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Cuarenta y un años de paz

Nunca hubo en Cataluña partido tan presidido. Presidente de la Generalidad, presidente del Barcelona FC, presidente del Real Madrid, presidente de la Federación Española de Fútbol. Además, el acto empezó presidido por el espíritu de concordia que Tarradellas quiere legar a la posteridad, a manera de final feliz de la película de una vida política sublimada del argumento de un guionista de Hollywood, años treinta o cuarenta, cuando los guionistas de Hollywood aún fingían creer en los hombres providenciales y los finales felices. Tarradellas quiere despedirse pacificando, disposición común en todos los que nacieron genéticamente condicionados a ser ministros de la Gobernación. Como los grandes ateos, los hombres con alma de gobernantes mueren entre vacilaciones. A veces rondan el culto a la acracia.Núñez no cabía en sí de gozo, sin que jamás me atreva a sugerir la cantidad de gozo necesaria para que Núñez no quepa en sí mismo. Él, un hombre que se ha hecho a sí mismo, rodeado de tantos presidentes y dueño de tantos gladiadores. Él, tan inclinado a Fuerza Nueva y Alianza Popular, respaldado por un discípulo de Maciá y colaborador de Companys. Él, terrible flagelador del centralismo, avenido a la generosidad del que sabe perdonar y puede perdonar desde el poder de una moralidad por encima de cualquier sospecha. Él, que hasta ahora se había limitado a construir esquinas de pirámides, de pronto aupado a la cúspide, dominando la penúltima lontananza del valle de los Reyes. Quién sabe. Quién sabe.

De Carlos reparaba antiguas impertinencias de Bernabéu, el que dijo: «Cataluña es un gran país, lástima que esté lleno de catalanes.» Y sobre todo aquella impertinencia mayor cometida por don Santiago en 1939, cuando entró en Lérida vestido de cabo, dispuesto a liberar Cataluña de sí misma. «Santiago», le decía un hermano mayor a Bernabéu. «no te fíes de los hombres pequeños, no te fíes de los hombres que se tocan los pies con los pedos.» De Carlos hubiera querido ver allí, en tan presidido palco, a Bernabéu, en pie, escuchando en silencio Els segadors, uno de los himnos más vendidos por la Cruzada de Liberación.

En cuanto a Porta, lejos, muy lejos, de su checa universitaria de los años cuarenta, por la que pasaron prohombres de la política y la gastronomía, como Cañellas y Senillosa, saboreaba el instante de reconciliación con el agradecimiento de los viejos condottieros cansados de su rol. Rodeado de respetabilidad por todas partes, Porta probablemente afrontaba el acto como un entrenamiento para situaciones futuras. Cañellas es un aspirante a la presidencia de la Generalidad y algún día pueden encontrarse en el mismo palco la víctima y el verdugo de los años cuarenta. «Antonio, yo ...e.» «No digas más, Pablo..., lo pasado, pasado está.» «Era muy joven ...» «Eramos muy jóvenes.» «Lo siento, pero sigo siendo del Español.» «En verdad, en verdad te digo, Pablo, que es catalán todo aquel que vive y, trabaja en Cataluña.»

Y así iba a ir todo. Lástima que el señor Fandos, árbitro del encuentro, se equivocara. Creyó que el penalti era falta, creyó que el trigo era agua y aunque los presidentes encajaron el error, el gran error, con la parálisis facial de las gentes bien educadas, los fantasmas familiares iban por dentro. «La mare quels va parir», «Esto a mí no me lo hacen», «Tararí, tararí, Carlos V entra en Madrid», «¡Viva España!», iban pensando, por orden de aparición escénica. Luego, cuando el Madrid marcó dos goles, los jugadores del Barcelona se dedicaron a pasear la pelota como si fuera un caniche anémico; el público recordó que ha venido a este mundo a sufrir y a aplaudir a Cunningham. Ni siquiera hubo explosión final de indignación contra el árbitro, ni contra el poder arbitral, ni contra el poder.

Llovía desganadamente sobre la cidad, los tanques soviéticos seguían en Afganistán. «Eah, eah, el Barça se cabrea», trataban de animar la cosa unos muchachillos del Real Madrid dispuestos a recibir un par de paraguazos. Ni eso consiguieron.

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