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Efebolatría

Para calibrar la astucia de un político, los ingleses recurren a la original sentencia de que «tan sólo es astuto aquel diputado que en la Cámara de los Comunes habla diez horas del desierto y no menciona a los camellos ni una sola vez».En España estamos llenos de astutos pelmazos y de camellos, uno de estos últimos bastante vapuleado: la juventud. Nuestra sociedad experimenta gran preocupación por ella: programas de radio y de televisión, páginas enteras en periódicos y revistas, modas, discos, ropa, bebidas, cosméticos, juegos, deportes y mil cosas más son inventadas a diario para los jóvenes, esos impresionantes consumidores de objetos e ideas. Sin embargo, la adulación no da buenos resultados, y entonces hay que recurrir con urgencia a idear mitos explosivos e inalcanzables. Pero esto también tiene inconvenientes: fabricar un mito es proponer una solución irrealizable a un problema concreto y real.

Antonio de Senillosa, presidente del Partido Popular Catalán, es diputado de Coalicón Democrática por Barcelona

Tannhäuser, de Wagner. Director escena: E. Fisher. Director musical: H. Fricke. Reparto: S. Vogel ("Hermann")S. Wenkoff("Tannhäuser"), S. Lorenz (" Wolfram "), P. Bindzus ("Walther"),Hanna Lisowska ("Elisabeth"), L. Dvorakova ("Venus"), P. Olesch ('"Biterolf"), H. Garduhn ("Heinrich"), G. Frohlich ("Reinmar") y C. Nossek ("Hirt). Decorados: W. Werz. Figurines: C. Stromberg. Coreografía: I. Funke. Teatro de la Zarzuela

Al no hallar respuestas para la juventud del tipo «ya, ahora mismo, en este instante», los problemas se transfieren al Gobierno, a los políticos, a los educadores, a los padres, a los analistas, lo cual quiere decir, en buen romance, que se devuelva la pelota a la sociedad y que ella juegue su propio encuentro. Dicho de otra manera: puestos a solucionar un problema con efectos inmediatos -una huelga, por ejemplo-, o encontrar una respuesta a un conflicto que puede tener un efecto diferido -digamos la promulgación de una ley educativa racionalmente estudiada-, la balanza decisoria, ya se sabe -¡los votos son tan importantes!-, siempre se inclinará hacia la instantaneidad, el repentinismo, la improvisación -o, lo que es peor, el sectarismo.

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Personalmente, pienso que disertar sobre el Sahara sin vislumbrar un par de gibas no es una actitud política inteligente. El problema de la juventud está ahí, corpóreo y denso, deambulando por las ciudades y los pueblos, dentro de los colegios y las fábricas, en el interior de las universidades y las granjas; también en la calle. De ahí que solamente pueda ser soslayado por quienes pertenecen a una fatigada generación intelectual o por aquellos que razonan en términos de Edad Media.

La juventud puede ser -advierto que el tiempo verbal lo empleo cuidadosamente- rebelde, revolucionaria, pasota, terrorista, guerrillera, mística... Tal vez practique el psicodrama frente a las Cortes, o le dé por recitar a coro los poemas de Kahlil Gibran. En cualquier caso, mi adhesión a ella termina cuando los valores y conceptos -pocos- que considero sagrados son atropellados miserablemente. Por ejemplo, matar a un ser humano por la espalda. Aquí debe rechazarse toda transacción.

Algunos partidos políticos han descubierto un nuevo filón: la efebolatría. Fotogénicos padres aparecen sosteniendo a tiernos infantes, mientras en el cielo se agita una bandera partidista. Otros adolescentes, con un chupa-chups en la boca, inician el aprendizaje de la concentración callejera. ¿Estoy repudiando esas técnicas? De ninguna manera. Puesto que muchos de esos chicos tienen un padre o una madre -o ambos a la vez-, una tía o un abuelo, lo que estoy poniendo muy en duda es la capacidad mental de quienes lo fomentan u obligan a esos niños a cambiar el balón por la piedra y hasta la bomba.

