Tiempo de reflexión
Julio y agosto son meses de sazón. Madura el grano en la mies. Madura el racimo en los viñedos. El fruto llega a su plenitud vegetal. El largo proceso de la naturaleza toca a su fin. Así también, la génesis de las humanas combinaciones que forman la sustancia de la política necesitan un tiempo para pasar de la imaginación a la realidad. Se adivina en los actuales momentos que un propósito necesario se va abriendo paso en nuestra vida pública con lenta pero implacable decisión. Una fórmula de gobierno está agotando sus posibilidades después de haber servido con eficacia indiscutible en el tránsito hacia la democracia. Se cierran las Cortes cuando el ensayo de la difícil supervivencia apenas ha logrado en el Parlamento alcanzar la fecha del 1 de julio, como quien arriba al puerto en el buque azotado por el temporal. Dos meses de fondeo al abrigo del receso parlamentario abren el pecho a la esperanza de la tripulación y del capitán. Ocho semanas sin sobresaltos en el Congreso permitirán meditar en profundidad a los diversos grupos políticos sobre lo que nos traiga el grávido otoño.¿Puede seguir el Gobierno actual conduciendo al país sin contar con suficiente y holgado apoyo parlamentario? Si la situación española fuera plácida y serena, y existiera un clima de prosperidad general, y el sistema democrático llevara muchos años de rodaje, y los partidos se hallaran consolidados en su experiencia y estructura, el planteamiento sería diferente. Pero se trata de hacer frente a las responsabilidades de poder cuando nos hallamos en plena crisis económica, reflejo agravado de la crisis mundial y las cifras de la inflación y el desempleo se disparan de nuevo. En momentos en que la Constitución recién estrenada no tiene establecidos todos los complementos legales necesarios y en que la aplicación de sus preceptos no ha llegado a calar todavía en los más hondos cimientos de la convivencia española. Y en una etapa en que los partidos más importantes del Parlamento no han logrado tampoco su asentamiento definitivo ni su consolidación interna.
¿A qué debe llevarnos esta reflexión colectiva que imponen las imperiosas jornadas de vacación? A urdir, pienso yo, las fórmulas del mañana inmediato para que la peligrosa coyuntura quede superada. En la verosímil hipótesis de que el congreso agote su vida parlamentaria no se dan muchas combinaciones posibles, UCD es la minoría más numerosa -y poderosa- de la que hay que partir para cualquier solución. ¿Puede gobernar sola? Sí, pero consciente de que apenas alcanzará 165 votos seguros. ¿Puede gobernar con más votos, consolidados en una alianza o coalición? Existen ciertamente esos escaños en Coalición Democrática y en Minoría Catalana. La identidad política de ambos grupos no se halla lejana, ni es contradictoria con la filosofía centrista. Los reproches que en los debates de censura y en el de la modificación de la ley de Referéndum que dirigieron esos grupos al Gobierno no eran tanto de ataque por el contenido de su programa, sino de crítica por la equivocada forma de aplicarlo. No se discrepaba de lo que se proponía hacer sino de que había tardanza o incoherencia o ineficacia en la ejecución de lo que se hacía. Ahora bien, un simple pacto de legislatura no sería útil ni viable, pues equivaldría, de hecho, a prorrogar la situación actual. Solamente en un entendimiento global a nivel de Gobierno, con acuerdos de perspectiva electoral futura, cabría establecer esa coalición. ¿Acepta tal estrategia el actual presidente? ¿La suscribirían los diversos sectores del centrismo? Porque es evidente que, aunque el grueso de UCD mantiene su cohesión, las tendencias interiores del partido han llegado a la conclusión de que en las manos de sus seis o siete líderes está la suerte del Gobierno Suárez. O, en otras palabras, si hoy hubiese de negociarse un acuerdo de otros grupos parlamentarios con el centrismo no bastaría la conformidad del mando oficial de éste para que fuese eficaz, sino que habría de extenderse a la obtención de luz verde por parte de los llamados, a la francesa, los «barones», en un típico caso de analogía verbal que sustituye al análisis detallado.
