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El año cuarenta

En junio de 1940, hace cuarenta años, Europa conoció la victoria militar alemana sobre Francia y la entrada, tardía y cínica, de Italia en la lucha, confiada en recoger una parte del botín político del vencedor. Ni aquella ofensiva fulgurante significaba el triunfo germano en la guerra ni Mussolini, que prometía una fácil y gloriosa ventaja para su pueblo, hizo otra cosa que meterlo en una terrible contienda que lo arruinaría moral y materialmente y que acabaría con el fascismo y trágicamente con su propia vida. El Figaro parisiense y el Corriere milanés han dedicado sendas páginas a los aniversarios. Nada envejece tan deprisa como las noticias de ayer. Nada las aleja tanto en el tiempo como la densidad de los acontecimientos siguientes que lo llenan, desde que los hechos que se evocan ocurrieron. Entre 1940 y 1980, han sobrevenido estupendas mutaciones en el acontecer humano. Efemérides militares, políticas, científicas, religiosas, sociológicas, impensables hace cuatro décadas. Los personajes, las palabras, las reacciones, los comentarios de entonces tienen algo de irremisiblemente arcaico cuando se insertan en el mismo periódico cuarenta años después.El Figaro ha reproducido, casi en facsímil, las páginas y los titulares de las jornadas dramáticas y decisivas de junio de 1940. Es una lectura apasionante e inverosímil. En las guerras se miente siempre, como en la caza y en la jactancia amorosa. Pero hay falsedades de tal enormidad que no se comprenden. Cuando ya la bolsa de Dunquerque se hallaba cerrada, el cuerpo expedicionario británico se había repatriado y la avalancha masiva de los carros de combate tudescos se lanzaba a la total ocupación del suelo francés hasta el Loira y a la conquista de su capital. Cuando el general Gamelin había sido sustituido por Weygand y Paul Reynaud había formado el nuevo Gobierno de la última esperanza, los comunicados y las alocuciones de París daban versiones de triunfalismo total, con imaginarios bombardeos franceses sobre el Ruhr; destrucciones masivas de tanques alemanes; contraofensivas fulminantes y se describía a las riadas de las divisiones de combate germanas, incontenibles en su empuje, como «grupos de niños perdidos en el bosque», poética metáfora de inigualada inoportunidad. Es un ejemplo, el que dio en aquellos momentos la III República francesa, de total incoherencia y de ruptura con la realidad. Sus expertos militares no creían posible que el enemigo utilizara la guerra de movimiento motorizado, el apoyo masivo de la fuerza aérea o la posibilidad de atravesar frontalmente la línea Maginot por el portillo de Sedán. La doctrina del vencedor de 1918 se había congelado en la defensa estática y en la superioridad teórica. Y al encontrarse con la brutal ofensiva enemiga, la combatía con noticias tergiversadas. Nada pudo hacer en aquella ocasión el heroísmo individual de las unidades francesas, luchando contra un ejército superior en táctica, en armamento y en moral. Las declaraciones altisonantes y hueras con referencias a la guerra de 1914, cuando ya no existía propiamente dicho el Ejército francés como tal, son un patético testimonio de la insensatez humana, empeñada, en ocasiones, en negar los hechos que le afectan de forma decisiva, con escapatorias al pasado de retórica e impotente puerilidad.

Somerset Maugham, que se encontraba en Francia en aquellos momentos y que era francófilo de corazón, explicaba las sorprendentes reacciones que escuchó: «Nos han derrotado unos imbéciles», le dijo amargamente un alto personaje militar. Somerset comenta en su diario: «Los franceses no han entendido que porque sean un pueblo bien educado, de ingeniosos y brillantes conversadores, no son los únicos europeos inteligentes. Su orgullo les llevaba a despreciar todo lo que no fuera francés, convirtiéndolos en un pueblo de actitud insular. Creían que se podía salir de una situación desesperada con un bon mot de juicio desdeñoso para el poderoso invasor».

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El año cuarenta

Viene de página 11Otro tono reviste el aniversario italiano, al que el Corriere della Sera dedica un.suplemento entero. «Un día como este, hace cuarenta años, entró Italia en la segunda guerra mundial». Un grupo destacado de comentaristas, de distintos campos, analiza el fenómeno en profundidad. Por qué se entró en la lucha. Para qué se comprometió Mussolini en la aventura germana. Qué buscaba, Cuáles eran las ventajas y los riesgos de la insensata jugada. La declaración de guerra fue decisión personal del dictador. El rey no la quería. En sus papeles personales se encontró una anotación en su diario en la que confesaba su resignada impotencia ante el paso que iba a dar el Duce, que el monarca juzgaba disparatado para la defensa de los intereses nacionales. ¿Qué podía hacer Víctor Manuel? ¿Abdicar? ¿Oponerse públicamente? Decidió guardar silencio. Cuatro años habían de transcurrir para que Italia cambiaría de campo, rindiéndose a los aliados antes de la debacle hitleriana final.

