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El túnel del parado

Cuando el parado penetra en su túnel aparece en él un síndrome peligroso: la taciturnidad. Su rostro adquiere un tono macilento, su andar se hace arrastrado, decae el apetito y, por las noches, se debate en un desasosiego invencible: así es como el insomnio se convierte en una carrera contra el tiempo de la que obviamente saldrá derrotado cada mañana.Cuando el parado penetra en su túnel se transforma en salchicha: carne de cola. El Estado le concede un año y medio de supervivencia. No de una manera gratuita: le da una tarjeta verde, un número, le cuadricula, y a vivir, que son dieciocho meses.

Cuando el parado penetra en su túnel se vuelve bípedo exclusivo y permanente. Esta etapa en que vivirá bajo la protección del Estado resulta un ejercicio de paciencia que se le irá imponiendo poco a poco, si bien al principio siente ganas de gritar con acento bíblico: «Vosotros sois fabricantes de remedios inútiles.» No tardará en percatarse de la esterilidad de su protesta y acabará aceptando su condición de ficha de dominó en una Cola interminable. Cada pocos días tendrá que pasar un control; es decir, permanecer en la cola hasta que, llegado su turno, le señalarán un día de la semana siguiente para que inicie una nueva cola y un nuevo control. A comienzos de cada mes recibirá el subsidio, ganado a golpe de cola, espera y paciencia (la mansedumbre se da por descontada).

Así como la fila del control es mustia, sólo conduce al limbo, la de primeros de mes resulta tensa e inquietante; cualquier error humano o cibernético le impedirá recibir el subsidio. Por eso, aunque manso por fuera, por dentro está al borde del estallido.

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La cola semanal del control es zoco de comunicación. Comienzan a conocerse los individuos de la misma condición y así van surgiendo pequeñas frases protocolarias, esbozos de revelaciones, ínfimas confesiones salpicadas de tristes anécdotas. Unos leen las páginas deportivas de los periódicos, otros no tienen fuerzas más que para mantener su propia lucha interior, mientras sus ojos se extravían por los rincones llenos de colillas; pero aún algunos hablan con los compañeros en un intercambio de miserias, de pequeñas frustraciones laborales que los más optimistas tratan de sazonar con humoradas. Máscaras sin carnaval, en definitiva.

Nadie vive con tanta intensidad el paso del tiempo como el parado. Cada nuevo control es un aldabonazo de lo inexorable. Cada paga queda ensombrecida por la constatación de que es un paso más hacia el fin. De esta forma el parado avanza por su túnel como un soldado herido, consciente de que ya le queda menos para el

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desplome definitivo. El tiempo siempre corre en contra suya. Si fuera preciso, llegaría incluso a reconocerse culpable de algo, aceptaría cualquier propósito de enmienda, pero sabe la inutilidad de tales mecanismos. En su túnel no hay lugar para un descanso al borde del camino propicio a la reflexión. No se le permite parar al parado. La cuerda del parado está en contínuo movimiento. Todo a su alrededor es oscuro, confuso y alarmante,, incluidas las bromas de algunos compañeros de infortunio o los tímidos aires folklóricos silbados por algunos recalcitrantes. Su túnel tiene un término, que es el abismo.

¿Y qué hacer durante este tránsito? No se le permite hacer nada: tal es la condición sine qua non exigida por el Estado. Ha de vivir únicamente en función de la tarjeta verde, de su número, de las cuadrículas donde le marcan las fechas de presentación. Fuera de eso, todo es sospecha o delito. Digamos delito social. El tiempo libre que le dejan los trámites, el parado sólo puede ocuparlo en dormitar para recuperarse del insomnio, en mantenerse a disposición de la autoridad, en darle vueltas a la certeza de que el tiempo corre y el túnel se acaba.

Antes intentará, en el colmo del optimismo histórico, liberarse de su destino apostando a las quinielas o al bingo. Es peor, la desmoralización fe crece por dentro como una hiedra. De nada sirve maldecir: cuando se llega a este convencimiento empieza a estar maduro para aceptar el estado catatónico propiciado por las circunstancias. Sólo en ese estado catatónico es concebible que dos millones de parados no incordien a la sociedad.

Los listillos sociales suelen decir que el parado es vago y pícaro, que lo está manteniendo él con su trabajo y que no hace sino disfrutar de una beca oficial. Bueno, cosas más graves le dijo Sofar a Job, y éste acabó agachando la cabeza. El parado acoge estas impertinencias indiferente, allá por el catorceavo mes, cuando ya vislumbra el término de su pícara andadura. Antes, la rabia le reconcome, estaría dispuesto a desafiar al mundo. Mas después de tantas horas de control, la resignación le cubre la piel proporcionando a su rostro un nuevo colorido amarillento y a su mirada una penetrante inmovilidad.

El túnel nunca está desierto. El parado con experiencia ha adquirido una vejez prematura que contrasta con las risas vocingleras de los recién incorporados a la peregrinación. Es una buena escuela esta travesía. Los neófitos aún no tienen noción del tiempo inexorable, creen que nunca se les acabará. Son como niños, por eso al principio se atreven incluso a exigir no sé qué derechos.

La vida en el túnel les enseñará que el poder es un aliado del tiempo y que contra ambos no se puede luchar. Por eso, el viejo prematuro, allá por el decimoséptimo mes, cuando sabe que ha consumido su penúltima paga y que un paso más lejos está el precipicio, aún tiene un soplo de servidumbre y musita para el cuello de su camisa: «¡Ah, si volviera a ser como en los pasados tiempos, como en los días en que Dios me protegía! » (Job, 29-2.)

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