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Glosas del centenario: Azaña y la música

No es de ahora la tón lea de este trabajo, y tampoco de mi largo ensayo de hace cuatro años sobre la sensibilidad estética de Azaña. Voy y vengo de mucho más allá y en esa muy viva memoria hay dos etapas. La primera durante la República y en aquella inolvidable y no repetida ni imitada universidad de los Ortega, Zubiri, Morente, Castillejo, De los Ríos, Asín Palacios: en esa universidad, los estudiantes, muy divididos, en ideas y creencias, se agrupaban en buena y cordial minoría a la hora, por ejemplo, de comprar, comentar y de casi sollozar con La voz a ti debida, de Pedro Salinas, y no menos en el encuentro semanal de los conciertos sinfónicos. No era rara la presencia de Azaña en un palco y bien se notaba que el gesto era otro. La segunda etapa se verifica en la inmediata posguerra. La Orquesta Filarmónica de Madrid, muy ligada a los Salvador y a Azaña, con su director Pérez Casas dando conciertos en la España republicana, estaba sitiada por recelos y hasta por denuncias.Fue Antonio Tovar, subsecretario entonces, el que arregló casi todo, propició los conciertos y abrazó públicamente a Pérez Casas. Con Jesús Rubio, músico y también subsecretario, con Turina, comisario, Pérez Casas dirigió la Orquesta Nacional y, más tarde, fue nombrado comisario de música. Presidió la junta de la orquesta aquel singularísimo jesuita que fue el P. Otaño, jesuita albista en su juventud -algo amigo de Azaña-, liberal a su manera y miedoso, sin razón de que el SEU -«la SEU» decía él recordando a la FUE- se le pusiera enfrente. Ocurrió, exactamente, lo contrario.

Lo anterior es necesario prólogo para escribir de lo que la música significó para Azaña como componente inseparable de su aguda sensibilidad cultural, antes de su ascensión política y como descanso y más durante el poder. En las notas y artículos del Azaña joven en París, la música aparece de cuando en cuando, si el acontecimiento es trascendental para su espíritu y lo trascendental fue la música en las vísperas de Navidad, en Notre-Dame, o el estreno en París de El sombrero de tres picos, estreno comentado en largo artículo que redescubrimos con motivo del centenario de Falla. Los políticos de entonces, y no pocos de los escritores, tenían como música obligada la del Real: era casi forzosa la asistencia de los ministros el día de corte y alguna que otra visita de urgencia al rey -don Juan de la Cierva lo cuenta- se hizo en el antepalco regio. En otro antepalco, en el del Liceo, tuvo lugar una famosa entrevista de Dato con Cambó. El cierre del Real liberó a no pocos políticos de la obligación de aburrirse. En esa vida musical madrileña hay un grupo de hombres cultos que si se reconcilian con el Real es gracias a la venida de los ballets de Diaghilev: la amistad de Azaña con los Rivas Cherif (atención a la nueva edición de la biografía con el apéndice de un muy significativo epistolario), con Enrique de Mesa, acentúa esa abierta sensibilidad. Por otra parte, el Ateneo, la Sociedad Nacional de Música, la Filarmónica, Salazar, los Salvador, son polos de atracción para el Azaña aficionado excepcional: no olvidemos que el gusto por lo sinfónico y por la música de cámara suponía en un grupo de escritores una cierta precaución frente a la chifladura por los divos de la ópera y, en el caso de Azaña, rebelde al fácil casticismo del Madrid provinciano, un neto rechazo de la zarzuela. Más tarde, en sus Memorias de político pondrá en la picota a Ossorio y Gallardo que veía en la zarzuela Curro Vargas, algo así como una cima de la música española: la cima para el añaza de los años veinte estaba en el Falla comentado por Salazar.

Azaña en el poder oye, sí, la música como descanso, como huida: la casi diaria escapada al Guadarrama y las frecuentes a los conciertos cumplen esa dulce misión del olvido de la áspera realidad cotidiana. Hay matices sin embargo: conmovedor el que confiese haber acertado en el lenguaje cordial de un discurso por haber oído antes la sinfonía Júpiter, de Mozart; típico y ejemplar de un «profesional de la cultura» en el poder dorar las recepciones en palacio o en la presidencia del Consejo con conciertos de las orquestas madrileñas buena satisfacción cuando algún embajador le ofrece concierto de Cubiles después de la cena de gala; muy capaz de dialogar bien con el Herriot biógrafo de Beethoven. Tuvo el buen gusto de influir para que permaneciese la orden de Isabel la Católica: con ella condecoró en el saloncillo del Español a Antonia Mercé La Argentina, en la cumbre entonces de su éxito mundial. Hubo también desengaños: supe a través de Juanito Barnés, compañero y buen amigo, a pesar de las diferencias religiosas y políticas, que dos organismos, uno importantísimo y el otro de menor cuantía, llenaban de desilusión a Azaña por la manera de llevarlos: la Junta para la Reforma Agraria y la Junta Nacional de Música, donde estaba su buen amigo Oscar Esplá. Algo de eso he contado en mi historia del conservatorio.

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En las Memorias de guerra y en la biografia de Rivas Cherif asoma claramente su pasión por Beethoven, y esa pasión se cifra en circunstancias que ahora, a distancia de tantos años, nos llenan de admiración y de congoja. El día de su santo, en 1938, recibe con gozo el regalo de sus ayudantes: una buena gramola y los discos de las sinfonías de Beethoven. Para él son especialmente conmovedores los aplausos en el Liceo cuando va al concierto de Pablo Casals. Dimitido de la presidencia de la República desde la embajada en París, camino del definitivo exilio, se despide de tantas cosas y, poco antes de la salida del tren para Ginebra, va a oír el Beethoven del gran Weingartner, a quien tanto había admirado de joven. «¡Qué blanco está ya! », exclama y susurra a la vez desde el rincón de un palco.

No hay política en lo que escribo, y si la hay es para señalar, una vez más, que si Azaña sufrió de sus enemigos un verdadero «linchamiento moral» -la justísima expresión es de Aranguren-, sufrió no menos de cierta soledad «cultural» entre los suyos, y de ahí su emoción con la visita de Fernando de los Ríos en Valencia, su refugio en el gusto exquisito de su mujer, en la amistad de esa familia, en sus diálogos de enfermo, enfermo de corazón deshecho, con Miguel Salvador, más músico que su padre, Amós. No pudo vivir ya lo que más quería de Beethoven: su «alegría y reconocimiento después de la tormenta» en el último tiempo de la sinfonía Pastoral.

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