Los despachos feministas, solución provisional para muchas mujeres mientras llega el divorcio
Quizá sea simplemente que en este tipo de despachos las primeras consultas suelen ser gratuitas, pero lo cierto es que cada vez son más las mujeres de las grandes ciudades que aguardan su turno en las antesalas de las asesorías esperando la respuesta de las abogadas, con una libretita de notas en las que han apuntado preguntas como éstas: ¿Qué apellidos puedo ponerle al hijo que acabo de tener, y no con mi marido precisamente? O, ¿qué derechos voy a perder desde el momento en que me case?; o la escueta frase que más se repite: "Quiero separame de mi marido».Porque es el tema de las separaciones matrimoniales el que ocupa la cabeza del ranking de los que cada día se abordan en estos despachos, y a ellos acuden tanto mujeres cuya actividad social no supera el entorno del bar que regentan con su marido en un barrio obrero y la visita a la caja de ahorros para comprar vales de butano, hasta mujeres universitarias, con un trabajo bien remunerado y una posición económica estable. Curiosamente, la gran mayoría no tienen nada que ver con el feminismo -al menos en el sentido intelectual de la palabra-; pero feminismo es a fin de cuentas y, según dicen las entendidas, el hecho simple y dramático de un ama de casa que llega y dice: «Llevo varios años aguantando todo tipo de cosas en mi matrimonio y nunca me he atrevido a nada pensando en los hijos o por miedo a no saber desenvolverme yo sola. Ahora sigo teniendo el mismo miedo, pero voy a intentarlo».
Las abogacias y las mujeres que han instalado los despachos sí son, lógicamente, feministas convencidas y para ellas su trabajo no es más que una manera de vivir coherentemente con sus ideas. «En esto sí salen ganando las mujeres, pues, que se sepa, no hay ningún despacho similar para los hombres».
Así se han expresado, repetidas veces, abogadas como Cristina Alberdi, Lidia Falcón, las que integran el despacho madrileño de Juan Bravo, o María Luisa, letrada de la Federación de Asociaciones Provinciales de Mujeres de Madrid.
Separación sin hijos
Una tarde cualquiera, en el despacho de esta última organización, situado en la calle de Gaztambide, se desarrolló más o menos así: entra una chica joven, de alto nivel cultural, que quiere separarse de su marido. Ambos están de acuerdo y, antes de poner el asunto en manos del abogado, desea saber cuál es el estado actual de las separaciones matrimoniales, y, si es posible, que se te adelante algo de la futura ley de divorcio, «para saber más o menos a qué atenernos». Como esto resulta poco menos que imposible, pues se juega de lleno en el terreno de las hipótesis, la chica, que en absoluto. parece preocupada, pregunta pequeños detalles: «¿Cómo debemos hacer la declaración de la renta partiendo de una separación de hecho? ¿Que si voy a necesitar la firma de mi marido para hacer alguna compra importante?, y cosas por el estilo. Para ella, la separación es algo doloroso, pues a nadie le gusta haber fracasado, pero lo tiene muy asumido y sabe que con su trabajo puede vivir como quiera, sin depender del otro, ni de sus hijos ya que, como dice ella misma, «no hemos querido arriesgarnos a tener críos sin antes haber vivido unos cuantos años de matrimonio, por si acaso ». Este «por si acaso», que seguramente puede escandalizar a más de uno porque contradice uno de los fines del matrimonio católico que es la procreación, es lo que le va a permitir rehacer su vida sin excesivos traumas. «De todas formas», comenta una de las mujeres del despacho, «casos como el de esta chica son muy aislados. Siempre se trata de mujeres jóvenes que trabajan fuera de casa, con las ideas muy claras y un sentido muy pragmático de la realidad. La gran mayoría creen que la solución para arreglar su matrimonio cuando comienza, a fallar es tener un hijo. Y así comienzan a equivocarse porque, salvo excepciones, que siempre las hay, se separan años después con el problema añadido de los hijos del matrimonio roto. Los casos generales son mucho más dramáticos».
Como adivinando las palabras de la feminista, la siguiente consulta la protagonizó Cristina, una mujer de más de cuarenta años, alta y elegante: «Yo me casé muy joven con un funcionario importante. Nuestro matrimonio iba bien hasta hace unos seis años, en que, se convirtió en una batalla campal. Mientras, tuvimos ocho hijos. Yo no acabo de entender por qué esto se ha convertido en un infierno. Mi marido no sabe que he venido, pero lo he pensado mucho y estoy totalmente decidida a separarme; por eso estoy aquí».
