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La huelga de hostelería del aeropuerto, un problema diario para sus 50.000 usuarios

Los 30.000 viajeros que a diario permanecen durante una o más horas en situación de tránsito en Barajas, y los 14.000 empleados del aeropuerto, se ven forzados a gastos imprevistos, a penalidades sin solución e incluso a pequeños problemas familiares a causa del cierre de tas cafeterías, autoservicios y restaurantes de que está dotado el aeropuerto

La falta de servicios de comedor crea máximas dificultades a las familias que viajan con niños de corta edad: la preparación de una papilla de lactante, por ejemplo, exige el uso del agua corriente de los lavabos, y el rápido traslado al pueblo de Barajas impone un gasto suplementario de unas cuatrocientas pesetas en servicios de taxi. La huelga entró ayer en su octava semana de duración.

La imagen de los grandes vestíbulos del aeropuerto es desoladora. El cansancio habitual en los viajeros se agrava ilimitadamente ante la imposibilidad de utilizar el modo más común de espera: sentarse frente a una mesa para tomar un café, un te o un refresco. Los asientos distribuidos en las grandes naves están saturados de personas resignadas a su suerte; han de defender el sillón de plástico o la banqueta, sin posibilidad de alternativa.

Una de las tiendas de souvenirs ha instalado una nevera con botes de bebidas y expone un pequeño cupo de roscas, hojaldres, madalenas y patatas fritas de bolsa para que muchos de los sorprendidos usuarios del avión puedan consolarse. Sobre este puesto de emergencia hay división de opiniones entre los empleados.

El caso ofrece una complicación suplementaria: si los viajeros pasan el filtro policial hacia las interioridades de la instalación ni pueden volver a salir ni disponen de otro recurso que unas raquíticas máquinas automáticas que venden café sintético al precio de veinticinco pesetas; eso sí, para mantener la tradición de aeropuerto carísimo. En ocasiones excepcionales, los trabajadores de algunas compañías aéreas se ofrecen para resolver, siquiera en parte, la situación de emergencia que ha de afrontar su clientela. En la historia doméstica del aeropuerto ya se han contabilizado casos de administrativos que hicieron una expedición con su coche hasta los pueblos más próximos para traer viandas, y las ofertas espontáneas de las mozas de tierra para acompañar a las familias que parecen más desamparadas. Hay, en la vida diaria de Barajas, pequeños márgenes de heroísmo y de desaliento.

Al final del vestíbulo de internacionales, una representación del comité de empresa, «reforzada por algunos compañeros», recuerda que inicialmente «los trabajadores abrimos puestos de socorro para resolver las necesidades más acuciantes de los viajeros, pero la empresa los cerró, en coincidencia con el cierre patronal de los otros servicios. Hoy son frecuentes las quejas de personas que precisan agua para desleír un medicamento o una pastilla. Si nos dejan abrir un puesto de socorro gratuito, mañana mismo lo desempeñamos, pero por ahora también estamos muy limitados: tenemos anulada la tarjeta de circulación por el aeropuerto».

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Entre conversaciones y obligatorias partidas de naipes, los trabajadores presentes en la trastienda del aeropuerto recuerdan algunas posiciones que consideran significativas en la negociación. «Nosotros aceptábamos la oferta del delegado de Trabajo, en el sentido de que la resolución del caso de los tres primeros despidos, que fueron el origen del conflicto, pasara al arbitraje de la Delegación, mientras los restantes trabajadores volviesen a sus puestos; también aceptábamos la oferta de que Magistratura decidiese sobre ellos, mientras los demás se reincorporaban al trabajo, y la de que todos volvieran, mientras que los despidos fueron asimilados a un periodo de vacaciones que se prolongase hasta que Magistratura resolviera. Pero la empresa no aceptó ninguna de las opciones. » En momentos «de máxima voluntad de negociación», los miembros del comité formulan una última propuesta. «No nos importaría que la empresa nos aplicara una sanción más o menos simbólica para mantener incólume el principio de autoridad. A ver si esta semana, por fin...» Muchos de los 14.000 empleados en las dependencias del aeropuerto también han tenido que forzar su ritmo de vida. «Están obligados a traer la comida de casa, o a utilizar los vales de la compañía, para almorzar o cenar en los pueblos próximos. Sin embargo, se da la afortunada circunstancia de que muchos tienen sus residencias muy próximas y que ya solían acudir diariamente a ellas a comer, así que, en todo caso, sus dificultades parecen menores en principio. Nosotros, el comité de empresa, tenemos que resaltar que recibimos escritos de apoyo por parte de muchos de estos grupos de trabajadores que comprenden el problema. » A cualquier hora, los vestíbulos, llenos y sospechosamente silenciosos, son pequeños campos de refugiados que quieren irse a toda prisa en la primera aeronave que llegue. Las grandes zonas ocupadas por las cafeterías tienen carteles y vallas de clausura y, al fin, la habitual Barajas-boutique ha pasado a ser un consultorio para enfermos leves, pero sin esperanza.

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