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La ceremonia de clausura, con la misma espedacularidad que la inaugural

A las ocho y siete minutos del pasado domingo, la llama olímpica se extinguió en el estadio Lenin, de Moscú. En los mástiles quedaron flotando las banderas de Grecia, la URSS y Los Angeles. Un Mischa monumental, de ocho metros, se elevó a los cielos y en el recuerdo quedará una ceremonia impresionante, análoga a la de apertura.

Por vez primera, en los Juegos Olímpicos se olvidaron de despedirse hasta la próxima ocasión. El nombre de Los Angeles no apareció en ningún momento. Lord Killanin se convirtió en presidente honorario del Comité Olímpico Internacional, con un breve testamento, en el que señaló que deben separarse el deporte de la política, y un español, Juan Antonio Samaranch, pasó a ocupar el puesto máximo del deporte mundial.Los dirigentes soviéticos ya pueden respirar tranquilos. Después de tantas tensiones e inquietudes sufridas en los últimos meses, los Juegos concluyeron sin ningún incidente digno de mención, con éxitos deportivos que en nada empañaron las ausencias de destacados atletas de los países que no participaron, y significados por una extraordinaria organización.

Con todo, lo que también se puso de manifiesto es la capacidad de la Unión Soviética en su sistema de seguridad. Es difícil que ningún país del mundo pueda superar las medidas, vigilancias y controles demostrados a lo largo de estas dos semanas. Pusieron de relieve la gran capacidad para mantener bajo total control no sólo a su población, lo cual ya sabíamos, sino a cerca de 100.000 extranjeros que llegaron en estos días a la URSS.

La jornada de clausura tuvo vistosidad y brillantez, y se volvió a demostrar que en el movimie to de masas los sistemas políticos totalitarios son los grandes maestros. El decorado humano, formado por miles de soldados, compuso figuras deportivas que llegaron a la perfección cuando a la imagen del oso de estas olimpiadas le hicieron llorar. En la arena, donde se celebraron estos días acontecimientos deportivos, miles de atletas y danzantes actuaron en un espectáculo inimitable.

Los Juegos llegaron a su final cuando el oso Mischa, de ocho metros, fue lanzado por encima del estadio, por enormes globos con los colores olímpicos. Sonó el himno de despedida, en el que, una y otra vez, se repitió: «Dasvidania Misha». Mientras se decía adiós al oso, símbolo de estos días, en los tableros electrónicos se leía un saludo que olvidaba el próximo encuentro, en Estados Unidos, en 1984: «Hasta la vista, en los Juegos de la XXIII Olimpiada».

En un mástil del estadio Lenin ondeaba, no obstante, la bandera verde, roja y gualda, de vinculaciones borbónicas, de la ciudad de Los Angeles. Lord Killanin se despidió con dolor al abandonar, en favor del español Samaranch, el puesto de gran preboste del COI y, en una finta dialéctica, nos emocionó al intentar algo realmente difícil, como es separar la política del deporte. «Los Juegos Olímpicos no deben ser utilizados con fines políticos»- dijo. Nadie lo creyó. Y, como evidente contradicción de sus palabras, terminó el mensaje al agradecer a Breznev la buena organización de estos Juegos. »

Con exactitud matemática, a las veinte horas y 58 minutos, según se planificó en el programa, todos los participantes abandonaron el estadio Lenin. La ceremonia de clausura, a la que no asistió ningún destacado miembro del Gobierno soviético, terminó. Los focos se apagaron y la Unión Soviética volvió a recobrar la triste tranquilidad que le es habitual. Los 22º Juegos Olímpicos, devaluados, pasaron ya a la historia del deporte.

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