La psiquiatría en busca del tiempo perdido
En 1927 se concedió el Premio Nobel, por primera y única vez, a un médico psiquiatra: Julius von Wagner-Jauregg. Tuvo la idea de inyectar a ciertos enfermos mentales sangre procedente de otros enfermos que padecían malaria. Wagner-Jauregg midió mucho el alcance de su decisión. Pero habla observado y comparado. La lúes cerebral causaba, por entonces, estragos y Wagner-Jauregg advirtió que enfermos con parálisis progresiva, enfermedad mental metaluética, mejoraban, a veces, tras padecer una afección febril. Wagner-Jauregg inoculó el agente productor del paludismo a un grupo de paralíticos generales. Fue el suyo el primer éxito en el tratamiento de una enfermedad mental terrible hasta entonces. Más tarde, la penicilina desplazó a la malarioterapia. Pero, durante casi medio siglo, muchos enfermos se beneficiaron de aquella actuación. Wagner-Jauregg descorrió el pestillo de la puerta del manicomio. Nunca se ha explicado el efecto saludable de la malarioterapia.Poco después, Manfred Sakel descubrió, al tratar a toxicómanos mediante dosis elevadas de insulina, que, si se administraban dosis excesivas y, por error, se producían comas, mejoraban sorprendentemente algunos enfermos psicóticos severos. Sakel observó, comparó y decidió provocar aquellos estados de coma. Tardó más de una década en publicar los resultados, que, verificados en miles de enfermos, desencadenaron una oleada de entusiasmo terapéutico. Sakei dio un primer empujón a la puerta, ya desatrancada. Nadie ha explicado, tampoco, a qué se debe la acción de la insulinoterapia.
Por los mismos años, Von Meduna, partiendo de la suposición, hoy tenida por errónea, de una incompatibilidad entre esquizofrenia y epilepsia, inició la terapéutica por el choque con alcanfor. Von Meduna, equivocado en cuanto a sus presupuestos teóricos, observó, comparó y decidió provocar crisis epilépticas a los pacientes esquizofrénicos. Y muchos mejoraron como nunca antes. Todavía no se ha aclarado el porqué.
Un psiquiatra italiano, Cerletti, decidió sustituir los medios químicos utilizados para provocar crisis convulsivas por una breve descarga eléctrica sobre el cerebro, proceder más cuantificable, más seguro y, sobre todo, menos terrorífico. La eficacia y la sencillez impusieron la nueva técnica. Sin duda se abusó de ella, pero, entre otros beneficios, el suicidio dejó de ser final común de los cursos depresivos.
Doblando la mitad de nuestro siglo, un anestesista francés, Laborit, buscaba nuevos fármacos con que reducir la respuesta del paciente frente a la agresión de las grandes intervenciones quirúrgicas. Al utilizar cloropromazina, observó notables cambios en los comportamientos. Dos psiquiatras, Delay y Den¡ker, se interesaron en esos curiosos cambios. Observaron, compararon y decidieron emplear la cioropromazina en pacientes esquizofrénicos. Fue el comienzo de una nueva era para la psiquiatría. Las puertas de¡ manicomio, a veces, por desgracia, aún giratorias, se abrieron para siempre. Los manicomios desaparecerán y no por otras razones que las de su inutilidad.
Los nuevos fármacos modulan la actividad metabólica alterada en los psicóticos y disminuyen la reactividad funcional neurótica y energosomática. Y, más importante si cabe, unen asu formidable poder terapéutico la notabilidad de descubrir un camino para el conocimiento de los trastornos bioquímicos subyacentes en los grandes trastornos mentales.
La psiquiatría, que tantas piruetas dio, nunca perdió de¡ todo la senda común de la medicina y a ella vuelve en busca de más seguro caminar. Los gritos primordiales, las transacciones OK, los traumas dolorosos, los entrenamientos de la sensibilidad, todas, en fin, las incontables formas de pagar la escucha, en grupo o individualizada, bien están. Cada uno es muy dueño de hacer de su capa un sayo. Pero la psiquiatría poco tiene con ellas en común. Demos al César lo que es del César. Entrenar ejecutivos o hacer conjeturas sobre los comportamientos en la alcoba dista mucho de tratar delirantes, depresivos, neuróticos o enfermedades de disregulación, por mucho que, en sus extremos, la anormalidad se difumine en la cordura y los límites funcionales de un sistema se sitúen lejos de lo que suponemos márgenes de reversibilidad.
La medicina, y la psiquiatría en ella, son un saber empírico. Los ejemplos citados, si bien con distinta trascendencia, reproducen un modelo común. Sus protagonistas observaron, compararon y obraron en razón de un objetivo primordial: combatir un proceso ,patológico conocido por algunas de sus manifestaciones; cómo hizo Semmelweis, al observar que las manos de los obstetras vehiculaban las infecciones: obligó a todoslos médicos a lavarse las manos antes de asistir los partos y asestó el primer golpe a la sepsis puerp, eral. Como hizo Líster, al utilizar el ácido fénico sobre las heridas quirúrgicas porque había visto usarlo para evitar la fetidez de los albañales: posibilitó la cirugía moderna. Como hizo Jenner; tras observar que las ordeñadoras de vacas padecían una forma de viruela menor y quedaban inmunes frente a la grawerifermedad, decidió inocular a un muchacho linfa tomada de las vesículas del dedo de una lechera.
Casi dos siglos nos separan de Jenner y de su heroica decisión. No se pida hoy a la psiquiatría, iniciada ayer, más de lo que hoy la psiquiatría puede dar, pues hasta ayer no significó más que custodia del enfermo y, en el mejor y menos frecuente de los casos, apoyo moral. Se necesitan todavía años de tanteos, de errores, de paciente investigación. Pero se presiente cercano un salto de gigante apoyado en el conocimiento íntimo de la textura del sistema nervioso, de los neurotransmisores, de técnicas íncreíblemente sofisticadas que permiten ya estudiar áreas específicas del cerebro humano en acción. Mientras tanto, exijamos a todos la seria tarea de velar por los intereses sociales; velar, antes de nada, por los intereses de la minusvalía que deriva, en ocasiones, del trastorno mental. Las espaldas de los psiquiatras no bastan para soportar tan colosal problemá. Pero cuidado con equivocar los papeles. Los psiquiatras bastante tenemos con reconocer la enfermedad, advertir cómo prevenirla y bregar por la cordura en el difícil, por urgente, momento de tratarla. Hoy por hoy, evitar que la puerta vuelva a cerrarse es un esfuerzo insoportable. Pero estamos empeñados en abriría de par en par.
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