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¿No se ha de decir lo quie se piensa?

Con edición a cargo de Fernando Claudín se ha publicado el libro ¿Crisis de los partidos políticos? en una de cuyas colaboraciones, la de Ludolfo Paramio y Jorge M. Reverte, se hace referencia a dos hechos que, por enormemente importante y estrechamente relacionados entre sí, dan que pensar: la desmoralización de la sociedad española en general y la crisis en la militancia política.La desmoralización es, como he dicho muchas veces, el mayor de los males que nos ha. legado el franquismo. La hueca cáscara de la retórica del régimen anterior, al romperse, mostró que nada había bajo ella. La «crisis de los valores tradicionales», la «profundidad de la descomposición de nuestra sociedad», la incapacidad para la socialización de toda una nueva generación que, entregada -igual que el conjunto de la conriunidad- al consumismo como fin, se diferencia en que no repara en los medios, por delictivamente violentos que sean, para conseguir esos bienes -coches, vida nocturna en las discotecas y diurna en la vagancia, drogas- constituidos en el summun bonum de nuestra averiada moral, es un estado de cosas que debe denunciarse precisamente desde la izquierda, pues la derecha sólo lo hace como legitimación del retomo a la dictadura, a través de la represión de unos síntomas que dejan intacto el mal, pues lo que en realidad le importa no es la reconstitución moral -que es inseparable de una profunda revisión de la moral recibida-, sino el restablecimiento del más rígido autoritarismo.

Los jóvenes y, en general, losmarginados se desentienden, lo que es normal, de aquel bien común que, con retórira gastada, predicaban indefectiblemente nuestros viejos más o menos democristianos. Pero ¿es que-quienes presuntamente habían de organizar la democracia española, los dirigentes y cuadros de los partidos políticos, dan la impresión de comportarse con verdadero sentido ético-político, de preocupación por la cosa pública? Comprendo que un Suárez, elegido el -mal- camino de la reforma sin ruptura, era útil, como antes lo fue Torcuato Fernández Miranda para la -llamémosla asitransición. Mas llevada ésta a cabo, ¿qué títulos, qué méritos ha podido exhibir en estos años del espectáculo de su imagen y de inacción e incompetencia políticas para seguir ostentando el alto puesto que, en medio de la admiración de muchos que no acabamos de creérnoslo -quizá él mismo tampoco- detenta? La cosa es, sin embargo, mucho más grave, pues se diría que nadie dentro de su partido juzga posible su relevo porque, en verdad, dentro de él parece insustituible. La fronda que en el seno de UCI) se levanta cuando algunos de sus jefes de fila son separados del Gobierno se aplaca tan pronto como se ven reincorporados a él. Con lo cual el español medio se ve confirmado en su sospecha de que a la clase política que nos gobierna no le importa sino permanecer en el poder, al precio de toda clase de cambalaches, pues su norte político es el más desenfadado, y también miope, o portunismo. Se comprende, pues, la crisis de la militancia; que cunda lo que hace vtinticinco años se llamaba apatía política y también que, en el fondo, tal desmoralización política no preocupe mucho a quienes, liberados así de una bw.,e siempre molesta, malo será que no consigan reunir, pese a todas las abstenciones previsibles, el número suficiente de electores que les permita seguir encaramados en el poder.Pero ¿es que la clase política de los otros partidos parlamentarios no nos da parecida sensación (le prisa por ocupar el pode:r? (Extraña sustantivación la que delata esta expresión, ocupacic` in de un poder o leviathan preexistente, pero anónimo, lugar vacío -«vacío de poder», se dice también-, que necesitaría ser -¿para qué?, ¿para ponerle nombre?llenado por alguien). Piedra de toque sobre la fiabilidad de nuestros partidos políticos es la situación, en la que hemos desembocado, de lo que llaman Estado de las autonom,ías. Veámoslo un poco de cerca.Con la desaparición de Franco se hizo evidente a todos que era menester atender -aunque fuese tarde y mal- al grave problenla de las autonomías reivindicadas por Cataluña y por el País Vaseo.Pero a UCI), con el fin de no alarmar a su clientela de franquismo sociológico, no se le ocurrió edulcorante mejor, para hacer tragar esas dos píldoras, que fabricar píldoras de todas las regiones españolas: Galicia , el pueblo canario, el País Valenciano, Aragón, Andalucía, el País Balear, Asturias, Cantabria, la Rioja, Castilla-León o Castilla y León por separado, La Mancha, Extremadura, Murcia... Y así, artificialmente en muchos casos, no por un impulso genuino y popular de autonomía, sino desde arriba, desde los partidos, desde la clase política ávida de cargos, se suscitó un alocado movimiento centrífugo. Hay que decir que Felipe González fue consciente del peligro y en un principio trató de atajarlo, propugnando la autonomía local o municipal, y que también el PCE se condujo a este respecto con moderación. Pero UCD, con increíble irresponsabilidad oportunista- electorera, avaló la fabricación del PSA; en seguida, como ocurre siempre que se obra sin convicciones, quiso volverse atrás sin acabar de hacerlo, pues el PSA le salió aparentemente respondón, y, acabó por empeñar a los dos partidos nacionales de izquierda en el mismo juego demagógico de reparto o lotería de autonomías, en algunas de las cuales, en principio, nadie pensó.

Pues en efecto, si nos planteamos seriamente las cosas, pronto veremos que la. voluntad objetiva de autonomía es el fruto maduro que se desprende de una realidad histórica, geográfica, antropológica, cultural y -no lo olvidemos, seamos suficie nte mente marxistas- económica diferencial. Y que cuando la diferencia no es suficiente, ni económicamente viable, lo que necesitan imperiosa, urgentemente esas regiones, y en particular las más deprimidas, son planes económicos serios y seriamente aplicados, y no la falaz panacea del apresurado montaje de un aparato político regional con su «clase política» reclutada por los diversos partidos, un minigobiemo, unos miniministros, un miniparlamento y unas macroburocracias políticas y administrativas que, sin disminuir la centralista, antes al contrario, vengan a multiplicar por el número de autonomías el de los políticos con cargos públicos, el de los funcionarios, el de los llamados, con deliciosa expresión, «gastos corrientes», el del enchufismo, como en otro tiempo se decía, el del despilfarro del gasto público, del que tan pésimo ejemplo nos está dando continuamente el Gobierno mismo.

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¿Puede extrañarnos, después de todo esto, la progresiva alienación de los españoles de sus partidos políticos? Y la cosa es grave, porqué si bien es verdad que no basta la existencia de partidos políticos para que exista democracia, tarribién lo es que no es posible una democracia moderna sin partidos políticos. ¿Empezarán éstos asentirse alguna vez, de verdad, « responsable mente españoles» o, lo que es igual, responsablessin mas?

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