Las dos envidias
Ya se sabe. La envidia, mal nacional. Una y otra vez se ha dicho. Y una y otra vez se ha estudiado, analizado, combatido, rechazado. En vano. Pues una y otra vez reaparece ante nuestros ojos, sutil, endiabladamente compleja, dura, siniestra y esterilizadera.La envidia es una enfermedad casi siempre oculta, silenciosa, enrevesada y de múltiples disfraces. Es, pues, una enfermedad de difícil diagnóstico. Sus síntomas suelen venir en segunda o en tercera instancia, como en delegación del alma del titular envidioso. Me parece, de todas formas, que no se ha subrayado bastante algo que está a la. vista y que me parece muy significativo. Esto: el que ejercita la envidia puede parecer el hombre más inocuo del mundo, el ser más ingentio, el eterno despistado o, lo que es peor, el gran idealista. De ahí nace una envidia que yo llamo laudatoria: todos conocemos amigos que parecen despepitarse por uno y que, en el fondo, lo que desean es nuestra más inmediata y cruel aniquilación. Se puede destruir por envidia, claro está, pere también se puede aupar, ensalzar y aplaudir por envidia, por ruin sentimiento envidioso, para después provocar una caída más estrepitosa y más espectacular. El camino hacia la victoria individual puede estar salpicado de empujes hacia arriba, que, en definitiva, son tirones hacia abajo. Hay.elogios desmesurados que equivalen a críticas descarnadas. E imitaciones que nacen de la fiebre de la envidia. Imitaciones « pálidas y exangües», como decía Shakespeare. Los incondicionales suelen ser, en muchos casos, los fanáticos de la destrucción del sujeto al que se adhieren. Esta envidia laudatoria es la difícil, porque es la que avanza camuflada de admiración y de alabanzas. La que, de entrada, no se entiende. Y la que, por ende, apenas sí es combatible.
Evidentemente, hay la otra, la negativa, la de todos los días. Esta es la envidia vulgar, la maldiciente, la abiertamente corrosiva, la que no engaña, la que todos vemos venir y frente a la que nos acorazamos lo mejor que podemos. Frente a la que emprendenios la huida, quizá la única y más coherente defensa. En un pueblecito de mi tierra, Galicia. había un menestral terriblemente envidioso que hablaba sistemáticamente mal de todo quisque. A veces, tanto se excedía en sus feroces decires que sentía algo así como la necesidad de disculparse, de explicarse: «Oiga usted, no vaya usted a pensar que yo le quiero mal a todo el mundo. No, señor. Yo no le quiero mal a nadie. Pero bien, tampoco».
Este sujeto que no le quería bien a nadie -¿y no es esto una malquerencia universal?- se daba por satisfecho con esa especie de justificación, que sin duda ponía bien a las claras su mezquindad espiritual.
He aquí la envidia, que no hace otra cosa que suscitar huecos, negatividades, realidades estériles. He aquí la envidia en estado químicamente puro. La envidia esencial. Pero esta envidia, si es verdad que esteriliza cuanto toca, que destruye aquello a lo que se arrima, también es cierto que provoca en la víctima una reacción de rechazo, de protesta o de ataque, que, a la larga, aísla y neutraliza a quien.de continuo la ejerce. Nace así y muere el envidioso destruido por sus propios medios. Su condena está en su soledad, por mucho que se agite, por mucho que hable o escriba. Por muchos admiradores que tenga y por mucho que se le aplauda.
Por otra parte, este individuo jamás se dará por satisfecho. Si la envidia «muerde y no come», según el genial dicho de Quevedo, el envidioso es el eterno hambriento, el sempiterno necesitado. La fiera que no se sacia. La fiera que, al final, allá queda, en su cubil, lanzando zarpazos que apenas dañan y rugiendo inútilmente sus denuestos y sus arbitrariedades.
Pero ¿la envidia hispánica? Ahora ya entramos en otro terreno. Sin que el modelo clásico deje de tener vigencia entre nosotros, lo cierto es que aquí acostumbra a darse además el otro tipo de envidia, la de más arduo entendimiento: la envidia laudatoria. La que ensalza y glorifica. Naturalmente, el que la padece no la confiesa. Y, al no confesarla, va creando a su alrededor un clima de desconfianza. ¿Se nos enaltece por sentimiento admirativo o para perdernos? ¿Qué pretende aquel sujeto con sus exageraciones y sus desmesuras? ¿Qué hacer? ¿Creerle o no creerle? ¿Entregarnos o permanecer impasibles y distantes? Toda maniobra de descubierta es inútil, pues el envidioso dispone cómodamente de coartadas suficientes para demostrarnos una y otra vez su adhesión, su amistad y su entrega. Entonces, a la desconfianza sigue el temor. Y al temor, la inhibición.
