En Polonia, ¿se disfrazará el diablo?
Todavía están muy recientes los acontecimientos de las huelgas polacas para que les demos la enorme dimensión histórica que poseen. Yo estoy seguro de que no se trata de un episodio más en la historia contemporánea, sino de un hito que abrirá nuevos y desconocidos cauces a esta historia nuestra, que se iba haciendo demasiado aburrida, por extremadamente maniquea.Para ir al grano, hemos visto que las auténticas masas trabajadoras de Polonia se han unido como una piña para hacer sus reivindicaciones laborales frente a un Estado-partido que, tras treinta años de supuesto socialismo, no deja de ser un macro-patrono con todos los inconvenientes de los patronos del capitalismo, aumentados por el hecho de su magnitud y de su unicidad.
Hemos visto, igualmente, que lo que aglutinaba a los obreros era la práctica profunda del catolicismo, en sus formas más bien tradicionales, aunque no folklóricas. La actitud de la Iglesia polaca ha sido hasta ahora discreta: se ha contentado con estimular a sus fieles (que son la inmensa mayoría) a que defiendan unos elementales derechos humanos, pero por la vía de la acción no violenta. Parece que ya no va a haber lábaros de cruzados, ni siquiera en forma simbólica, como el scudo crociato de la Democracia Cristiana italiana.
Sin embargo, no podemos olvidar que los mismos gérmenes suelen producir los mismos frutos. Quiero decir que la ideología católico- política, dominante en la Iglesia polaca, presupone la necesidad de la recreación de lo que recientemente llamó el filósofo católico francés Jacques Maritain la nueva cristiandad. La cristiandad clásica presuponía los dos poderes: el espiritual y el temporal, el segundo de los cuales estaba subordinado al primero. Por eso, el Papa ponía y deponía reyes a su arbitrio y antojo.
En la nueva cristiandad se le consideraría el brazo secular relativamente autónomo, por lo que se refiere a su ámbito específico; pero se declararía improcedente un modelo de sociedad donde lo espiritual no priinara sobre lo temporal. En una palabra, no se trata de pluralismo ideológico ni siquiera de la tolerancia, sino de una auténtica supremacía axiológica que el poder temporal habría de reconocer a la Iglesia católica, como única depositaria de las fronteras de todos los sistemas de valores infravalentes. En este caso, la Iglesia no sería solamente un signo de esperanza y un punto de referencia de valores, sino una especie de tribunal supremo, que tendría la facultad de expedir títulos de honestidad conectados con la posible eficacia de cualquier poder temporal.
Lógicamente, ante estas pretensiones hegemónicas se alza el viejo anticlericalismo, exce-
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diéndose a veces un poco más de la cuenta. Pero, la verdad, es que la Iglesia en su último concilio, el Vaticano II, renunció a esta condición de arbitraje supremo espiritual de los poderes humanos. Y así, en la Constitución Gaudium et Spes se lee expresamente: «No piensen los cristianos que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surgan. No es esta su misión». O sea: que en el momento en que los pastores de la Iglesia traspasen las fronteras proféticas y se dediquen a ofrecer consignas concretas, están dando la espalda al texto conciliar y volviendo de nuevo al riesgo de la vieja cristiandad, aunque renovada y disfrazada.
Hace ahora un año asistí, en Varsovia, a un congreso de cristianos por la paz -todavía estaba reciente el viaje del primer Papa polaco a su tierra, realizado en el mes de julio. Pues bien, en aquel viaje, Juan Pablo II hizo declaraciones que, sin duda, dejaron perplejos a muchos de los que están familiarizados con las doctrinas del Vaticano II. Por ejemplo: «¿No quiere quizá Cristo, no dispone quizá el Espíritu Santo que este Papa polaco, Papa eslavo, precisamente ahora manifieste la unidad espiritual de la Europa cristiana?». Sabemos que este es el lenguaje de un movimiento, radicado en Munich, que aboga por la reunificación de Europa, en una especie de nueva cristiandad.