Malos tratos
Al llegar a este punto de la conversación, Cristina se levanta el vestido y muestra los moratones de sus piernas. (En realidad, tampoco era necesario, pues bastaba con mirar las señales de la cara y el borde de los ojos para saber que había sido objeto de una paliza reciente.) Y explica que ella antes era una mujer alegre y dinámica y «ahora estoy enferma, nerviosa, amargada. Hace un año fui a visitar a un médico amigo nuestro para que me curase, porque yo, físicamente, me encontraba muy mal. Aquel médico me dijo que sólo podía curarme un abogado, separándome de mi marido». «Cuando todo empezó a ir cada día peor, intenté mentalizarme para aceptar la situación, porque, ante todo, quiero ser una buena madre. Esto mismo es lo que me aconsejaba mi familia, que me resignase, pero las cosas han llegado a un punto en el que no puedo aguantar más. Hace ocho días, mi marido me persiguió por toda la casa y llegó a pegarme hasta tres veces en la misma tarde. Primero por el pasillo, con todos los cuadros caídos por el suelo. Después en la cocina, hasta que me encerré en el baño. Esto lo estuvieron presenciando mis dos hijos pequeños, muertos de miedo, y yo les oí llorar hasta bien entrada la noche. Ahora también quiero ser una buena madre, pero lejos de este infierno. Yo sola, con mis hijos». A pesar de su drama personal, a Cristina todavía le queda un cierto sentido del humor, y se ríe cuando dice: «Este bestia lo que quiere es meterme en una cajita de pino o verme encerradita en un manicomio; pero no me pienso dejar». Un detalle significativo de la conversación fue cuando exclamó: «A las furcias se las podrá pegar, yo lo comprendo. Pero a mí, ¿por qué?». Después, ante los comentarios. de las abogadas, diría: «Sí, es verdad. Ni a las furcias ni a nadie». Al final, tras las indicaciones de María Luisa, concluiría: «Bien, entonces lo primero que tengo que hacer es buscar la casa de socorro más próxima a mi casa, en el barrio de Salamanca, y después la comisaría, para presentar la denuncia por malos tratos. Y a partir de ahí ponemos en marcha la causa judicial de separación. Se acabó».
Sin distinción de clase social
Un hecho especialmente destacable es que, en todos los despachos consultados, el principal motivo de separaciones legales lo constituyen las sevicias (malos tratos) físicas o morales. Y aquí no hay distinción entre clases sociales. La violencia conyugal, cuando existe, lo mismo se da entre un matrimonio de analfabetos como en otro de universitarios. El caso de Cristina ilustraría este último tipo, pero la historia de Pilar, que llegó al despacho acompañada de su hermana, «porque me daba vergüenza y no quería venir sola», confirmaría la situación. El marido de Pilar era albañil -lo era, porque ahora cobra 26.000 pesetas del paro. Los meses van transcurriendo deprisa, sin que la situación ofrezca alguna alternativa de trabajo, y a medida en que se va acercando el día en que en la ventanilla de cobro el cajero le va a decir: «Usted ya ha cumplido los dieciocho meses. Ya no puedo seguir pagándole», se encuentra más nervioso, irritable y angustiado. «Nuestro matrimonio», cuenta Pilar, «hace ya algunos años que no va bien, pero es que últimamente ya ha rebasado el límite. No aparece por casa en varios días, y cuando lo hace viene borracho y se ensaña a palos conmigo. Yo aguantaba su mal humor, su indiferencia o su desprecio, incluso sus esporádicas desapariciones; lo aguantaba por mis dos niñas y porque ¿a dónde voy a ir, si no sirvo más que para fregar escaleras? Pero lo de las palizas, ya no. Lo ven las niñas, y se asustan y lloran. Al día siguiente, yo no puedo llevarlas al colegio, porque más de una vez me ha dejado sin poder mover el cuello. Y esto es de ayer». Para mostrar lo de ayer hace el mismo gesto que una hora antes hizo Cristina, subirse un poco la falda, y esta vez sus piernas no son finas y bronceadas como las de su antecesora, sino pálidas y comprimidas por la faja; pero los moratones son prácticamente idénticos.
