Después de Franco, ¿qué?
Esto hay que escribirlo así, sin interrogaciones tipográficas, porque las interrogaciones ya se las ponen y me las ponen todos los días los reporteros audaces en las entrevistas, desde la revista Europ, que me saca a toda galleta, hasta el Lui, que me sa ea con María Asquerino, Pepe Martín, Africa Prat, López-Vázquez (nuestro Groucho nacional) y otras mitologías.-¿Y después de Franco, qué?
Quieren decir que qué ha pasado en la cultura española con la muerte de Franco y la liberalización del rollo. Como si uno tuviese algo que ver con la cultura, aparte los folletos de editoriales que puntualmente y por bandadas vienen a posarse en mi alféizar/buzón, como palomas impresas y generalmente catalanas. Ahora mismo la Televisión Española, para el programa «Encuentros con las letras», que hace Carlos Vélez, y que me ha parecido siempre el hombre más serio, responsable, Culto y modesto de aquella casa de la Bernarda Alba. Lo cual que van a filmarnos a unos cuantos sobre lo que ha pasado con la cultura después que matamos al difunto de muerte natural.
Pues miren ustedes, a ver si se aclaran: la democracia, que no es poco, ha tenido sobre la cultura, más que nada, efectos clarificadores, mejor que efectos creadores, que la creación es la loca de la casa y va por donde y cuando quiere, hasta el punto de que había más y mejores figuras antifranquistas con Franco que sin él, o sea que es lo suyo: la censura provoca inmediatamente la subversión del texto, el texto en subversión, como he explicado hace poco a los universitarios de Amberes. Lo que no puede expresar el texto censurado lo expresa el subtexto, e incluso el contexto, y ahí es donde se produce la subversión. Muerto Franco se acabó la rabia. Muerto Franco, la cebada al porro, que mi pasota se hace porros hasta de cebada, y Africa Prat se lo hace con pastillas de heno y cerveza. Aquí, el que no corre flipa. Digo, decía, que la democracia, aunque sea festiva y cheli, como la que tenemos (gracias, Torrente, por concederme doctorado en cheli), ha ejercido sobre todo efectos clarificadores, que eran los más urgentes. Lo que yo llamo las culturas nocturnas, los teatros e iglesias ético/estéticos del silencio y la resistencia antifranquista, dieron el realismo, el tremendismo, el retoricismo de izquierdas y el estilismo de derechas. Así, ha podido saberse que el antifranquismo profesional de toda una mitología culta, desde Luis María Ansón al teatro de Ruibal, desde Fernando Arrabal a Emilio Romero (con su supuesto periodismo en subversión: «somos la izquierda del Régimen», decía), no vivía sino de Franco y con él ha transmigrado socialmente, profesionalmente, estéticamente. Noches de Oliver, en el tardofranquismo (Jorge Fiestas me las recordaba ayer por teléfono), cuando el club de Marsillach era un garito de vagos, maleantes y peligrosos sociales, según una legislación no totalmente extinguida, como nos recuerda Martínez Zato. Felices sesenta; década prodigiosa en que Terenci Moix podía alcanzar el prestigio de un Jean Cocteau de la cultureta, para que ahora, democráticamente, se lo trague todo el catalanismo católico y agiotista de Jordi Pujol.
Eso es lo que ha pasado después de Franco, tíos, tías. Que nos hemos aclarado y ya sabemos que Augusto Assía (aun cuando Víctor Alba le explique en un libro de Historia como contacto de Moscú en Ginebra) es un gran periodista liberal que ordefia vacas sagradas en el Finisterre político. Que los grandes socialrealistas de los cincuenta no eran los de la nómina oficial o plantilla Seix, sino Miguel Delibes, Ignacio Aldecoa y Sánchez-Ferlosio, tres particulares peatonales que iban por libre. Sólo quienes se habían saltado la muerte de Franco con diez años de ventaja, como diez metros lisos, han funcionado después: Savater en el ensayo, Benet en la novela, Gimferrer en la poesía. En cuanto a las carrozas anteriores que venimos de cuando entonces, algunos han sabido seguir haciendo franquismo/antifranquismo después de Franco, y los demás se han ido a tomar por retambufa. Con perdón.
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