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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Mujeres

AYER FUE conmemorado el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Sin excesivo eco, como no podía ser menos de esperar en un tema que atañe a la mujer. La historia de esta celebración es ilustrativa y terrible: el 8 de marzo de 1908, el propietario de la fábrica textil Cotton, en Nueva York, prendió fuego a su factoría con las trabajadoras dentro. Se habían encerrado reclamando una jornada laboral de diez horas. Murieron 129 obreras. Dos años después, en 19 10, la segunda conferencia internacional de mujeres socialistas, a propuesta de la revolucionaria alemana Clara Zetkin, decidió rememorar el 8 de marzo en honor y recuerdo de la mujer trabajadora.Aquel asesinato no fue menos bárbaro que los fusilazos y ejecuciones de Chicago en 1886, sobre unos obreros que reclamaban la jornada de ocho horas y que dio lugar a la celebración del 1 de mayo como Día Internacional del Trabajo. Sin embargo, prevaleció y arraigó en todo el mundo esta segunda conmemoración. Se recuerdan aún los sucesos de Chicago de las postrimerías del siglo XIX y apenas se tiene noticia de los de Nueva York en este mismo siglo. Nada es casual en la historia, ni siquiera las casualidades.

La jornada internacional celebrada ayer bien se merece cuando menos alguna reflexión pública sobre el papel de la mujer en la sociedad, obviando la simbología de las fechas, que pierden o ven alterado su significado con el paso de los años. Los problemas de la mujer trabajadora abarcan aspectos que siempre fueron más amplios que los derivados de su condición de asalariada. De entre las escasas conquistas de la mujer en este siglo, una es, sin» duda, el ya irrenunciable reconocimiento -aun cuando sólo sea moral- de su condición de proletariado del hombre, trabajando sin salarios específicos ni derechos. laborales admitidos por las células familiares. Y aun así, pese a la transformación de las costumbres y la trabajosa batalla por modernizar el derecho matrimonial de Occidente, pasarán decenios antes de que la mujer encuentre un status igualitario en el microcosmos de la economía doméstica.

Otros son los agravios recibidos por las mujeres en sus relaciones laborales con las empresas. No es demagogia feminista aceptar el hecho de que en su trabajo al hombre se le da por sentada la inteligencia mientras que la mujer se ve obligada a demostrarla doblemente. El principio elemental de a igual trabajo igual salario continúa vulnerándose con las mujeres, y las posibilidades de promoción de éstas en la jerarquía laboral de las sociedades industriales siguen siendo escasas.

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Estos son temas o reivindicaciones bastante viejos y que causan cierto sonrojo intelectual a largas generaciones de sesudos varones, desde san Pablo a nuestros días, que se atrevieron a dilucidar en un concilio la posesión o no de alma por las mujeres, y que desde las cumbres del pensamiento occidental se las ha tildado de «animales heridos » o de seres con «cabellos largos e ideas cortas». No hay duda de que la misoginia es desdichadamente uno de los factores condicionantes de nuestra civilización.

Bajo esta luz hay que contemplar el radicalismo de algunos planteamientos feministas, que pueden, a veces, no acertar con sus razonamientos, pero que encuentran su última y definitiva razón en una interminable e histórica lista de marginaciones, discriminaciones y hasta humillaciones, para mayor gloria de la prevalencia de un sexo sobre el otro.

Tradicionalmente han sido los partidos políticos de izquierda los que mejor han asumido la problemática específica de la mujer. Su análisis ha sido correcto -no es la mujer quien debe ser liberada de sus opresiones, sino la sociedad entera de mujeres y varones-; pero en esa globalización, a la postre, las mujeres han salido perdiendo. Y, todo hay que decirlo: ni siquiera en el seno de esos partidos de izquierda se ha sabido resolver el problema de la marginación subliminal de las personas de sexo femenino. Tal es así que debería arrumbarse la acepción de «problema femenino» y empezar a utilizar dialécticamente el término de «problema masculino».

Sea como fuere, la más pobre de las conciencias ilustradas que habite una sociedad avanzada tendrá que hacerse cruces de que a estas alturas continúe planteándose «el problema de la mujer». El mero cargo que en este país nos acabamos de inventar en un ministerio como el de Cultura, merece una meditación: «Director general de la Juventud, Mujery Promoción Social». Bien es cierto que mejora en algo lo que hasta hace unos días se llamaba «la condición femenina», pero es motivo de alarma que una sociedad supuestamente cambiante y progresista mantenga direcciones generales de la mujer como direcciones generales de lo Contencioso.

El problema de la mujer, en definitiva, no existe: lo que perdura es un problema masculino que ha dividido el género humano en razas, sexos y clases en función de intereses económicos. A ese problema -no conduce a nada el ocultarlo- han contribuido muchas mujeres intoxicadas por una educación y una tradición paradójicamente masculina y regresiva. Cuando Victoria Kent votaba en las Cortes Constituyentes de la Segunda República contra el voto femenino, sabía lo que hacía y participaba conscientemente de los temores azañistas sobre la influencia conservadora del voto de las mujeres. Las condiciones sociopolíticas han cambiado sustancialmente -al menos en este país-, pero algún esfuerzo es preciso para que se termine con el más estúpido de los malententidos de la humanidad: el que ha conducido al enfrentamiento de los sexos y del que el patriarcado histórico es sin duda el principal culpable.

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