Don Antonio Cánovas después de hacer elegir las Cortes que habían de elaborar la Constitución de 1876 planteó su primera crisis, abandonando la presidencia del Gobierno a manos del general Jovellar. Suyas fueron en esa ocasión aquellas palabras, muchas veces repetidas: «No cree usted que la mayor enseñanza que necesita España es saber retirarse del poder? No cree usted que la causa más poderosa de nuestras desdichas ha sido el furor de nuestros hombres de alcanzar el poder y conservarlo a cualquier precio...?»
Pensaba el político conservador que los intereses de su partido y los de la Monarquía quedaban, con su dimisión, mejor servidos. Nadie dudó que volvería a ejercer el gobierno en otra próximo coyuntura, como en efecto ocurrió. El sistema del escotillón, por el que desaparecían de golpe y para siempre del escenario político los personajes más notorios y durables durante el franquismo, parece estar presente en la mente de algunos de nuestros políticos, temerosos de pasar al repentino olvido desde la cotidiana apoteosis publicitaria y televisiva. En un sistema democrático auténtico, quien tiene algo que decir que conecte con la realidad social de los anhelos populares, logrará normalmente audiencia, apoyos y posibilidades, aunque le falte temporalmente la gracia de Estado.
¿Se puede imaginar a otro líder del centrismo capaz de servir de solución aglutinante y alternativa de Gobierno? Candidatos hay, notorios y nutridos, en la galaxia de los mandos de UCD, y sería :improcedente mencionar sus conocidos nombres en esta reflexión. El problema es el de saber si el hombre elegido mantendría la unidad del partido y allegase, ,además, los apoyos parlamentarios en forma más numerosa y sólida que lo que ocurre en la actualidad, para establecer la coalición de los necesarios votos en el Congreso.
Queda, por último, la otra salida. Lo que algunos llaman «la gran coalición». Es decir, el entendimiento con la izquierda socialista para un programa mínimo de común urgencia, que sirva de base a un Gobierno de gestión. Lo que necesita con creciente apremio el país es enfrentarse con los asuntos prioritarios que requieren solución. Uno es la lucha contra la subida de los precios al consumo. Otro es el aumento del paro hasta porcentajes cercanos al 12% de la población activa. Un tercer elemento es el déficit del sector público, que se anuncia de 360.000 millones, pero pudiera ser de más de 400.000 millones, cifra capaz de romper en pedazos el delicado equilibrio económico presente. Un cuarto factor es la baja productividad del sistema en general. ¿Hay remedios para este paquete considerable de circunstancias adversas? Existen y se aplican medidas técnicas que se inspiran en la farmacopea mundial de los economistas, por desgracia harto abundante en enfrentarse con las situaciones límite que se dan en muchos países en las actuales circunstancias. Pero olvidar que el primer paso hacia esas soluciones es de orden psicológico sería vivir de espaldas a la realidad. «Inspirar confianza» es una locución muy manejada pero que, en definitiva, corresponde a un hecho social de indiscutible vigencia en los países libres. La confianza es un factor inmanente y no se elabora a base (le campañas de propaganda. Mientras un gobernante no inspire confianza -si tal es el caso- no funcionará el reflejo que haga moverse a la maquinaria de una economía de mercado hacia perspectivas de inversión, de ahorro, de ansias de mejora o de ilusión individual y colectiva.
También nos encontramos ante el confuso y desconcertado panorama de las autonomías en ciernes o de las ya establecidas. Se trata de una cuestión primordial para restablecer la coherencia en el proceso de construcción del Estado. Y es un problema, además, relacionado estrechamente, en más de una instancia, con el de la violencia y el terrorismo. Necesitamos un Gobierno con ideas claras sobre este importante aspecto de la configuración última que debe presidir la convivencia pública española y que sea capaz de emprender resueltamente el camino elegido con la autoridad y los apoyos precisos. Ir en ese terreno a remolque de los acontecimientos es caer inevitablemente en los planteamientos falsos de grave peligrosidad por su utópica interpretación de los hechos sociales.
