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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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Pitarch

Pitarch, entre las armas y las letras, en la ardiente Oscuridad de los días, me hace llegar de cuando en cuando cartas, llamadas, y ahora una postal con fecha 13 de este mes. El tiempo está haciendo de él doncel de otras Sigüenzas menos líricas que se desahoga en sonetos y escribe mucho, como han escrito siempre nuestros presos, de Cervantes a Camacho, Tamames o Pitarch, lo cual ha llevado a la interpretación inversa -y maliciosa- de que en España se encarcela a la gente por escribir. Qué va.«Querido Paco, puedo llamarte así?» Varias veces ha encabezado de este modo sus cartas. « Me siento discípulo-educando tuyo». Demasiado, Pitarch, guerrero en sombra, varado militar, doncel. Para mí, comido de todos los miedos, quisiera yo el erguimiento bizarro y dandy (con y griega, desocupado lector, aunque aquí, quizá, la leas latina), el llanto militar, que dijo Quevedo, español absoluto y mayúsculo, machiembrado de armas y letras, como Cervantes y casi todos nuestros modelos nacionales a realizar. Me pregunta Pitarch, tiernamente, qué significa mi ex presión -comprendo que redicha-«espanto hertziano», referida a Franco. Pues que el franquismo había invadido las ondas de la radio, descubiertas/ inventadas por el señor Hertz. Así había que escribir, mi capitán de los tercios de un imposible Flandes, cuando había que escribir así. Pitarch me adjunta y dedica un soneto: «Erase una galaxia entre teñida / en anodinos tintes, no esplendentes, / testando con sus luces eximentes / la batracomioma que jamás sida». Y sigue la musa neoclásica y carcelera. Pitarch, a lo que se ve, es hombre de formación humanistica. Doncel sin armas, militar con letras. Y, con los mismos correos del zar, me llegan cartas, documentos, cosas de los militares republicanos que exhiben su recuerdo como un derecho, ya que de sus derechos no queda ni recuerdo. El poeta Alberto Alvarez de Cienfuegos Torres se ha hecho unas tarjetas que dice: «Del 5º Regimiento de milicias populares, batallón Mariana Pineda, 69 brigada mixta, tercer batallón». Y firmando libros en Galerías, entre la cola de lectores con niño, señores, señoras con cesta y muchachas en flor a la sombra de mi nombre, el que saca el carné republicano y me cuenta su veraneo de muerte con Buero Vallejo. El «llanto militar». Quevedo, padre.

Dada la tradición en penumbra de nuestros presos letrados, a mí las cartas de Pitarch me vienen como de un Orán intemporal, de un Argel que no está exactamente en Argelia, de un calabozo general y claroscuro de la Historia donde bullen Bueros, quedan Quevedos, o cervales Cervantes, mean Migueles, bastan ya Besteiros, o pita Pitarch en el pito de caña garcilasiana del soneto. Acaba de morir, como de otro rayo, Fernando González, periodista de 42 años, entre lo rubio/ revolucionario de su barba, su pana presidiaria y un Africa que siempre le quedaba al fondo, como a Lawrence o a Rimbaud, cuajada al fin en su póstumo libro Kabila, donde reina una meretriz salvaje de dientes de plata. Carmen Garrigues y yo hemos llorado por él llanto de vodka durante toda una noche:

-Le encarcelaron por pensar, hace veinte años -dice y repite Carmen- Por pensar.

De qué mazorral mazmorra del Quijote, de qué oscuro correo literario me llegan las cartas y los versos de Pitarch, a qué vitral revuelto de cielo penal y alcalaino están escritos. El tiempo le trabaja como doncel que trueca en letras las armas que nunca tuvo. Siempre, presidiendo inversamente nuestra Historia, un Quevedo con o sin dones, con o sin quevedos, preso de pie en San Marcos de León. Torre de Juan Abad, Torres de Alcalá, torres de Dios, poetas, dijo Rubén. Torres más altas -ay Pitarch, varón- han caído.

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