Resurgimiento y auge de lo radical
Una de las sorpresas políticas más innovadoras de la contemporaneidad italiana y, por ende, de todo el tejido demoliberal europeo fue la entrada de los radicales en el Parlamento en 1976. La tendencia ascendente de este partido se confirmó en las últimas elecciones de junio del pasado año, en las que más de un millón y cuarto de votos, que suponían el 3,4% de los sufragios emitidos -la tasa superó el 6% en las grandes ciudades- le proporcionaron dieciocho diputados, catorce más de los que ya tenía, y dos senadores. El éxito fue tan inesperado que incluso alarmó a sus cuadros dirigentes: un ascenso tan rápido podría llevar al movimiento a ser un partido como los demás y, consiguientemente, a sucumbir en una insalvable contradicción interna.El Partido Radical italiano fue fundado en 1956, a partir de las fuerzas provenientes de la izquierda del Partido Liberal, del movimiento de Unidad Popular y del movimiento universitario laico UGI. El objetivo era la constitución de un partido nuevo para una nueva política, centrista, laico hasta la intrasingencia y moderadamente reformista. La primera tribuna con que contó fue la de las páginas del semanario Il Mondo, de Pannunzio, que ya había mantenido campañas de opinión en estas direcciones.
En el segundo congreso (1959) se delineó la presencia de una minoría de izquierda, que trataba de superar la orientación del partido como tercera fuerza y que proponía una verdadera alternativa propia a la unidad laica de la izquierda, introduciendo en la lucha radical temas tales como el anticlericalismo, un intransigente anticolonialismo y el antimilitarismo pacifista. En el bienio 1962-1963, la constitución en Italia del centrosinistra quiebra al Partido Radical: la mayoría de sus miembros, con Il Mondo al frente, acabará gravitando en la órbita de Ugo La Malfa, en el Partido Republicano; otra fracción pasa a engrosar el Partido Socialista italiano. Aquella minoría de izquierdas, que, bajo la dirección indiscutida de Marco Panella, no aceptaba la perspectiva de una colaboración con la Democracia Cristiana, se hace con el Partido Radical, nombra presidente a Elio Vittorino y, partiendo de una militancia muy exigua, limitada prácticamente a Roma, empieza su andadura hasta hoy mismo, definiéndose como el partido de la autogestión socialista y libertaria. Inmediatamente organiza la marcha por la paz con otros movimientos pacifistas; crea una agencia de prensa, emprende una sonora batalla contra la corrupción en la política italiana, hace campaña por la libertad sexual, conecta con otras tendencias de la nueva izquierda europea; por estas fechas están en auge el Partido Socialista Unificado en Francia y los grupos no violentos americanos. En 1965 comienza la lucha en favor del divorcio, que culminará en el referéndum de 1974, con un éxito clamoroso.
Afiliación escasa
La lucha radical durante los últimos quince años recorre un trayecto bien conocido: con una. afiliación más bien escasa -en la actualidad no tiene más de 3.000 militantes, en un país en donde la relación militantes/ electores es más bien alta-, orienta su proselitismo no tanto hacia aspectos globales, sino hacia batallas parciales y específicas. «El PR», ha declarado hace poco Massimo Teodori, diputado por Roma, «no busca la constitución de una organización de masas, sino reunir al mayor número de ciudadanos en torno a acciones precisas. Tenemos una veintena de radios libres; éstas constituyen el verdadero vínculo entre el partido y los radicales».
El arma más usual en su lucha política ha venido siendo el referéndum. El ordenamiento italiano autoriza esta expresión de democracia directa siempre que la convocatoria venga avalada al menos por medio millón de firmas. Y los radicales han acertado a plantear en tales términos las cuestiones más candentes que podían interesar a los ciudadanos de su país: el divorcio, el aborto, la oposición al concordato con la Santa Sede, los códigos militares, las centrales nucleares, los delitos de opinión... En el pasado, llegaron a recoger firmas hasta para ocho consultas simultáneas, y recientemente el presidente Pertini ha desmontado una operación legalista del Gobierno, por la que trataba de impedir que se materializase otra iniciativa similar, en la que se han obtenido firmas bastantes para convocar otros diez referendos para la derogación de otras tantas leyes. La última oleada pretende objetivos tan dispares como la prohibición total de la caza o la abolición de la cadena perpetua, pasando por la desaparición de las licencias de armas privadas y la liberalización de las drogas blandas.