Urge asimismo racionalizar y definir el contenido de nuestra acción exterior, que obedece hoy día a varias direcciones, en ocasiones desconectadas y contra puestas. El ideal de una política exterior nacional es lograr en la mayor medida una suma de apoyos en la opinión parlamentaria -y en la pública- para respaldarla. Cuanto menos problemas se dejen abandonados a las disputas interpartidistas en ese importante y neurálgico campo, tanto mejor. Estamos negociando con la Europa comunitaria, con Norteamérica, con el norte de Africa, con Gran Bretaña, cuestiones de vital importancia para nuestros intereses generales. Y el plazo es inminente. Las grandes líneas de nuestra proyección internacional son conocidas y no es obligado volver sobre ellas. Pero esos otros planteamientos antes mencionados no admiten
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demora ni se pueden sustituir por viajes o visitas de buena voluntad o por actitudes ideológicas de tipo universalista muy respetables y oportunas, pero que no deben anteponerse a lo que está sobre la mesa y nos afecta ahora de un modo directo y concreto, es decir, resolver la incógnita planteada por Francia sobre nuestra integración en la Comunidad Económica Europea, clarificar nuestras complejas relaciones con el Magreb, negociar firme mente sobre Gibraltar. Empecemos por ahí, que ya es bastante. La liberación de los rehenes de Irán, la retirada de las tropas invasoras de Afganistán, el proceso hacia la pacificación del Próximo Oriente y el éxito de la Conferencia de Madrid son, por supuesto, cuestiones muy importantes, pero no deben ser prioritarias sobre las anteriores en el que hacer internacional de España en los momentos presentes. Seamos se ríos y responsables en nuestras primordiales urgencias. Y no olvidemos la dura realidad de que la política exterior es siempre función del poder nacional, sea cual fuere la naturaleza de ese poder.
Señalemos, en fin, otro aspecto fundamental, cuyo deterioro actual es evidente. El del principio de la libertad de expresión. La característica del mundo democrático al que pertenecemos es hacer compatible un Gobierno eficaz y fuerte con el estricto respeto de las libertades públicas e individuales. Que ello añadirá dificultades a la tarea es más que probable. Pero la Europa democrática sabe muy bien, por experiencia, que la tentación totalitaria acecha de modo continuo y violento por uno y otro flanco. Un Gobierno de gestión que llevase a cabo un programa de contenido análogo al antedicho, habría de mantener y de acentuar su identidad liberal en ese terreno, para que su perfil inequívoco lo distinguiera plenamente de cualquier proclividad autoritarista. No hay que confundir la autoridad de un Gobierno con su capacidad para cazar brujas, para imponer censuras, para perseguir a periodistas o amordazar a los que libremente piensan. No hay ideas legales o ilegales, sino actos que vulneran o no la ley.
Mi reflexión acaba aquí por motivos de espacio periodístico. Esperamos que la clase política dedique sus días de descanso al soliloquio interior y al diálogo intensivo. Malos vientos corren hoy por el mundo para el pueblo que no esté sobre aviso. No perdamos tiempo. Ganemos, por el contrario, los días y los meses que vienen. Al pueblo español, que manifiesta de modo restallante su gana de vivir, de mejorar, de divertirse, de prosperar, de encontrar trabajo. Que no quiere odios, ni guerras civiles, ni violencias, ni abusos, ni trampas, ni vuelta atrás, ni corrupción, ni dilapidación. Que no entiende de palabrejas, ni de pedanterías, ni de lenguaje oscuro para iniciados. Que anhela progreso y modernidad, educación y transporte, buenos hospitales y jubilación decente, viviendas asequibles y respirar sin contaminarse y tener garantizada la seguridad personal. A esos conciudadanos hay que darles motivos de esperanza, de optimismo y de ilusión para el mañana. Casi no hace falta más para redactar un buen programa de gobierno.
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