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¿Obispos por el marxismo?

El jueves Santo emitió TVE la segunda de las charlas religiosas noturnas que durante el triduo sacro estuvo a cargo de tres obispos. Aquel día le tocó al de Jaén, monseñor Miguel Peinado. Confieso que, al oírlo, quedé un poco turbado; pero la cosa no pasó de ahí. Pero después me han asaeteado a preguntas, que me creo en el deber de responder, en favor de los oyentes y del propio obispo de Jaén, en cuya intencionalidad no podría encerrarse lo que objetivamente sus palabras daban a entender.La frase «escandalosa» era, literalmente, ésta: «Yo no creo en el hombre; yo creo en Cristo.» Muchos amigos marxistas, que buscan sincera y ansiosamente una aproximación a la fe cristiana (una «conversión» diríamos en términos clásicos) han quedado pasmados. Efectivamente, el marxismo, en su fabulosa autoevolución, ha superado el ingenuo y juvenil «humanismo ateo», del que hacía gala -eso sí, no mucha- Carlos Marx con poca originalidad, ya que no hacía más que seguir a Ludwig Feuerbach y a una corriente que se fue poniendo de moda a partir de la Ilustración.

El «humanismo ateo» partía del presupuesto de que hay una incompatibilidad, no sólo semántica, sino casi metafísica, entre «dios» y «hombre». Decir «dios» es prácticamene negar al «hombre», y viceversa. La hominización pasa fatalmente por las desdiosación, así como el endiosamiento engorda a costa de la «alienación humana».

Por eso, cuando monseñor Peinado establecía esa irreductibilidad de fe en el hombre y de fe en Cristo, se presuponía que aquí a Cristo se le consideraba principal y fundamentalmente como Dios; y que la fe en El se hacía, de' alguna manera, a costa de la fe en el hombre. Y así volvíamos al punto de partida: un obispo consideraba como válido el planteamiento de Marx y de sus antecesores. Lógicamente, todos los que creen en el hombre tendrán que abandonar la fe en Cristo.

Confieso que yo, en mi condición de teólogo, me acordé en aquel momento de la herejía de los primeros siglos que se llamó «docetismo» (o «aparentismo»), en virtud de la cual se suponía que Dios no se había hecho hombre de carne y hueso, sino que se había disfrazado de hombre. Nada más. Aparecía («edókei») como hombre, pero, en realidad, era solamente Dios. Esta herejía quedó condenada en el Concilio Constantinopolitano III, donde quedó claro que la afirmación de la divinidad no elimina o aminora la humanidad. Al contrario, se resaltaba la expresión de san Ireneo: «Gloria De¡ vivens homo» («La gloria de Dios es el hombre viviente»).

En los inicios del cristianismo, los judíos (Göbels decía que el mayor crimen de los judíos fue el de haber inventado el cristianismo) que habían creído se empeñaron a fondo en demostrar a los griegos que su cultura humanista no quedaría perjudicada por la fe en Cristo, sino purificada y engrandecida. Cristo era el hombre por antonomasia. Incluso, como dicen los Evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento, fichar por el hombre ya implica fichar por Cristo, aunque esta segunda parte no aparezca en la superficie consciente: «Todo lo que hicisteis por uno de estos pequeños y desgraciados, lo hicisteis por mí.» Y yo diría que en esta dialéctica Dios (Cristo)hombre podría darse absurdamente la existencia, a nivel subjetivo del «creyente», del solo polo «Cristo», pero no a la inversa: la presencia del polo «hombre» lleva implícitamente la aceptación, aunque inconsciente, de Cristo, que se ha hecho representar por el hombre alienado.

Por eso, esta falta de dialecticidad entre divinidad y humanidad es nociva para unos y para otros. A mí mismo me escandaliza el que, con motivo del asesinato de monseñor Romero, arzobispo de El Salvador, algunos eclesiásticos subrayen casi exclusivamente lo que en ello hubo de sacrilegio: un obispo revestido de ornamentos litúrgicos, la celebración de una misa, una homilía y un lugar sagrado. Pero ¿es que no es igualmente (o a veces mucho más) sacrílego el asesinar formalmente (mediante el tiro o la tortura) o indirectamente (mediante la sumisión al hambre mortal) a millares de seres humanos, que, por el hecho de serlo, son representantes de Cristo, que quiso hacer esa paradójica ecuación entre sí mismo y todos los desheredados de la tierra?

Es francamente alarmante esta sensibilidad de las iglesias frente al «sacrilegio» formal y la correspondiente indiferencia o poca atención frente al sacrilegio real de todas las víctimas de la opresión y de la explotación.

En resumen: agradecemos a TVE que haga asomar a su pantalla a los obispos de la Iglesia católica; pero quisiéramos que a través de ella se reflejara la realidad plural y dialogante de esta realidad, nada despreciable, de esta parahistoria cotidiana de lo desconocido y poco noticiable.

José María González Ruiz teólogo, es canónigo de la catedral de Málaga.

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