Sin embargo, no siempre una campaña en pro de determinado referéndum ha concluido en su celebración: en la mayoría de los casos ha bastado la presión de tal amenaza para que se modificaran las leyes -la regulación del aborto, en 1978, por ejemplo-, o se ha logrado simplemente una sensibilización del país sobre temas que requieren mayor maduración.
El referéndum es su principal instrumento de acción política, pero no el único: desde la obstaculización de los proyectos de ley en el Parlamento por todos los medios, jurídicos o picarescos -presentación de miles de enmiendas a un articulado concreto o intervenciones larguísimas de sus diputados para consumir los plazos reglamentarios- hasta las ocupaciones de edificios, toda la gama de incidencias que brinda la desobediencia civil ha sido desarrollada. Y siempre con un dominio perfecto del arte de la publicidad.
Quien pretendiera estrujar la definición que los radicales dan de sí mismos -socialistas, autogestionarios, laicos y libertarios-, en busca de un sustrato ideológico que diese coherencia a toda esta compleja actuación, perdería el tiempo. Cualquier análisis ha de partir del dato fundamental de que el movimiento radical no aspira al poder a la manera tradicional, lo que hace ya imposible cualquier analogía. metodológica para proceder a una descripción.
En todo caso, teniendo siempre en cuenta su calidad de antipartido, podría lograrse una aproximación a su entidad a través de la simple enumeración de sus atributos principales. El PR no es un partido revolucionario: es un movimiento purificador, que no se opone a la política, ni siquiera al modelo teórico demoliberal -los comunistas, los principales perjudicados por su vertiginoso ascenso, han dicho de ellos que son la izquierda de la burguesía, que no representa al proletariado-, sino sólo a las tácticas y los procedimientos, esclerotizados y burocratizados, cuando no corruptos, de los partidos. Se proclama defensor a ultranza de las libertades y de los derechos civiles a los que pretende sustraer de intereses represores, se ocupa de problemas marginados por los otros grupos y, sobre todo, defiende la repropiación de la política por los individuos, lo que obliga a eliminar rituales y protocolos, a hacer viva la representación y la participación, a desprofesionalizar la actividad política ya proceder a una cruda desmitificación de los mecanismos sociológicos de la dominación.
Una sociedad diferente
Al fondo de todo ello está el proyecto de prefigurar una sociedad diferente.. Y se le censura, probablemente con razón, que no haya llegado a perfilar cuál ha de ser esta nueva sociedad distinta. A ello responde, no sin cierto sentido de lo anárquico, que una vez que la política se haya aproximado al país, que la honestidad y la transparencia presidan la vida pública y que se atiendan sin prejuicios los verdaderos intereses del cuerpo social, todo lo demás vendrá dado por añadidura. Consiguientemente, el inconformismo, la crítica y la regeneración son más urgentes que la revolución.
El movimiento radical italiano no se presenta aislado en el contexto democrático occidental, ni tampoco surge de la nada, espontáneamente.
Ya he apuntado más arriba la coincidencia cronológica del PR con el PSU francés y con movimientos pacifistas americanos. En realidad, todo ello forma parte de un conjunto que cabe consignar bajo el epígrafe del nacimiento de la nueva izquierda, que abarca una multitud de hitos concretos y de corrientes relacionadas entre sí, que van desde la Campaña por el Desarme Nuclear promovida en el Reino Unido en los primeros años de la década de los cincuenta, hasta la creación de movimientos de liberación de la mujer en varios países al principio de los años setenta, pasando por la formación de la Oposición Extraparlamentaria Alemana (APO), los diversos movimientos de oposición a la guerra de Argelia en Francia y las revueltas estudiantiles en torno a 1968 en Francia, con repercusión en otros países. Quien quiera situar el movimiento radical en su contexto sociopolítico europeo debe consultar la magnífica obra de Massimo Teodori Storia delle nuove sinistre in Europe (Bolonia, 1978).