Nos dejamos ir. Quizá allá, en lo más inconfesable de nosotros mismos, nos halague y nos maree un poco tanta loa y tanta reverencia. Nos dejamos ir. Y cuando nos percatamos ya tenemos sobre nuestras espaldas el cuchillo de la traición. Si logramos esquivarlo y
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Las dos envidias
Viene de página 11salimos indemnes de la aventura una nueva distorsión agobiará nuestra alma: el desánimo. Y con él, la negación de todos los valores. Ya nada vale la pena. El escepticismo hace presa en nosotros. Y ahora somos nosotros, nosotros mismos, lo que nos retiramos. Los que buscamos la soledad. Los que nos alejamos del trato humano.
España está llena de seres enquistados a los que la envidia maltrató y que ya no quieren saber nada de cosa alguna. España es un gran desierto de anacoretas baldados por las tundas de lo envidiosos. De los envidiosos lar vados, actores y falsarios de sí mismos. Así, España concluye por ser un escenario sin espectadores. Un descalabro descomunal y constante en el que unos pegan palos y otros los reciben sin contar con ellos. España siempre está destruyendo por una extraña querencia envidiosa que jamás asoma su rostro verdadero.
No me parece fácil desterrar una torcedura espiritual tan honda y de tanto arrastre histórico. Pues lo que inmediatamente sería necesario es, sin duda, lo más difícil; a saber, que la sociedad actuase de una manera sutil, fina y duramente analítica para desenmascarar el mal allí donde asome su siniestra figura. Sería menester disponer del valor suficiente para poder decir en voz alta: «¡Usted, amigo, es un envidioso, y eso que dice, tan grandilocuente, o eso que hace, tan servil, es sencillamente envidia, vil envidia, lamentable envidia! ». Mientras no seamos capaces de poner al aire las vergüenzas envidiosas de tanto maldiciente enmascarado como por ahí pulula poco remedio le veo al problema Seguiremos inhibiéndonos. Seguiremos participando en la irrealidad colectiva. Seguiremos haciendo de actores de una «función» que a nadie interesa, porque todo el mundo ha sido más o menos apaleado y no quiere ni oír hablar de los matutes disfrazados de altruismo. Porque todo el mundo tira a quedarse en casa, circunscrito por el ambiente familiar, los libros, la música y la defensa de las propias paredes. La envidia, la envidia laudatoria, continuará comiéndonos las entrañas espirituales y las entendederas intelectuales.
Cuenta Daudet, en su Tartarín de Tarascón, de un personaje, Costecalde, armero (Armurier de son état), que sufría la envidia como una verdadera, como una auténtica enfermedad. Y lo reconocía paladinamente: «Ya sabéis», declaraba a sus amigos, «el daño que me hace». Pues bien, un día se comenta que Tartarín está a punto de cubrirse de gloria. Costecalde inmediatamente se desploma en su butaca. Los contertulios se apresuran a auxiliarle. Y Costecalde, retorciéndose y con una mueca horrible, musita ingenuamente: «Nada.... no es nada. Dejadme tranquilo... Ya sé lo que me pasa... ¡es la envidia! »
Quizá Costecalde no fuese, en definitiva, un envidioso auténtico, pues no sabía esconder su vicio, ni disfrazarlo. O no podía, poseído como estaba del espíritu tarasconés, «que desborda» ¿Por qué el temperamento ibérico, tan desbordado», no permite que la envidia tire sus caretas y se nos presente en su vera efigie? ¿Qué rara, qué curiosa, qué tartufesca inhibición favorece sus laberintos, sus rodeos y sus trampas? Estamos tan acostumbrados a la presencia camuflada de la envidia entusiasta, y, a la vez, tan resignados, que renunciamos a entenderla en sus últimas raíces. Y debe tenerlas, sin duda, pues de lo contrario no hubiera persistido tanto tiempo ni hubiera sido tan efectiva.
Para resolverla, esto es, para combatirla, primero cumple entenderla. Y no adoptar ante ella una actitud fatalista y de entrega incondicionada. Dicho de otra manera: la envidia hispánica no es un enigma. Es un problema. Cuando lo hayamos visto claro estaremos en condiciones de anularlo. Pero antes toda precaución metódica es poca. Todo rigor será insuficiente. Más allá de los determinantes históricos, de los sociológicos, de los culturales y de los que se quiera hay, una raíz oscura que se alimenta y cobra savia de extraños alimentos aún no bien catalogados. Al enfermo de envidia hay que curarle. Y si antes le provocamos las convulsiones y los berridos de Costecalde, mejor que mejor. Por lo menos habrá confesado su anomalía. Y no nos engañará. Pasará ante nosotros serio, grave, entusiasta, imponente, pero nosotros sabremos que lleva dentro un terrible tumor agobiante y fatal. Un tumor que consume al que lo padece.
Y, a veces, a aquél hacia quien dirige, con artificiosos optimismos, sus luces de aleluya.
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