Un tópico real
«Aunque a muchos pueda sonarles a tópico», dice la abogada, «el caso más frecuente de malos tratos entre mujeres de clase baja siempre está motivado por lo mismo: el marido parado, borracho y descargándose con su mujer, que es la que tiene más a mano y de la que no teme que pueda denunciarle». Y acierta pensando así, porque, en realidad, todas las mujeres que han acudido al despacho con señales de palizas no sabían que su mejor alegato para ganar la separación matrimonial comienza con la visita al ambulatorio y la posterior denuncia en la comisaría, y así son muchas las que aguantan en sus casas hasta que deciden dar el paso y se presentan ante la letrada con estas palabras: «Digame lo que tengo que hacer, señorita, para encontrar algún motivo de separación. Yo hasta estaría dispuesta a decir que lo he visto con otra», convencidas en su ingenuidad de que las palizas a lo mejor no son suficiente causa legal. Después, todas repiten lo mismo: «Ay, si yo lo hubiera sabido...».Desinformación absoluta y sentimiento de culpa podrían ser el denominador común entre la gran mayoría. Salvo excepciones, todas, en cierta manera, intentan justificar a sus maridos: «Antes no lo hacia ... », o «Es muy bueno, salvo cuando se vuelve loco ... », o «Es que él lo está pasando muy mal, y claro...». El caso más significativo de complejo de esposa malvada lo relató María, una mujer de 35 años que se trajo consigo a la consulta a su niña de once, una criatura huraña y malcarada que se sentó en el sillón más apartado del despacho y miraba a las abogadas como si aquello fuera algo así como un tribunal inquisitorial. Al poco rato, la madre, que solicitaba la separación porque su marido había desaparecido de casa desde hacía mes y medio, explicaría que «la niña me cree a mí la culpable de que su padre y yo nos separemos, porque he sido yo quien ha tomado la iniciativa al venir aquí. Ella dice que su papá no ha visitado a ningún abogado y que entonces la culpable soy yo, y a mis razonamientos, ella me contesta: "Pues si has aguantado así de mal tantos años, ¿por qué no puedes continuar, en lugar de romperlo todo?". Y claro, yo bajo la cabeza, porque no sé cómo explicarle, y además es normal que ella vea que yo soy la culpable de todo».
"Siempre ha sido así..."
Ante ciertas miradas atónitas, Pilar añade, para convencer a la abogada: «Cuando yo era niña, en mi casa mi padre siempre tenía razón, y aunque no la tuviera, ni mi madre ni mis hermanas le contradecíamos nunca. Y ahora, pues en mi casa pasa lo mismo, porque es lo normal; las cosas eran así y es lógico que lo sigan siendo, "¿no?".Dramáticos son también los casos de mujeres que hace años dieron el paso de la separación de hecho, sin papeles, y después, conviviendo con otro hombre, a veces también casado y separado, tuvieron un hijo. Al no poder poner los apellidos al recién nacido por tener legalmente la consideración de ilegítimos-adulterinos, recurrieron a los casos más absurdos, como inscribir al bebé como hijo de los abuelos de cualquiera de los dos que estuvieran todavía en edad fértil, o poner sólo los apellidos del padre, si es que era soltero. Cuando esa nueva unión se rompe, estas mujeres se encuentran ante una situación doblemente complicada: separarse nuevamente sin derecho a nada, porque a los ojos de la ley ese matrimonio de hecho jamás existió, y lo que a ellas les resulta aún más doloroso, no poder reclamar la patria potestad porque no consta en ningún trámite burocrático que ella sea la madre. Elvira, una mujer que se encontraba exactamente en este caso, salió del despacho llorando y diciendo a las abogadas: «No os caséis nunca, para que nunca os pase lo que a mí».
Afortunadamente, no todos los casos que se revisan en los despachos son tan desoladores. Algunos hay en que las letradas tienen que contener la risa, como cuando entró una pareja de novios, de menos de veinte años, que venían porque se iban a casar y el chico quería enterarse de todo para después «no abusar de mis derechos, porque yo no soy nada machista, ¿eh?, y quiero saber qué derechos va a tener mi novia cuando estemos casados para no abusar de nada». La jovencita, que permanecía allí sentada sosteniendo el casco sideral de su motorizado novio, no abrió la boca en todo el rato. En otra ocasión, se abalanzó sobre la mesa del despacho una mujer que rebasaba los cincuenta años contando que había sido violada por un muchacho de diecinueve, que le había escrito una carta al Rey denunciando su caso y que la Casa Real le había remitido un escrito en el que se leía: «Se hará justicia».
Leyes desfasadas
El colofón de la jornada lo constituyó la visita de una chica joven para consultar el caso de su vecina, una ancianita de setenta años que llevaba más de cuarenta viviendo «en concubinato» con otro ancianito, casado legalmente con otra mujer cuando decidieron marcharse a vivir juntos. La historia era que corno el hombre estaba ya en las últimas, la presumible viuda «ilegal» quería saber si tenía derecho a alguna pensión. La muchacha salió algo contrariada del despacho, porque la única solución dada por las abogadas para resolver el caso no ofrecía muchos visos de poder cumplirse: el ancianito tendría que iniciar causa de separación de su primera mujer, esperar a obtener el divorcio cuando las Cortes lo promulgasen y contraer segundas nupcias con la segunda mujer. Realmente, el caso era complicado.La última cuestión de la tarde fue tan insólita como la anterior: una mujer llamó por teléfono para contar que su marido acababa de ser condenado a doce años de cárcel por un delito de estafa y quería separarse. Perpleja se quedó cuando le contestaron las abogadas que tal condena no puede ser causa de disolución matrimonial, pues la legislación vigente impone un tope mínimo de doce años, por lo que esta vía no podía alegarse judicialmente.
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