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La familia desalojada de su piso en La Elipa vive en la calle desde hace tres días

La joven familia desalojada el pasado martes en la colonia de Santa Genoveva, en el límite del barrio de La Elipa, casi tuvo que dormir bajo la lluvia, frente a unos bloques en los que hay numerosos pisos vacíos. La escasa protección de una tienda de campaña, sin doble techo, y la pequeña zanja que algunos niños habían abierto alrededor del fondo de tala engomada, para favorecer el drenaje, no pudieron evitar que una apreciable cantidad de agua se depositase en el fondo. Los termos de café con leche y la comida que les ofreció el vecindario suavizaron la precaria situación de la pareja y de Edurne, una niña de quince meses. Los vecinos han enviado telegramas en petición de ayuda, uno de ellos al presidente Suárez.

La evidencia del desalojo de José Carlos Quintero, de su mujer, Rosa, y de su hija, Edurne, movilizó nuevamente a los directivos de la asociación de vecinos, que instalaron a hurtadillas dos tiendas de campaña en el patio-explanada, invadido de tubos de hierro y de cascotes, al abrigo de los bloques en que ha sido ejecutado el desahucio. Poco después de las doce de la noche de ayer comenzó a llover sobre La Elipa, y los vecinos tuvieron el tiempo justo de desplegar una lona verde de camionero sobre el mobiliario y una pieza de plástico transparente sobre la tienda más endeble. Maribel Navarro, de veinte años, que también será desalojada el próximo lunes, y su hija, de diecisiete meses, comparten la tienda protegida por el plástico, con Rosa y con la otra niña, para garantizar a las crías un mínimo de calor; José Carlos y un cuñado de Maribel ocupan la otra tienda. A las dos de la madrugada, alguien les deseó las buenas noches sin mucha convicción.Los de la asociación de vecinos habían confeccionado dos pancartas con textos muy poco románticos: «Menos desalojos y más viviendas» y «Solidaridad con los desalojados». Las cuelgan entre árboles y entre farolas, y a la mañana siguiente, ayer, las pancartas parecían hamacas de lienzo para equilibristas, y el patio-explanada, un pequeño campo de refugiados. Y una vez más Maribel Navarro contaba su vida por si valiera de algo. «Mi marido, Pedro Sanz, está en la mili. Nosotros pasamos por una situación parecida a la de José Carlos y Rosa: somos gente joven nacida en el barrio. No hemos venido hasta aquí en una aventura, es que no conocemos otra cosa más que ésta, así que nadie puede tener más derecho que nosotros a ocupar un piso que está vacío desde hace mucho tiempo y que fue construido para socorrer a necesitados. La tercera familia amenazada pasa por un trance más dramático todavía: tiene seis hijos, dos de ellos internados por Cáritas en un colegio para subnormales, aunque no son subnormales en realidad. La madre tiene asma, y el padre, un sueldo muy bajo». «Veinte o veinticinco billetes», dicen.

A primera hora, los de la asociación mandaron tres telegramas, «uno de ellos al presidente Suárez». Maribel no recuerda la letra, pero sí el espíritu. «A Suárez le decimos más o menos, que nosotros le hemos votado, y que a ver cómo se porta ahora, cuando necesitamos su ayuda».

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