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Un divorcista de antaño

La verdad es que, aunque lo parezca, no tengo ningún interés en buscar testigos literarios en favor del divorcio. El testimonio de Gómez de la Serna (véase EL PAIS de 9-5-1980) me surgió al paso de un trabajo que realizaba sobre el personaje del médico en las letras españolas y el que sigue apareció cuando estaba buscando datos sobre el «abate» Marchena, cuya biografía estoy intentando escribir. El testigo de esta ocasión fue correligionario de Marchena. Como él, ilustrado; como él, afrancesado; como él, convencido de que la salvación de España estaba en romper con la tradición y en abrazar las doctrinas que venían del otro lado del Pirineo. Se llamó en vida el conde de Cabarrús. Los economistas le recuerdan como creador del Banco de San Carlos, los historiadores en general, además, por ser el padre de una famosa muchacha mártir y triunfadora en la Revolución Francesa llamada Teresa Cabarrús, más conocida por el nombre de madame Tallien...Cabarrús era, para su tiempo, un adelantado. El libro que ha caído en mis manos* tiene como fecha de edición la de 1820 y resulta evidentemente moderno quien ya entonces se atreve a plantearse un problema que para la inmensa mayoría de sus coterráneos era un caso cerrado y sin discusiones, es decir, el celibato del clero: «Este punto, siempre arduo a tantos hombres de oídos quisquillosos y de vista imperturbable; este punto, digo, ¿es acaso más que un objeto de disciplina eclesiástica, controvertido en el último concilio, que se pudiera y aun debiera controvertir en otro siempre que la moral pública lo exigiese?»

No lo hubiera dicho de otra forma un sacerdote de los que se casan en 1980. En ambos casos se trata de evitar con la libertad un engaño; el del sacerdote que se dedica a la pasión carnal mientras ofrece una apariencia hipócrita de santidad escudada en la soltería. Cabarrús aprovecha el ejemplo del sacerdote para demostrar que el libertinaje está unido a la traición a la naturaleza. Olvidarse de sus exigencias, viene a decir el ex ministro español de José I, significa engañarse a sí mismo. «¿Hay algo más bello que el matrimonio?», se pregunta retóricamente. Nada. «Es el estado más delicioso de la vida. Pero nosotros somos tan torpes que al querer convertirlo en algo eterno destrozamos su eficacia, violamos su autenticidad, que nos hace cambiables por esencia». Si uno de los contrayentes, la novia, al pie del altar, fuera sincera...

«... Muchos años ha que asistiendo a una boda, y que contemplando al pie del altar. los dos esposos pronunciando el irrevocable "sí", se me figuraba oír al más joven y, por consiguiente, al más imprudente de los dos, dirigir a Dios esta oración: Señor, me hicisteis débil e inconstante, expuesta a mil accidentes, sujeta a mil impresiones fugitivas; pero presumiendo yo reformar con mi voluntad vuestras leyes, vengo a jurar a vuestros pies que las he de contradecir mientras viva. Cediendo por una vez, y sin ejemplar, a ellas, amé a este joven, y este amor, que hicisteis pasajero, yo lo eternicé: haré más, lo haré durar cuando cesen todas las causas que los excitaron, y cuando se hayan reemplazado con las que en mi naturaleza (obra vuestra) deben precisamente excitar el tedio y el aborrecimiento. Me embelesa ahora porque le veo adornado de todas las gracias de la virtud, tierno, enamorado y fiel; te querré, pues, cuando desleal, indiferente, pérfido, y reduciendo a la más horrible miseria mis tristes hijos, se apaciente con las lágrimas y la desesperación de su infeliz madre. Si, por ventura, otro hombre, por su presencia, por sus virtudes, por sus talentos y por aquella simpatía oculta que habla tanto con las almas, me hiciese sentir las ilusiones de mi primera elección y la necesidad imperiosa de mejorarla, preferiré a los halagos del uno los insultos y desprecios del otro: venceré la naturaleza que me inspira ser feliz y a mi corazón, que necesita serlo: os venceré a Vos mismo, autor de mi ser y de todas mis inclinaciones: yo lo puedo así; pero, hablando con más cortesía, os pido que deroguéis vuestras leyes eternas y que doblándolas al delirio de mi temeridad, la premiéis con un milagro continuo: de cualquier modo, este es mi juramento, y este se ha de cumplir ... ».

