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Tribuna
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El futuro del español

Lo que antes se denominaba el español medio -¡que vaya usted a saber qué cursilería inventan ahora para distinguirle!- es muy difícil que, en las circunstancias en que nos movemos, sepa a qué atenerse respecto a su futuro. Por supuesto, sabe una cosa: que el horizonte de su mañana inmediato se le muestra cada día más oscuro y proceloso. Y no solamente en cuanto se relacione con su seguridad personal, tanto en la importantísima función de preservar su vida de las asechanzas de terroristas e incontrolados como en sus esfuerzos para atender a su precaria y amenazada subsistencia.Graves problemas ambos, capaces por sí solos de conducir a cada cual a los más extremos desasosiegos e inquietudes. E, incluso, a una desatentada exasperación. Pero con toda su agudeza y dramática acometida -percibir el acecho criminal de bombas y metralletas y las punzantes dentelladas de la necesidad y hasta del hambre-, al español de hoy le cerca otro tremendo mal: -el de percibir su impotencia para sacudirse de sus padecimientos y abrirse decididamente paso hacia el futuro.

Es difícil tropezarse por esos mundo -pese a que abundan por doquier gentes desalentadas-, hombres más desencantados que los españoles actuales, los de este último cabo del siglo. Razones no les faltan para ello, si nos ponemos a meditar, aunque sólo sea por breves minutos. En primer término, al español contemporáneo -como tal español, como partícipe de una empresa común e histórica- se le ha ido vaciando de su sentido nacional, de su conciencia de participante en una tarea noble, digna de una entrega apasionada e ilusionadora.

Es probable -y ya Ortega y Gasset nos lo advertía en su España invertebrada- que el español lleve largos y desoladores siglos entregado a la monótona rumia de sus debilitamientos y sus decadencias. Efectivamente, el sentimiento de descalabro se va haciendo connatural con la imagen de España. La impronta crítica de los hombres del 98 -hija de un patriotismo desesperado- nos dejó la idea desoladora de la mediocridad dominante en las gentes y los planteamientos españoles.

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La misma desazonada y pueril egolatría que manifiestan, a toda hora, nuestros personajillos, en la primera ocasión que consiguen asomar la cabeza, suele ser la confirmación de esa acomplejada medianía. Parte de los enrabietados resentimientos que determinan muchas de las sórdidas actitudes nacionales proviene de las humilladas vanidades de los unos y los otros. Hace ya mucho tiempo, recuerdo haberlo escuchado en mi infancia, que se puso en circulación un dicho infamante: «el país de los medianos».

Partiendo de esta amarga conciencia, a cuya formación han contribuido los complejos de un orgullo afrentado y una inocultable mediocridad, no es difícil entender la calamitosa traca de los particularismos prendida por toda España. El particularismo, igual en los individuos que en los pueblos, acostumbra a buscar su desfogue en la violencia. Es una manera primitiva de hacerse notar, de perseguir la expresión de una inalcanzada estatura.

Claro que el particularismo -el personalismo- es el primer agente de la dispersión. Muchas veces, cuando he oído comentar el altanero individualismo de los españoles, he pensado en la intima disconformidad de nuestros compatriotas consigo mismos, en «la cólera del español sentado» de que nos hablara el genio catalogador de Lope de Vega.

Igual que, al levantarse la tapa de una olla en plena ebullición, uno descubre la agitada incoherencia de los distintos elementos arrojados para transformarse a fuerza de hervores, así el paisaje psicológico de la sociedad española nos está mostrando sus desatinados inconformismos e indisciplinas. Poco habría de alarmarnos este zarandeo, esta bulla burbujeante, si ellos obedecieran a una voluntad creadora, a una disposición imaginativa. Pero entre nosotros, y en el ahora crítico,qúe nos toca vivir, lo que predomina -como antes señalaba- es un enajenante impulso de dispersión, una desatinada incitación al suicidio del espíritu.

Y aquí sí que entramos de lleno en la responsabilidad del elenco político que intenta conducirnos, con el Gobierno en cabeza, sin que se vislumbre en sus acciones la más mínima operación fructuosa e ilusionante para ordenar el gallinero español. Por lo que se ve, los gobernantes de esta circunstancia del cambio confunden democracia con dejación. El español se siente a la deriva, disperso y abandonado a su propia fortuna de ciudadano inerme. La pesada mano de un Estado moderno la siente en función de sus exigencias fiscales. «Contribuir da derecho a exigir», insiste la propaganda de los recaudadores, que, poco a poco, van inmovilizando hasta las menores iniciativas. ¡Exigir! ¡Exigir! La sociedad española pide confianza, paz, ilusión...

Nuestros dirigentes viven de la retórica. Mala, balbuciente, pero retórica al fin. El vaciamiento de contenidos de la sociedad española llega a los más altos índices de alarma. Las con-tradicciones presiden cualquier clase de juego. En el ruedo político se agita la batahola de la confusión. Se diría que nadie quiere desempeñar el papel que le corresponde. El conservador se disfraza de «progre»; el revolucionario, de moderado; el sacerdote, de subversivo; el joven -dichoso instante de rebeldía y aventura-, "de «pasota»... Es el gran carnaval de los que no aciertan a encontrar su sitio; de los que no consiguen discernir de qué artilugios forman parte, ni si su función es la de tornillo o la de rueda.

Situados en ese carrusel de equívocos y confusiones, es comprensible que al español le sea muy difícil encararse con un mañana de hoscas incertidumbres. Para que los recelos y perplejidades suban de tono, ni siquiera alcanza a saber cómo va a ser la configuración real del Estado dentro del cual le va a tocar vivir. Ni, por supuesto, en qué, tipo de sociedad y bajo qué incentivos va a desarrollar sus actividades. Se tiene la sensación de que el escepticismo de la mayoría de nuestros dirigentes públicos les impidíera formarse una idea aproximada de lo que se traen entre manos. Y lo cargo a la cuenta de sus dudas y suspicacias, por no hacerlo a la de sus ineptitudes.

Uno llega a imaginar que los que «están en el secreto» hace tiempo que tienen conciencia de que nos hallamos inmersos en el alucinante período de una sórdida y vergonzosa alnioneda nacional. De ahí esa sobrecogedora sensación de aprovechamiento del festín que nos ofrecen muchos de los detentadores del poder. No se elabora un proyecto hacia el futuro -por parte de quienes más obligación tendrían de hacerloporque en los repliegues de su espíritu palpita el demonio salobre de la impotencia.

Se defienden -con altanerías casi escenográficas- las precarias posiciones de mando. El instinto de lo efímero y transitorio desborda hasta los actos menores. Se gobierna para el espejo, entre intrigas de antecámara y desazones de incapacidad.El español no sabe hacia dónde volver los ojos. No se le otorga otra postura que la de cruzarse de brazos, que la de contemplar su futuro envuelto en la vieja capa de su incestral estoicismo.

José María Alfaro es periodista, fue director de Arriba y embajador de España en Argentina.

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