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Dolores y Gozos de la Real

No le falta razón en su ironía a Ramón Recalde cuando propone como paradigma general para estos tiempos de contrarreforma política, irresistible ascenso de la Santa Casa y ausencia de alternativas viables la conocida devoción de los Dolores y Gozos del Glorioso Patriarca San José, letenía que sobresaltó nuestra infancia con insospechadas noticias acerca de la compleja ambigüedad de la existencia y los primeros rudimentos, eficaces, aunque píos, de la consolación dialéctica. Así, los decepcionados seguidores de la Real pudimos, en este domingo negro en que la célebre frase del sobrino del príncipe Salina («algo hay que cambiar para que no cambie nada») se aplicó también a la Liga, confortarnos con algunas variantes laicas de la oración que probablemente sugirió a Roger Garaudy los primeros vislumbres de las convergencias entre las dos concepciones del mundo que más aprecia.¡Cuánto dolor al contemplar cómo las mieles del triunfo blanquiazul se han transformado en amargo acíbar por la incapacidad rojiblanca para arañar un punto en Chamartín! Pero ¡cuánto gozo al recordar que hasta la penúltima jornada el equipo de Atocha permaneció invicto! ¡Cuánto dolor al comprobar que, también en fútbol, los poderosos tienden a hacerse cada vez más poderosos, mientras que los humildes han de conformarse con atisbar tras el cristal de la vitrina los trofeos ajenos! Pero ¡cuánto gozo al imaginar las inquietudes que acosaron, hasta anteayer, a quienes creen que el futuro no puede ser sino una repetición monocorde del pasado! ¡Cuánto dolor al reparar en que la Real no ha sido campeón por un solo punto! Pero ¡cuánto gozo al señalar que esa diferencia procede del injusto y caciquil penalti que le permitió al Madrid despojar a la Real de su merecida victoria en el Bernabéu!

Es difícil, por lo demás, resistirse a la tentación de establecer analogías, no por gratuitas y falsas menos queridas y engañosas, entre el desarrollo de la última Liga y la situación general del país. No se trata, claro está, de apoyar ciegamente a los que afirman que nada se entiende de la última crisis ministerial, de la resistencia del señor Pérez-Llorca a aceptar la vicepresidencia de Asuntos Autonómicos, de los silencios y viajes del señor Suárez y del aplazamiento del debate general del Congreso hasta después de que finalizara la Liga sin introducir previamente en el cuadro del análisis los nervios y la desazón del Gobierno ante el dramático codo a codo entre la Real y el Madrid. Nada más lejos de mi propósito que hacer mía esta conjetura, pese a que los débiles argumentos que avalan su plausibilidad son con todo más convincentes que las inverosímiles explicaciones que suelen dar los portavoces y criaditos de UCD sobre el proceder de sus jefes y amos en la actual cacería contra la libertad de expresión organizada desde esa finca de la Santa Casa (¡cuánto dolor y qué nulo gozo nos han producido los patriarcas Lavilla y Cavero!) que es el Ministerio de Justicia. Ahora bien, las semejanzas entre el torneo de la regularidad futbolística y el torneo de la mediocridad política de la temporada 1979-1980 son demasiado estridentes, por otra parte, para no ser escuchadas. Tanto en un caso como en otro, la pauta es idéntica: se puede participar, pero no se puede ganar, ya que el triunfo final está reservado a los de siempre.

So es sencillo, desde luego, alcanzar la sabiduría oriental de aquel hombre notable que, tras haber confesado que lo que más le gustaba en la vida era «jugar y perder», dio a la estúpida pregunta de si no preferiría más bien «jugar y ganar» una memorable respuesta: «¿Jugar y ganar? Pero ¿es que se puede?» Estampa que sólo ha sido mejorada por el protagonista de La soledad del corredor de fondo, el perpetuo loser que dejó a su adversario romper la cinta de llegada por la irritación que le producía convertirse en winner. Porque algunos seguidores de los blanquiazules estamos persuadidos de que la Real no hizo en Sevilla sino imitar al Smith de Alan Sillitoe y regalar al Madrid el papel del chico de Gunthorpe en esta Liga.

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