Tampoco acepto la tremenda mentira de que toda la juventud es de izquierdas. Aunque los paralelismos no son válidos, e insinuar comparaciones apresuradas tampoco es muy lícito, la única opción que se me ocurre es apelar a la Historia, ya que la misma carece de garras y dientes, un detalle que conviene recordar, pues muchos demagogos no se acercan a ella ante el temor de ser mordidos.

El ciclón revolucionario de 1888, junto con el Manifiesto comunista, en esencia, tuvo como gran protagonista a la juventud. Su papel en los procesos revolucionarios de Asia, Africa y América Latina fue auténticamente relevante, pues se jugaban su independencia. Los universitarios, con sus críticas furibundas en la prerrevolución zarista, son una evidencia. Dicho esto, nadie con unos mínimos conocimientos históricos puede negar el papel de la juventud en estos acontecimientos. Ruego se entienda que cuando digo juventud no me esto refiriendo a la juventud dorada, a la juventud universitaria, a la juventud opulenta, sino también a la juventud proletaria.

En 1956, los jóvenes fueron una punta de lanza anticomunista en Hungría. Enfrente tenían a los comunistas húngaros prosoviéticos y, por supuesto, a las tropas y tanques rusos. Las acciones de las juveniles guerrillas urbanas de Budapest están en todos los noticieros del mundo. Ese mismo año, en Poznan, la juventud militó en las filas anticomunistas. En 1960, los rebeldes de los claustros coreanos presionaron para el derrocamiento del proamericano Khee. En 1966, en Indonesia, la juventud fue anticomunista y, cosa curiosa, proEjército, transformándose en el sector decisivo para la caída del izquierdista Sukarno. En 1968 le tocó el turno a Francia. La juventud luchó contra De Gaulle, apostando por la izquierda (posiblemente), pero favoreciendo (quizá) a la derecha. Pérez Jiménez en Venezuela, Rojas Pinillas en Colombia, Fulgencio Batista en Cuba y Somoza en Nicaragua deben sus áureos exilios a la juventud. En Checoslovaquia, junto a Dubcek y Svodova, la juventud no dudó en jugarse el tipo.

Retrocedamos más. Los reaccionarios maurrasianos de Action Française dominaron la universidad francesa más férreamente que lo hacen hoy los practicantes de los tics izquierdistas al uso. Un fenómeno similar ocurría en Italia y en Alemania, en la década del treinta y la primera mitad de la del cuarenta; la calle, esta vez sí, tenía dueño: la juventud. Para no extendernos en el tema, remito al lector a las encuestas realizadas en Estados Unidos por Seymur Lipset, y en América Latina por Glaucio Soares. Resumen del informe Lipset: de 300.000 estudiantes encuestados, 7.000 pertenecían a la contestataria New Left Students for Democratic Society, y 233.000 aparecieron como «moderados», lo cual significaba que votaban por el Partido Demócrata o Republicano.

La imagen generalizada de que los jóvenes estudiantes y proletarios pertenecen a la izquierda es una falacia a tener muy en cuenta en las elecciones de 1983. En mi opinión, es más verosímil afirmar que la juventud es casi siempre un sector de denuncia y censura, especialmente frente a los gobiernos -¡de izquierdas, centro o derechas!-, crítica que puede ser justa o injusta -eso ahora está fuera de discusión- y que contesta, con razón o sin ella, acciones políticas reales desde planteamientos ideológicos.

Con tanta similitud formal -barbas d'annunzianas incluidas- es muy complicado distinguir lo auténtico de lo informal. Separar al juvenil militante verdadero del aventurero que juega a hacer política es, a veces, difícil. De todas maneras, a estos rabiosos marginados de la política convendría recordarles que el «Vivere pericolosamente» fue un eslogan que impuso con aceite de ricino Benito Mussolini, no Nicolás Lenin. Aunque Mussolini hubiera podido añadir que tras vivir peligrosamente convenía hacerlo con el mínimo riesgo posible.

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