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Ese sombrío futuro cree Cabarrús que es el obligado para las parejas que se unen movidas por un sincero amor. No hablemos ya cuando se obliga a casarse a la joven necesitada con el viejo rico. Pesimismo total, pues, del banquero escritor. En las parejas enamoradas desaparecerá el amor, en las otras se mantendrá el resentimiento de una de las partes. ¿Siempre es así? Cabarrús no lleva su funesto augurio a tal extremo. Hay, sí, parejas felices, pero son las modestas, las que están alejadas de la corrupción que trae la vida moderna, las más cercanas, por su pobreza, al estado virgen que, como dice su maestro Rousseau, es el que da la bondad natural, luego estropeado por la sociedad en que vivimos.

«... Si esta boda, formada, al parecer, por las relaciones más legítimas de edad y de inclinaciones, daba lugar a esta interpretación sacada de la naturaleza, qué comentario necesitan tantas otras que, tejidas por la ambición y la codicia, chocan todas las conveniencias, y en el semblante enlutado, los ojos llorosos, la voz trémula de la triste víctima dejan tan poca duda sobre la lucha funesta del corazón que resiste y de la mano que se entrega.

Todo esto lo vemos, lo tocamos, lo padecemos diariamente. Un matrimonio proporcionado, dichoso y puro es un fenómeno en las clases acomodadas, y parece reconcentrado en aquellas chozas inaccesibles a las seducciones del oro, de la credulidad y al contagio de nuestras guarniciones».

En los otros ambientes, la inmoralidad es continua y todos están de acuerdo, todos comentan el increíble estado de muchos matrimonios, pero lo que «cada uno observa, dice, repite en las conversaciones públicas y particulares, se desmiente intrépidamente luego que se trata de aconsejar al Gobierrio». Y termina con una frase que hoy sigue teniendo vigencia para muchos que, en principio, lamentan la indisolibilidad del matrimonio: «Pero el divorcio nos asusta».

Como hombre nacido en el siglo de la Razón, Cabarrús intenta usarla. para convencer a la gente de su error. «Pido a todo hombre sincero que me responda si está bastante seguro de sí para prometerse querer siempre a la misma mujer y no querer otra. Si no siente dentro de su corazón que el medio menos contigente (es decir, meno lógico, menos auténtico) de fijar su amor sobre un objeto está en el recelo de perderlo...

En fin, le suplico que cotejando inconvenientes, pues ésta es toda la perfección humana, decida dónde los encuentra mayores, en el divorcio o en el estado actual de nuestras costumbres».

Y emplea a continuación la respuesta a una protesta típica, entonces como ahora. « ¡Hay muchos matrimonios felices! ». «¡ Yo no necesito el divorcio! ». «pero si no va a hacerse obligatorio! ». Esas costumbres, hoy en pésimo estado, mejorarían, porque...

«... El divorcio las restauraría, dando un nuevo aliciente a las almas bastante dichosas para reconocer el fastidio de una unión indisoluble, y en nada alteraría los buenos matrimonios; impediría la desgracia de muchos, que sólo dejan de ser dichosos porque las pasiones fuertes necesitan de la continua agitación de la esperanza y del miedo; en fin, remediaría los malos matrimonios, evitando los excesos y lamentables consecuencias que producen».

El mayor obstáculo con quise enfrenta el divorcio, lo sabe perfectamente el autor, es la Iglesia. Como en el caso del celibato y exactamente igual que harán los divorcistas del siglo XX, Cabarrús recuerda que no se trata de un dogma de fe, porque Jesucristo lo permitió en caso de adulterio, según afirma la Biblia y la Iglesia lo autorizó en tiempos y aún hoy «permite la repetición del sacramento en ocasiones precisas o de impotencia u otras causas reputadas por justas».

En resumen, que sólo la rutina y la obsesión tradicional impiden el cambio. Y Cabarrús termina advirtiendo que su actitud no es fruto de una moda liberal reciente, que es divorcista de siempre, incluso antes que la Revolución Francesa «hubiese destruido este funesto error».

«... En fin, militando a favor del divorcio la moral, el interés de la humanidad, la autoridad del fundador de nuestra religión, la historia, la razón, sólo veo levantarse en contra no sé qué comentadores absurdos y discordes, y la estúpida costumbre: sin embargo, vmd. sabe que cuatro antos antes que la Francia hubise destruido este funesto error, me había atrevido a denunciarlo aquí, en mi escrito periódico: tal es la repugnancia que siempre me ha causado ».

Así escribía el político-ensayista Cabarrús. Sus argumentos, como se ve, no se diferencian apenas de los que usan en la actualidad los partidarios del divorcio. Lo que resulta curioso para mí, y espero que lo sea también para el lector, es que esas doctrinas «modernistas», tan típicas de «la ola de inmoralidad que nos invade», se escribieran y publicaran hace 160 años.

1. Cartas del conde de Cabarrús al señor D. Gaspar de Jovellanos sobre, los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública. Burdeos, 1820, página 248 y siguientes.

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