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Oscuro apoyo internacional al terrorismo rojo y negro

Juan Arias

¿Terrorismo italiano o internacional? ¿Terrorismo italiano con apoyo extranjero? En este caso, ¿en qué países los extremistas italianos negros y rojos encuentran apoyo, guaridas, protecciones y dinero? Son estas las preguntas que surgen después de cada atentado grave: desde el primero, el de Piazza Fontana, en Milán, en 1969, con dieciséis muertos, hasta el último de la estación de Bolonia de hace unos días, con 83 muertos y casi doscientos heridos.

Que existe un terrorismo plenamente italiano, nacido aquí, con marcadas características políticas de signo opuesto, prácticamente no lo niega hoy ningún observador político serio. Lo que, sin embargo, no está tan claro es el grado de apoyo que ambos terrorismos, el de la extrema derecha y el de la extrema izquierda, reciben del extranjero y de dónde.Si hubo un momento durante el cual incluso la clase política se resistía a aceptar que los líderes del terrorismo italiano estuvieran en contacto directo con otras organizaciones terroristas extranjeras, hoy están cayendo todas las dudas. Sobre todo, en lo que se refiere al terrorismo fascista, no existen dudas, por ejemplo, de que durante el tiempo del franquismo los dinamiteros italianos encontraban refugio y simpatías en España. Lo mismo acaece hoy en Francia, aprovechándose en este caso de la ancestral transigencia gala con quienes se presentan como «perseguidos políticos».

Otro capítulo que escuece es el de la preparación de los terroristas en campos paramilitares de países del Oriente Próximo, sobre todo en Siria y en Yemen del Sur como ha escrito en estos mismos días el Daily Mirror. Según el diario laborista, es el coronel Gadafi el que prepara, a través de sus expertos, a los terroristas italianos de ambas tendencias. No es tampoco un. misterio que los extremistas revolucionarios de la izquierda han pasado meses enteros en el Oriente Próximo en contacto con los movimientos revolucionarios. Esto resulta de una claridad meridiana para la policía y magistratura por lo que se refiere, sobre todo, a los brigadistas que han vivido en la clandestinidad.

No se ha podido probar la relación de la CIA y de los servicios secretos de los países del Este con el terrorismo italiano, pero las fuerzas políticas se inclinan cada vez más a pensarlo. Más aún, hay quien asegura que existen las pruebas y que se sabe más de cuanto se puede imaginar, pero que Italia tiene las manos atadas, porque no está dispuesta a poner en peligro sus relaciones internacionales sobre todo con aquellos países, como Libia, fundamentales para su propia economía.

En algunos ambientes diplomáticos se ha llegado a afirmar que «Italia es la Tailandia de Europa», puerto franco para todo tipo de juegos ilegales. Que Italia sea un país codiciado por ambos bloques mundiales no es un misterio si se tiene en cuenta que es un país cremallera del Mediterráneo. En este sentido podría explicarse, afirman no pocos observadores, el hecho de que una Italia desestabilizada, tierra de nadie, puede ser un objetivo de opuestos intereses internacionales.

Inmediatamente después del asesinato de Aldo Moro, uno de los líderes más prestigiosos del 68 italiano, Luigi Pintor, miembro fundador del movimiento y del diario Il Manifiesto, después de su expulsión del Partido Comunista, declaró a EL PAÍS que, paradójicamente, la muerte de Moro podría haber sido ideada y llevada a cabo desde muy alto por potencias económicas y políticas incluso opuestas, aunque la ejecución material fuese encargada sólo a las Brigadas Rojas.

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Y quizá radique en este hecho la complejidad del análisis del terrorismo italiano. Está aquí la gran incógnita, la existencia o no de ese «Gran Viejo» o cabeza suprema que maneja el terrorismo de la base roja y negra con un fin bien concreto; o de dos cabezas que, por caminos y con ideologías diversas, en la práctica buscan un único fin: acabar con una de las democracias más vivas de Europa; impedir que el Partido Comunista más fuerte de Occidente democratice de verdad y cambie la piel del país; que una izquierda democrática unida puede convertirse en una alternativa de poder liberal, reformista y sin tendencias totalitarias.

En este sentido son igualmente importantes las bomba fascistas y los fusiles brigadistas.

Al extremismo de izquierda, que considera al partido comunista de Togliatti y Berlinguer vendido a las libertades democráticas occidentales, le sirve el miedo y la rabia de la gente, que alimentan con la secreta, aunque inútil, esperanza de que un día el mundo trabajador se eche a la calle con el fusil en la mano. A los grupos neofascistas, que desde la orilla opuesta consideran a Almirante y a su partido, el MSI, reformista y blando, poco fascista, les interesa, por razones di versas, que la gente, cansada, a su vez, de una política de corrupción e inmovilismo y azuzada por el miedo del chantaje y del desorden, vuelva a soñar con regímenes totalitarios fascistas.

Basta leer los alucinantes boletines de ambos grupos cuando reivindican los atentados para darse cuenta de esta realidad. Los extremistas rojos van mucho más allá de Stalin, y los negros ven a Mussolini como a un pobre reformista. De aquí el que haya nacido en los últimos tiempos, en la base de ambos grupos del nuevo extremismo, la paradójica idea de «unirse en una batalla común». El 10 de febrero del año pasado, después del atentado fascista contra Radio Ciudad Futura, emisora de la izquierda extraparlamentaria, escribió el NAR, el grupo terrorista fascista más importante: «Esperamos que los compañeros del movimiento empiecen a razonar. No nos gusta golpear a gente que, como nosotros, lucha por mejorar el sistema. Hay que unir la dispersión de las energías revolucionarias».

La misma estrategia

De hecho, últimamente, los grupos fascistas se están organizando según la estrategia de las Brigadas Rojas, hasta el punto de que a la policía y a la magistratura les resulta cada vez más difícil poderse pronunciar inmediatamente sobre la autoría de algunos atentados. Los fascistas aprenden el lenguaje político y la técnica de las Brigadas Rojas, mientras el extremismo de izquierda, como demostró el frío asesinato de Moro y las bombas usadas contra carabineros anónimos, se hace cada vez más cruel y de marca nazi-fascista, como cuando ejecutan fríamente a pequeños personajes de la política o del mundo empresarial ante los ojos de sus compañeros de trabajo.

En esta ambigüedad es fácil cualquier tipo de instrumentalización «desde arriba». La mayor responsabilidad de la clase política consiste en evitar que el país, que está masivamente contra todo tipo de terrorismo, caiga en la tentación de identificarse, consciente o inconscientemente, con las críticas y los ataques de que los terroristas hacen objeto a la institución y a sus responsables. ¿Será esto posible sin una reforma profunda de las instituciones y un cambio de Gobierno que, contra viento y marea sigue controlado por el Partido Democristiano desde hace treinta años y que se empeña en identificarse con el Estado sintiéndose indispensable y el único garante de la libertad y de la democracia del país? Es esto lo que se están preguntando en este momento las fuerzas progresistas italianas.

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