Justicia, leyes y periodismo
De entrada diré que, hace ya bastante tiempo, obtuve un hermosísimo «cero» en el examen final de derecho natural -con epilépticas anotaciones a lápiz rojo en los folios escritos-, simplemente. por ser «racionalista» y no «tomista», como quería manu militari el ya fallecido titular de la cátedra.A título de modesto funcionario de la Administración de Justicia, y creo que por ello residualmente legitimado pasivamente por sus recientes eventos, originados en un fallo judicial, desearía puntualizar, dejando totalmente a salvo éste, el porqué se ha llegado al mismo.
Las resoluciones judiciales pueden combatirse con los remedios procesales, en su caso previstos por el legislador. Precisamente, uná de las características del Estado de derecho, cual es el hispano actual, es el imperio de la ley. Esta se promulga por el Parlamento. El juez la aplíca. y los justiciables poseen una serie de acciones procesales para que se enjuicie si es o no conforme con el ordenamiento jurídico.
Todo cuanto salga de esta mecánica carece de eficacia en el campo de la justicia, y así debe ser, toda vez que lo contrario o distinto supondría la monstruosidad jurídica de que, si un justiciable por mandato legal debe ser absuelto, el juez, en el ejercicio de un arbitrio personal, podría declararle culpable de la comisión de unos hechos.
Sentada esa premisa, debe centrarse el tema en la actividad del Parlamento, manantial de las leyes. Y si éste permite la vigencia o promulgación de leyes que permitan tales desatinos, el estupor sería absoluto, puesto que nuestra Cámara legislativa estaría engañando miserablemente al pueblo soberano, que le otorga periódicamente un mandato sobre coordenadas políticas previas e inviolables, además de incidir en inconstitucionalidad, cuando menos,
Quisiera apuntar la necesidad de que se estatuya un «techo» donde termine la libertad de expresión, inalienable en todo ser humano, para tipificar, en lo demás, la famosa institución anglosajona, con las naturales variantes, del libelo.
Un fallo judicial, insisto, se presume justo conforme a derecho en tanto otro órgano jurisdiccional no decida lo contrario o se haya agotado la vía procesal habilitada al respecto. Las leyes no son democráticas o dictatoriales, sino en tanto en cuanto exista un Parlamento puro o un órgano más o menos impuesto que, en su actuar colegiado, plasma en textos armónicos el ser de una comunidad política.
Si yo mañana constato la promulgación de unas normas que nos indiquen lo que podemos decir y lo que debemos callar -porque, repito, el derecho no es conciencia, moral, intelecto, sino precisamente la decantación de todo ello-, me alegraré infinito, pues se habrá desterrado la disociación entre aquellos y tal normativa y se respetará el principio democrático de aceptarla sin más, sin reticencias o desencantos.
Desearía de corazón que este asunto sirviera para clarificar algo el tema, sin tomar derroteros que la justicia y el periodismo no deben aceptar. La primera, porque es fiel mandataria de la ley, y el segundo, porque es depositario de la verdad. Ley y verdad son la justicia. Esta, a su vez, el fundamento de los Estados.
La democracia no acepta torturas, ofensas, abusos, esclavitud, depositarios personales de la perfección, órdenes a secas, desprecio. Desde un pedestal, irradia su luz para que todos la reciban, y sólo toman asiento en él quienes sus destinatarios desean.
Créame, señor director, que desde el amor que siento por la justicia y el periodismo desde muy
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joven quisiera tener «por no puesto», como se dice en el argot forense, todo lo que ha sucedido.
Deseo firmemente que el Estado español, con leyes justas y adecua das, nos permita a todos opinar libremente, sin riesgos. Porque éstos -y a las pruebas me remito- aún anidan en los textos vigentes, y aun a fuer de reiterativo y con el mayor espíritu de equidad, en tanto no se arrumben aquéllos nos hallaremos con «ceros» parecidos al mío, y eso, la verdad, no se lo deseo a nadie./ Jefe de la secretaría particular del presidente del Tribunal Supremo.
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