia. Y la Iglesia en ese sentido no existe: es un colectivo tremendamente plural, aunque con unos serios puntos de convergencia y de referencia. ¿Qué ha significado la carta pastoral del primado? Sencillamente la opinión -respetabilísima como la de cualquier ciudadano español- acerca de un problema que se discute en el Parlamento. Punto y aparte. El «colectivo» Iglesia Católica más bien se ha callado.

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Y para ser más claro, admitiendo que el diario Ya es uno de los portavoces más autorizados de una buena «media» de la dirigencia eclesiástica española, observamos que su prudente y estratégico silencio (o casi) con respecto a la carta del primado es tremendamente significativo. A esto se añade el hecho singularísimo de que este fenómeno «primacial» coincide sincrónicamente con el nombramiento de uno de los más ilustres periodistas de Ya -Luis Apostua- nada más y nada menos que de director general de Asuntos Eclesiásticos. ¡Ahí va eso! ¡La propia «santa casa» colaborando activamente, a través de un destacado representante suyo, en la elaboración de la ley civil del divorcio!

A todo esto habrá que añadir dos observaciones principales. La primera, es que el «colectivo» Iglesia se encuentra hoy muy disperso: hombres de Iglesia (incluso clérigos) los hay en casi todos los partidos, no sólo como simples votantes, sino como afiliados e incluso como militantes. La propia UCD, donde la práctica religiosa del catolicismo es quizá mayoritaria, está decidida a llevar adelante el proyecto del divorcio. Y, hasta ahora, ningún obispo de estos señores ha encendido la hoguera inquistorial donde quemar sus huesos heretizantes.

La segunda, es sencillamente que la Iglesia cristiana, desde san Pablo hasta 1980, siempre ha admitido la posibilidad y la realidad, no ya de la declaración de nulidad matrimonial, sino de la ruptura del vínculo, con posibilidad de segundas nupcias bendecidas con todas las de la ley. Pongo por caso, hablando minimalísticamente, el «privilegio paulino» el «matrimonio rato y no consumado» y la ruptura del vínculo hecha en virtud del «poder de las llaves», cuando la autoridad eclesial estima que hay motivos graves para ello.

Siendo esto así, ¿podemos los católicos absolutizar la maldad de la ruptura del vínculo matrimonial? Otra cosa sería echar un cuarto a espada sobre la forma de cómo habría que confeccionar una ley que va a recaer sobre la sensibilidad de un pueblo, para el que el catolicismo es todavía un importante punto de referencia. Pero ni aún en este caso la Iglesia tiene que salirse de su esfera ético-profética y amenazar con el empleo de medios psicológicamente violentos, porque se resista a renunciar nostálgicamente a los tiempos todavía recientes en que sus palabras, sus homilías, sus cartas pastorales eran homologables a decretos-leyes.

En una palabra: no hay para tanto. La Prensa debería analizar más finamente el significado de una declaración de este tipo. Y para ello deberíamos imitar a los italianos, que en cada periódico tienen un experto en cuestiones religiosas, que llaman «vaticanista». Y a fe que está bien informado y cumple su oficio con eficacia, sin necesidad de violencias verbales, sino con una sutil fantasía, capaz de perforar las situaciones más espinosas.

No hay, pues, ningún motivo para que la discusión del divorcio levante la polvareda de una guerra «non sarícta» y añada a nuestros problemas urgentes de comer, trabajar y sobrevivir al terrorismo las sutilezas escolásticas, que únicamente son posibles por el voluntario «paro mental» de algunos miembros de este viejo colectivo llamado Iglesia Católica española.

José María González Ruiz teólogo, es canónigo de la catedral de Málaga

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