Pero en el documento periodístico, aparte de evocaciones de la época referentes a los gustos literarios, cinematográficos y teatrales de 1940 en la Italia fascista, casi todos ellos de corte raquítico y monocolores, destacan por su interés un trabajo de Alberto Cavallari sobre «el balcón» del Palacio Venecia y una crónica prodigiosa, de humana veracidad, de Roberto Gervaso, el sutil compañero de Indro Montanelli en sus ensayos conjuntos de historia italiana. La descripción del balcón desde el que Mussolini arengaba a sus partidarios comporta un análisis sociológico en profundidad de lo que aquella ventana significaba para toda Italia en el sistema fascista. El dictador se asomaba de cuando en cuando a la inmensa plaza, teatralmente, para dejar caer desde allí unas palabras en tono altisonante y declamatorio. Los que abajo escuchaban el recital patriótico se sentían finalmente identificados con él. Eran cada uno en su fuero interno pequeños dictadores en el ámbito de su influencia. El Duce, a su vez se consideraba conductor indiscutido de su pueblo. En la doble falsedad del. planteamiento se revelaba a la vez su simplismo y su riesgo. El dictador vivía encerrado en su palacio rodeado de espaciosas salas de calificación retumbante: la sala del mapa-mundi; el salón de las batallas, el de las fiestas y recepciones. La adulación a de sus cortesanos, los peores hombres del sistema, hicieron construir mosaicos en el pavimento en el que Mussolini aparece unas veces como Tritón persiguiendo sirenas entre olas embravecidas, y otras, como toro mitológico raptando a Europa para defenderla del rival bolchevique. Luego, en el interior del inmenso edificio, empezaba el dédalo de galerías y gabinetes, que desembocaba finalmente en el secreto nido de amor. Allí, la enamorada amante esperaba la furtiva visita del hombre que, a poca distancia, anunciaba imperios, paces, guerras, destinos grandiosos, a los partidarios que en la calle repetían las consignas rítmicas.

Gervaso compone sobre el episodio amoroso un texto que es casi un sketch televisivo. Claretta espera impaciente que Ben anuncie desde el ventanal quatrocentesco la buena nueva: Italia entra en la guerra. Su instinto femenino le hace adivinar algo peligroso y trágico en aquella decisión. Intuye la desdicha, el fracaso, la catástrofe final. Quiere retener al hombre para sí. Alejarlo de la vorágine brutal y definitiva del huracán bélico. Sus diálogos telefónicos, imaginados por el escritor, son patéticos y grotescos a la vez. El dictador, que no ha escuchado las razones de los italianos clarividentes, Dino Grandi, entre ellos, salta a la arena sin reflexión, sin análisis, sin conocimiento real de la situación, empezando por la de su propio ejército, impreparado para todas las eventualidades: el frío de Rusia; el calor de Libia; el barro del invierno en el Este; las tempestades de arena en el desierto. Decenas de miles de hombres han de morir congelados o abrasados por falta de vestuario e intendencia, por el capricho de un personaje irresponsable.

El aniversario del año 1940 se presta a una meditación política que puede resumirse así: Todo régimen político que no conecta con la realidad social de su pueblo está condenado a desaparecer. La III República francesa era una democracia parlamentaria. La Italia de los líderes era una dictadura fascista. Ambos sistemas vivían en aquellos años ficticiamente sobre supuestos imaginarios. La III República se creía el primer poder militar de Europa, inexpugnable e imbatible. El régimen de Mussolini pensaba que sus sueños de gloria imperial tenían motivaciones verosímiles. Ambos asertos eran imaginarios y no resistieron el vendaval de la realidad.

La conmemoración periodística del año 1940 ha sido un conveniente ejercicio de crítica retrospectiva. Revela una vez más el inmenso valor de la prensa independiente para mantener la salud mental de los pueblos, acabando con mitos y con tópicos. Cuando comienzan los ataques a la libertad de expresión en un país y se inicia la caza de brujas «para sanear la atmósfera», hay que pensar que ya estará en alguna parte el aprendiz de dictador ensayando ante un espejo el gesto adecuado de histrión que le lleve al balcón correspondiente a engañar a los ciudadanos con fantasías de grandeza o con triunfos imaginarios.

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