Pero tampoco queda limitada la corriente radical a la estricta contemporaneidad, ni aun los movimientos de esta índole que están actualmente implantados en Europa son semejantes: en Francia, por ejemplo, hay dos núcleos radicales diametralmente opuestos: el uno, centrista e incluido en la mayoría gubernamental, y el otro, semejante al PR italiano. No voy a hacer aquí un recuento exhaustivo de los antecedentes del radicalismo, que empezó siendo, sobre todo en Inglaterra y Francia, una reivindicación de los principios liberales de las respectivas revoluciones. Pero aunque sea para establecer un nexo y una continuidad, no parece, inoportuno recordar que Bentham fue el autor del primer programa electoral radical británico -cuyos principales puntos eran el sufragio universal y la renovación anual de la Cámara-, o que la primera manifestación oficial del radicalismo francés -el programa de Belleville- data de 1869. Alain, filósofo francés de muy limitada influencia política, escribía en los años treinta: «¿Dónde está la democracia sino en este tercer poder que la ciencia política no ha definido y que yo denomino el contrôleur? No es sino el poder, continuamente eficaz, de poner en un compromiso a los reyes y a los políticos si no conducen los asuntos según el interés del mayor número». Y Alain define también el radicalismo como el permanente control del elector sobre el elegido, del elegido sobre el ministro. Ya empieza a ser obvio que lo radical no es tanto una ideología como una actitud, una tensión más que un estado.
Sin embargo, el Partido Radical italiano tiene, no puede negarse, caracteres diferenciales sin precedente directo. Nace en una democracia europea de posguerra aparentemente consolidada y atrae a la participación política, inesperadamente, a gruesos sectores sociales -jóvenes, mujeres, profesionales, intelectuales, grupos marginados de toda índole- que de otro modo hubieran permanecido al margen del rígido ceremonial político. Y ha conseguido tomar parte, desde posturas díscolas e hirientes, en el sacralizado quehacer parlamentario de una de las sociedades más avanzadas, levantando con frecuencia el gazapo de sus miserias y de sus impotencias.
Igualmente, las voces que aquí, en España, han hablado en tono premonitorio de espacios vacíos que bien podría llenar un partido radical no enlazan conscientemente con ningún trayecto continuo: es el propio sistema el que genera la necesidad de dar pábulo a un mecanismo social y político que, según ha escrito Robert Solé, diga con procacidad, como el chiquillo de la fábula, que el rey del cuento está desnudo, que el invisible traje es una falacia.
Breve experiencia
La experiencia democrática española es aún muy breve, pero lo suficientemente larga como para advertir una singular inercia negativa que se opone al cambio, esto es, al proceso de transformación de una sociedad oscurantista, cercada por toda clase de miedos, tabúes y represiones, en otra liberal, sincrónica en lo sociológico con las aspiraciones declarativamente institucionalizadas, y dispuesta a una verdadera autogestión de sí misma en el más ortodoxo sentido democrático. Aun prescindiendo de las limitaciones políticas, la concomitancia que aún se fomenta entre moral y represión, la habitual negativa a la materialización de un primario derecho a la felicidad, que se supone en contradicción con toda ética constructiva, evidencian un lastre literalmente medieval en nuestra vida comunitaria.
De otra parte, las libertades y derechos cívicos están recibiendo simples reconocimientos formales que no sólo no satisfacen la demanda ética de importantes sectores sociales -y no solamente de los que aún sufren alguna despiadada marginación, explícita o tácita-, sino que ni siquiera alivian de facto las situaciones insostenibles de antaño. Si se pasa revista a las luchas radicales que se han emprendido en Italia desde los años sesenta a esta parte, se verá que en España no ha habido ni una sola anticipación: todas, absolutamente, han abierto techos que aquí no se han rozado todavía.
La cuestión, por tanto, no está en saber si existe o no un espacio político vacío entre o junto a los principales partidos parlamentarios: lo obvio es que una militancia consagrada particularmente a conseguir una reapropiación de la política por los individuos, sin las servidumbres de la pretensión de alcanzar el poder y sin caer en la profesionalización de las tendencias reivindicativas, bien puede desembocar en un partido radical.
En realidad, quizá nos ocurra lo que a los italianos en cuanto los radicales plantean una lucha concreta: que las cosas cambian aun antes de que la presión llegue a ejercerse. Igualmente, la amenaza de que se cree una organización similar aquí puede hacer recapacitar a los partidos que, con su actitud, podrían estar en condiciones de impedirlo. Pero se funde o no un partido radical y sea cual sea, en caso afirmativo, la orientación que tenga -su querencia posicional en el espectro político-, lo que sí es innegable es que lo radical se ha dibujado como un ingrediente sociológico y ético indispensable para el progreso de nuestra sociedad. Y esta proclividad no sólo puede ejercerse desde el Parlamento: todos los grupos de presión, todas las fuentes de influencia social y política, tienen capacidad para contribuir a que el viejo concepto de libertad empiece a tener algún sentido vivo y humanista y no solamente formulario y hueco.
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