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Marinaleda: los campesinos pasan hambre

Los campesinos pasan hambre. Otra vez. De nuevo, en un rincón perdido de Andalucía, un pueblecito, como Marinaleda, se convierte en expresión desgarrada de una situación insostenible y, una vez más, se presiente que, en cualquier momento, como antaño, pueda saltar la chispa que dé dimensiones trágicas al problema andaluz. Aunque no abiertamente, se reconoce que la presente situación rememora épocas pasadas y los fantasmas de Casas Viejas, y tantas otras referencias trágicas de esta tierra, parecen querer volver al aquelarre que se fragua en lontananza. Más aún, los sucesos de Marinaleda nos retrotraen, en el tiempo y en la historia, a los orígenes mismos de la conflictividad social planteada en torno a la tierra andaluza.Lo cierto es que para quienes nos dedicamos a conocer y comprender los problemas agrarios andaluces, en su perspectiva histórica, pocas cosas han cambiado: de fondo, el mismo escenario, el de un latifundismo que ha salido fortalecido de la larga etapa política del franquismo, conociendo entonces la propiedad de la tierra un proceso de concentración muy similar a los que se dieran en el siglo XIX. Y sobre este escenario están volviendo a repetirse unas actitudes y comportamientos de sobra conocidos en nuestra historia.

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Empezó el verano de 1980 con los atisbos de unos incendios intencionados de cosechas, arma feroz desesperadamente utilizada en el pasado por este «rebaño hambriento en la tierra feraz», como definiera el novelista sevillano José Mas al campesinado andaluz al filo de 1931.

Al mismo tiempo, en torno al paro, la lacra de más vigente actualidad histórica de esta región, se evidencian unos modos de hacer que nos señala la permanente actualidad del problema: a nivel campesino, cada día ganan adeptos las actitudes de luchas fundamentadas en un antimaquinismo residual, pero también en un florecer de la «acción directa» que tiene en las ocupaciones de fincas su más claro y efectivo exponente, y que nos pone de rabiosa actualidad las tesis milenaristas aplicadas por Juan Díaz del Moral a los movimientos campesinos andaluces; a nivel de los hombres de gobierno, la respuesta al paro no pasa más allá, como se viene practicando desde principio del siglo XIX, de proceder al reparto de jornaleros entre propietarios -los célebres y tristes repartíos que, al menos con dignidad moral, intentó acabar con ellos el Gobierno provisional de la República por decreto de 18 de julio de 1931-, y la distribución de los ahora llamados fondos comunitarios, que no pasan de ser sino la versión sutil de la forma más refinada de encanallamiento obrero puesta en práctica, en el primer tercio del siglo XIX, por la burguesía señoritil asentada en los gobiernos de los municipios andaluces; con dichos fondos se tendía a quebrar la dignidad y obtener la sumisión de los jornaleros empleándolos, en tareas manifiestamente inútiles para demostrarles, hasta la saciedad, su nivel de dependencia del sistema agrícola instituido.

El advenimiento de la Segunda República estuvo enmarcado por el «problema andaluz», condicionándola todos los años que esa forma política tuvo vigencia. Ahora parece que dicho problema lo busca el Gobierno con insistencia; ni la transición política ni la crisis, ni las graves dificultades para acceder a la autonomía, pueden esgrimirse como justificaciones de una demora culpable. Tal vez, ninguna región española tenga una «cuestión pendiente» de tal envergadura, ni de tan larga permanencia histórica, como la tiene Andalucía a causa de la situación dimanante de una defectuosa distribución de la propiedad de la tierra; todavía hay expresiones que siguen siendo tabú, como la de reforma agraria, y el lenguaje críptico empleado por los políticos de hoy para problemas que vienen del ayer tienen una sola consecuencia: Marinaleda. La respuesta imaginativa de esta pequeña colectividad para atraer la atención de los poderes públicos y demás fuerzas políticas parlamentarias dice mucho de la desesperanza colectiva ante la ineficacia institucíonalizada.

A uno, como historiador, pero también como andaluz de hoy, le aterra pensar qué tendrán que llegar a hacer nuestros jornaleros para que, por lo menos, los escuchen, y no puede uno por menos que recordar la advertencia de Pascual Carrión, en 1930, referida a Andalucía: «La historia se repite con sorprendente monotonía, la suficiente para haber hecho pensar y llorar, no sólo a los hombres más distraídos, sino hasta los seres más irracionales; aquí seguimos sin enterarnos. Unas revueltas, unos crímenes, unos cuantos condenados a muerte, ¡bah!, poca cosa para estremecerse.... y, entre tanto, la tragedia campesina continúa su curso, aniquilando a la región más rica y más bella de toda España».

Antonio-Miguel Bernal es profesor agregado de Historia Económica.

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