El Reino Unido y los problemas comunitarios
LA COMUNIDAD Europea atraviesa en estos momentos una nueva crisis política e institucional. Los nueve no acaban de imponer un solo rumbo al barco comunitario y, lo que es peor, empiezan a encontrar serias dificultades a la hora de reconducir sus políticas de compromiso con las que anualmente fueron, poco a poco, capeando temporales agrícolas, monetarios, energéticos e institucionales, por citar los más significativos. La sensación actual sitúa a la CEE en un duro impasse que ha de buscar su desenlace en la próxima cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, el próximo día 31 en Bruselas.Esta vez no es la Europa verde el campo de batalla comunitario. El combate discurre en torno a un viejo maleficio que ya pronosticaron De Gaulle y Spaak años atrás, advirtiendo contra el ingreso inmediato y tardío del Reino Unido en las Comunidades Europeas. Es una cuestión de dinero; se trata de la aportación británica al presupuesto de la CEE, que se prevé en 1980 en unos 1.200 millones de libras (más de 180.000 millones de pesetas), de los que Gran Bretaña recuperará directamente muy poco, porque su alto nivel de industrialización y desarrollo la excluyen de los beneficios que aportan a otros países los fondos comunitarios agrícola y regional. Las cuentas, desde luego, no son tan simples, porque el Gobierno de Londres consigue canalizar en la Unión Aduanera Comunitaria no pocos productos de su potente posición industrial y comercial, incluyendo en muchos casos a sus aliados de la Commonwealth.
Esta crisis, que arrastra desde finales del pasado año, después de que el debate presupuestario de la CEE fuera aplazado en la cumbre de Dublín, tiene un doble desafío: el político y el institucional. El político, porque la cuestión -ritánica no ha dejado de estar presente en los problemas intracomunitarios desde que Edward Heath firmó en 1973 los tratados de adhesión del Reino Unido. Tan sólo unos meses después su eterno rival político, Harold Wilson, consiguió renegociar los tratados en Bruselas, lo que ya fu desde el comienzo un presagio y una humillación para los seis, que aceptaron rectificar una firma tan solemne.
Desde entonces no han cesado los enfrentamientos, y Gran Bretaña no hizo nada por disimular su descontento y, entre otras cosas, su imagen de caballo de Troya de Estados Unidos infiltrado en territorio europeo. A la sui géneris posición británica en el concierto comunitario hay que añadirle siempre el ingrediente de la special relationship, que anuda las actitudes de Washington y Londres en temas económicos, energéticos y, sobre todo, de política exterior. Ahí está a la vista el boicot americano a la Olimpíada de Moscú, seguido con furor y, hasta ahora, en solitario en Europa por el Reino Unido.
Londres no cree en la Europa política, y -al igual que los gaullistas y comunistas de Francia- prefiere una gran zona de libre cambio a la idea de construir un tercer centro de influencia y decisiones en el mundo que se convierta en su día en punto de equilibrio entre las superpotencias del Este y del Oeste y las dependencias tecnológicas-financieras y de materias primas del Norte y del Sur.
Aquí está el centro neurálgico del debate. Se trata de averiguar hasta dónde llega la voluntad política de Gran Bretaña en su compromiso con la construcción política europea, y en ello, la aportación del Reino Unido al presupuesto comunitario (que, desde luego, puede ser reducida en algo, en busca de un mayor equilibrio de las responsabilidades financieras de la CEE) se ha convertido en prueba de fuego para averiguar las reales intenciones del Gobierno de la señora Thatcher, de su partido y de la opinión pública general de los británicos, como se desprende de la dura votación que dio a la jefa del Gobierno una abrumadora mayoría en el Parlamento británico en apoyo a su intransigencia.
¿Europa sin los ingleses? Esta es una interrogante que empieza a surgir y que su sola presencia constituye un síntoma importante. En todo caso, esta crisis, a debatir una vez más a finales de mes y al más alto nivel europeo, desvela otra enfermedad, tampoco inferior, de la propia CEE: el problema institucional. Los nueve abordarán en la cumbre de Bruselas un informe del llamado comité de notables sobre los problemas institucionales que aportará a la CEE su segunda ampliación con la perspectiva del ingreso en esta década de Grecia, España y Portugal.
La representación proporcional de los Estados en el Parlamento Europeo, sus aportaciones presupuestarias, su participación en los fondos y especialmente el sistema de decisiones comunitario se verán duramente afectados en una Comunidad de los doce. Ya a nueve, todos estos problemas se convierten en obstáculos casi inamovibles para las instituciones de la CEE. El Parlamento Europeo, con sus incipientes poderes; la Comisión Europea, con su sola capacidad de «propuesta», y el Consejo de Ministros, sometido al sistema de veto, aparecen hoy día como incapaces de gobernar la CEE y no hacen otra cosa que relegar sus competencias y elevarlas a un nivel superior: el Consejo Europeo o la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno. Este super-Consejo se ha convertido en un cajón de sastre de lo que deberían sancionar el Parlamento, la Comisión y los ministros. Aquí van a parar todas las políticas conflictivas -energía, pesca, presupuesto, agricultura, etcétera- a la espera del compromiso milagro. No se delegan funciones, y mucho menos, capacidad de decisión, y ello constituye un grave problema para la maquinaria comunitaria, sometida hoy a la intransigencia de un solo país, Gran Bretaña, que bloquea el resto de la actividad y, aquí incluido, el propio proceso de negociación de España al ingreso en la CEE.
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