La belleza del tentador
En los textos bíblicos del Nuevo Testamento, cuando se habla de que Jesús fue tentado por el diablo, se presenta a éste revestido del máximo esplendor. Es el gran señor del mundo, a quien todo le ha sido dado y que él mismo puede conceder a quien quiera. Este tema del disfraz diabólico se sigue después a lo largo del Nuevo Testamento, indicando con ello que las tentaciones no van, así como así, vestidas de andrajos; se presentan disfrazadas de buenas razones e incluso se hacen pasar por auténticos oráculos divinos.
Y esta es la pregunta que nos hacemos ahora, con motivo del caso de Polonia: ¿se disfrazará el diablo, en aquella vieja y bella tierra, de liberador del pueblo, de defensor de los derechos humanos, de árbitro de la Europa dividida?
Lo cierto es que los acontecimientos de Gdansk nos han cogido de sorpresa. Al anticlerical de oficio no le ha debido gustar mucho ver que millares de obreros se arrodillaban en los astilleros Lenin para confesarse como antiguamente, para oír la misa, para comulgar y para realizar las viejas costumbres religiosas católicas de siempre. Con esto se demuestra que eso de que la religión sea opio del pueblo tiene sus excepciones, tan macroscópicas como esa inmensa multitud de obreros arrodillados en plena huelga, a pesar de los treinta años de formación socialista obligada.
A la extrema derecha le han brillado los ojillos de orgullo, creyendo interpretar este fenómeno como una confirmación de su postura viejocapitalista, de conservadora y hasta fascista. «¡Si ya lo decía yo!», es la exclamación del reaccionario satisfecho.
Por eso se impone que acometamos unos análisis serios de este fenómeno, sin que nos dejemos llevar por los entusiasmos apologéticos ni proclericales ni anticlericales. Un estudio frío y sereno del problema nos hará ver que Polonia se ha convertido, ahora mismo, en una piedra de toque para la creación de un mundo inmediatamente futuro. Alain Touraine acaba de escribir un interesante libro (L'aprés socialisme. París, 1980), donde pone de manifiesto que nos encontramos ya en la época posindustrial, y que el socialismo -lo que se ha llamado realmente con ese nombre, según la expresión del propio marxista R. Bahro- ha entrado ya en su ocaso. Aquí también se impone un cuidado exquisito para no caer en el maniqueísmo: ni el anatema de la izquierda clásica, que nos califique de reaccionarios e involucionistas, ni las campanas al vuelo de la extrema derecha con su frasecita paternalista de complacencia: «¿no lo decía yo?».
Alain Touraine reconoce todo el resultado gracioso del movimiento socialista a lo largo de más de un siglo, pero, al mismo tiempo, comprueba que va dejando enormes vacíos: ¿nos vamos a quedar numantinamente encerrados en nuestros muros defensivos, para morir como héroes inútilmente, o vamos a inventar la nueva forma de rellenar esos huecos dejados vacíos por los errores y fallos del socialismo real?
Polonia se encuentra en la encrucijada: ¿se paseará Lucifer, vestido ampulosamente de suntuoso archimandrita, por la amplia llanura polaca, para engañar a ese gran pueblo y hacerle creer en su misión mesiánica de ofrecer su fe católica como un sucedáneo de eso que entre todos -creyentes y no creyentes- tenemos que inventar, para que los vacíos dejados por el ocaso del socialismo real no los llenen las viejas fuentes fascistas apostadas por todos los rincones del viejo y del nuevo continente?
En una palabra, Polonia es molesta y, a nosotros, españoles, tan orgullosos de nuestra fiesta nacional, no nos debe dar susto ir a por el toro y cogerlo por los cuernos.
Ni cobardía anticlerical ni entusiasmos apologéticos de los viejos clericales.
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