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El senador Jordache o la felicidad

Según parece, la serie televisiva Hombre rico, hombre pobre ha resultado todo un acontecimiento nacional entre nosotros. Se dice que hasta los cines, restaurantes y lugares de expansión han visto disminuir su clientela habitual, que ha preferido quedarse en casa para no perderse las aventuras del senador Jordache; y éstas parece que han alimentado más conversaciones que nuestra propia realidad nacional, por supuesto. Holocausto, pese a los infantiles temores de la Administración, que tanto había dudado en autorizar su proyección, pasó, aquí, entre nosotros, sin pena ni gloria o, más bien, con harta pena y desagrade), que en seguida quedaron templados con chistecitos sobre judíos y nazis, por ejemplo. Los dramas de conciencia, que en otros países levantó esta serie televisiva, fueron alejados así de nosotros. ¿Porque somos incapaces de sentimiento de culpa o porque no deseamos tenerlo? La respuesta exigiría un análisis muy prolijo de introspección, de antropología del ser español, e incluso de nuestro pelagianismo nacional, potenciado ahora con la llegada de la visión americana de la vida que nos hace negar el mal y, desde luego, el ser responsables de él. Mas dejemos esto.El caso es que Hombre rico, hombre pobre, una historieta fabricada tras una investigación de marketing, es decir, según la receta de los best-sellers y de los éxitos de público de todo tipo, ha alcanzado su propósito. La serie que tanto ha conmovido a las gentes es una segunda parte de la novela de Irvin Shaw, escrita para la televisión en vista del éxito obtenido por la adaptación de esa novela. Su autor accedió a que un guionista prosiguiera a su antojo la narración y manejara sus personajes, mediante una buena compensación económica, y, por lo visto, habrá todavía una tercera parte, aunque al senador Jordache haya habido que asesinarle, ya que el actor que encarnaba el personaje no se ha avenido con los productores en punto a dinero para rodar esa tercera parte. He aquí, pues, un producto totalmente fabricado y falseado, pero de nada sirve el denunciarlo o apuntar su increíble bajo nivel intelectual y moral. La historieta está contada con suma eficacia a través de una cuidadosa mezcla de violencia, sexo, suspense e incluso unas gotas de ética barata, defensa de la libre empresa y afirmación del triunfo a que conduce el trabajo, etcétera, y las gentes sucumben a su fascinación. Quizá, después de todo, lo que el hombre de hoy busca, en resumidas cuentas, es ser engañado y manipulado: que le saquen de una realidad demasiado angustiosa o demasiado chata y gris y le suministren unos minutos de «salida de sí mismo», de evasión y cosquilleo, de descarga libidinal y de la agresividad. El hombre no quiere, ni probablemente ha querido nunca, pero ahora menos que nunca, la verdad ni la libertad, como le dijo a Cristo el Gran Inquisidor de Dostoievski, sino la felicidad. Y la felicidad, para un hombre como el de estos finales del siglo XX en sociedades industriales y técnicamente desarrolladas, puro instrumento productor-consumidor, puede muy bien consistir en mirar las chinescas perfectas sombras coloreadas de televisión que fabrican en América como pródromo del descanso, como alienación de la propia identidad personal, como consuelo y láudano de una conciencia atomizada en un mundo insoportable.

Pero, para los españoles concretamente, las aventuras de Jordache tienen, además, la fascinación de un descubrimiento político-moral, que sirve de «catarsis» a su propia experiencia política: al menos en la televisión, ve sentados ante los tribunales a gentes poderosas, toca con sus manos la corrupción y su entramado, y comprueba cómo Jordache-San Miguel lucha contra el mal. El mismo Jordache, a su vez, es calumniado y juzgado como una Juana de Arco, pero, sin duda, tiene que triunfar. Como no ha leído a Shakespeare, además, el español toma por una tragedia la pura bruticie y la masacre final de la serie. Contendrá su aliento hasta que la tercera parte muestre, desde luego, el triunfo del bien y el castigo de los malos. Y subraye la ausencia del «hombre pobre». En realidad, porque no hay pobres, no hay mal, no hay muerte, ni envejecimiento, sufrimiento, ni némesis: todo es un juego entre gentes hermosas y buenas -es decir, jóvenes y no enfermas- y malos y enfermos mentales. Todo es una dorada píldora, que se ingiere por sí sola y ayuda a soportar la realidad. Al día siguiente, todo el mundo se siente más aliviado y espera la dosis nocturna.

Lo realmente significativo es que el arte, desde la pintura a la música, pasando por el teatro, también buscó siempre esta función «mnemónica» o de «catarsis», sólo que tirando del hombre hacia arriba y haciéndolo más hombre, al transcenderlo de alguna manera. Es un camino siempre más difícil. Sin embargo, este producto del señor Jordache es más «democrático»: banaliza todo y puede ingerirlo cualquiera, con tal de que esté dispuesto a tragarse ruedas de molino y luego a descansar.

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