Ramón y el divorcio
«Ramón» naturalmente no hay más que uno en nuestras letras, es decir, el apellidado Gómez de la Serna como «don Ramón» no puede ser más que Menédez Pidal y «Ramoncín», el de Vallecas. Y de «Ramón», nuestro «Ramón» he encontrado un texto estremecedor a propósito de un tema que si era importante en aquel tiempo -años treinta- hoy resulta apasionante: el de la separación legal de la pareja española. De eso -claro está- se ha escrito largamente, y nuestros mejores espadas literarios se han manifestado, directa o indirectamente, con firma de manifiestos o a través de los personajes de sus obras sobre el derecho de los cónyuges a buscar un nuevo camino cuando el anterior se ha cegado por las causas que sean. Pero lo que hace original -una vez más- el punto de vista de Ramón es que, en lugar de exigir espacio físico y legal para la nueva situación, ataca dura y salvajemente la anterior. No se trata de que los divorciados tengan también derechos; quien no los tiene es precisamente la pareja clásica, la pareja santificada por un sacramento, los que «aún después de haber dejado de amarse duermen juntos».... esa falta de justificación pasional enturbia incluso la descendencia: «Los hijos de legitimo matrimonio son generalmente los que lo son menos de nadie..., porque han sido hechos cualquier noche..., una noche de las demasiadas noches en que, por costumbre y por imposición, se acuestan juntos».Le asombra oír a las gentes casadas hablar mal de «los amantes»... «Ellos, que están amancebados con más publicidad que la conveniente, sin esa castidad que tienen "los amantes" en medio de su libertad, ellos, que no han sabido mantener las reservas de la alcoba, sino que han hecho entrar demasiado a los criados y hasta han recibido a los extraños en su cama, ellos que aún después de haber dejado de amarse duermen juntos, ellos, que se han permitido delante de los demás caricias inoportunas, porque estaban casados, es decir, patentizados de inmoralidad, de desvergüenza. En el matrimonio se arrastra la desvergüenza, no se da toda la importancia a la pasión; lo que sucede en él sucede oscuramente... Todo se sucede abandonadamente, desidiosamente, porque todo se sintió justificado aquel día, el día de bodas, aunque esa justificación sea algo gratuito, caprichoso, mentido, y aunque esté asesorada por la Guardia Civil... ¡Y esa cosa sucia, cargante, estúpida, se proclama por todas partes! ¡Qué asco!... Los matrimonios están pervertidos en los noviazgos, largos, hipócritas, cobardes, inhumanos, insensatos, llenos de silenciosas depravaciones. ¡Corrupción innoble, desnaturalizada, ruin de los noviazgos!... El matrimonio, sacramento verdaderamente espurio, da esa agresividad de imponer, de enseñar, prevalerse del matrimonio, que abunda en los casados, que es en lo que coinciden, aunque no coincidan ni en el amor ni en las ideas... Los hijos de legítimo matrimonio son generalmente los que son menos de nadie, menos que los que han sido depositados en la inclusa, porque han sido hechos cualquier noche, una noche sin carácter y sin toda la pasión, una noche de las demasiadas noches en que por costumbre y por imposición se acuestan ellos juntos; los hijos del matrimonio son hijos increados... En el matrimonio todo se vuelve ruin, injusto, obcecado, arbitrario»...
La idea del matrimonio como cepo, como sujeción que amplía su metáfora al triste nombre de «esposas» con las que se sujeta las muñecas de quien acaba de perder su libertad, es clásica e internacional. Yo traje de Senegal y tengo en la pared de mi despacho un yugo de madera hecho de argollas enlazadas y terminadas en dos figuras rústicas representando al hombre y a la mujer. El símbolo es viejo, pero Ramón le da ferocidad nueva... El escritor español ve la unión marital como un castigo dantesco, donde dos seres pagan su falta de generosidad y de grandeza y ese intento de refugiarse en un sacramento por pequeñez moral y falta de valor. «En el matrimonio ella está castigada, mordida, humillada por él y él por ella, dos poderes iguales y antagónicos». La evocación plástica final pone el vello de punta.
«Todo es lamentable en esas atmósferas y todo sería más espantoso si el mal hombre y la mala mujer, el hombre oscuro y la mujer oscura, el hombre cicatero y la mujer cicatera, el hombre enemigo y las uniones y las libertades esplendorosas y la mujer enemiga de las uniones y libertades esplendorosas no resultasen castigados; pero el matrimonio sirve para hacer purgar su personalidad cuca y proterva a las almas pequeñas, porque únicamente por el matrimonio el verdugo -el único verdugo con autoridad y constancia suficiente- penetra en la vida de los insoportables y les reduce, les combate, les arruina, les afrenta, por no haber hecho más vasta su alma, por no haber troquelado la gallarda alianza de los amantes, por no haber sido buenos y generosos... En el matrimonio, ella está castigada, mordida, humillada, perseguida por él, y él por ella, dos poderes iguales y antagónicos... Se pueden sentir vengados los que han sido ofendidos por sus sonrisas, sus calumnias, su falta de caridad; porque ellos como esos que se desafían atándose primero por la cintura, se están hartando de puñaladas, de expiación. ¡Apartémonos de las iras que quedarán en sus almas incapaces de transfigurarse! Ante los matrimonios me acordaré de aquella tortura que sazonaba los carnavales trágicos del siglo XIX, de aquellos dos gatos que se asomaban el uno frente al otro -la cabeza y los brazuelos- por dos agujeros hechos en un cajón, en cuyo secreto manipulaba la máscara inmunda, retorciéndoles y pellizcándoles para hacer que se arañasen y resoplasen espantosamente, embistiéndose con esos arañazos terribles de los gatos... Aquel juguete de una crueldad negra y atroz sólo lo he podido comparar, después de haber visto muchas cosas espantosas, a la insania del matrimonio ». (Gómez de la Serna, Ramón. Greguerías, Madrid, S. f. ¿años 30? Páginas 191 a 193).
La defensa del amor libre independiente, del amor seguro precisamente porque no hay sacramento como un guardia puesto por, la sociedad a la puerta del hogar que impida la escapatoria de él o de ella, no es nueva en el siglo XX. La hizo, entre otros, Oscar Wilde, fuera, Fernández Flórez, dentro. Pero no creo que ningún escritor, y menos alguien llamado oficialmente «humorista», llegara a ese juicio que casi rezuma sangre; como si Ramón hubiera asestado una puñalada al punto más sensible y doloroso de nuestra sociedad tradicional.
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