Adiós, Código Penal, adiós
Se va, se muere. El Código Penal franquista de 1944, objeto de numerosas reformas posteriores a través de parches y remiendos horribles -salvo excepciones-, agoniza.Un código penal es siempre una ley de gran trascendencia política, reflejo del sistema imperante en un país. Bueno será, por tanto, ahora que se ha remitido al Congreso el proyecto de ley orgánica que contemplará las figuras delictivas y las penas que hayan de aplicarse a las personas que delincan en el futuro, dedicar unas líneas, sin agotar el tema -imposible en un artículo-, a este Código viejo que chochea, pero que todavía padecen muchos ciudadanos y que diariamente es interpretado con no demasiado entusiasmo por la mayoría de jueces y fiscales españoles. Resaltemos, pues, algunos aspectos del mismo.
Al Código Penal se incorporó el decreto de 28 de mayo de 1937, que introdujo en el régimen penitenciario la redención de penas por el trabajo, cuya desaparición está prevista en el proyecto indicado. Si bien es cierto que se beneficiaron después con ello numerosos penados por delitos comunes, no lo es menos que su origen fue eminenternente político y un disfraz de los trabajos forzados que llevaban a cabo los prisioneros republicanos de nuestra guerra civil. Terminada ésta, muchos de ellos redimieron sus penas -nunca mejor dicho- en el Valle de los Caídos, participando como arquitectos involuntarios en su construcción en unos tiempos que fueron, sin duda, dantescos. En sus visitas frecuentes a tal lugar, el general vencedor los vio trabajar, siendo gran número de esos penados compañeros suyos de armas.
Una cosa es reconocer el derecho a la propiedad y protegerla y otra bien diferente es sancionar sus ataques con penas que en ocasiones rozan la barbarie. Es falsa, por tanto, la alegación por determinados sectores de que la penalización de delitos de esta naturaleza es benigna en nuestro Código. Sépase, por ejemplo, que el hurto de una peseta, si el autor de tan importante sustracción, capaz al parecer de arruinar a cualquier persona, tiene tres antecedentes por hechos semejantes puede ser condenado con pena de hasta seis años de duración. Y que con dos antecedentes, el autor de un robo de 16.000 pesetas puede ser agraciado con doce años, y hasta la última reforma -muy reciente- podía serlo con veinte. Quien sin estar autorizado utiliza un vehículo de motor ajeno, sin ánimo de «incorporarlo a su patrimonio» -¡menudo patrimonio tendrá el hombre!-, puede ser condenado por el valor del automóvil y si deja transcurrir veinticuatro horas sin restituirlo y carece de antecedentes, a la pena de doce años de cárcel. Es decir, menos un día, idéntica pena a la del homicidio.
Casos semejantes podrían citarse y que producen no menos escalofrío, pero es de destacar que, en algunas ocasiones, la intervención de los abogados, la benigna interpretación de los fiscales y la generosidad de los tribunales han evitado muchas injusticias. Pero son ellos quienes las han evitado, no el legislador. Recuerdo una anécdota acaecida en una audiencia gallega. En un juicio oral en el que el procesado -con antecedentes penales- se empeñaba en confesarse autor de un robo, a pesar de que el fiscal trataba de echarle una mano para que dijera que no había forzado la puerta de la casa en que había penetrado para robar, con lo que el hecho sería hurto y la pena sensiblemente inferior, no hubo forma de convencerlo. El abogado vio el cielo abierto e insistía en las tesis del fiscal, pero erre que erre, el procesado mantenía que la había forzado. Como el abogado insistiera más, intervino el presidente, gran magistrado con sentido del humor, quien dijo: «No se preocupe el señor letrado, que esa puerta la abro yo». Eso ha habido que hacer en ocasiones, abrir puertas siempre que ha sido posible.
Numerosas son las contradicciones del Código. Basten dos ejemplos. El hurto de más de 600.000 pesetas se puede castigar con pena de seis años de prisión más que si el apoderamiento de esa cantidad tiene lugar dando una paliza a la víctima y causándole lesiones de treinta días. Es una clarísima incitación a que, además de apoderarse de lo ajeno, se pegue con regodeo a la gente, lo que, a juicio de uno, no está bien. Y qué decir del desprecio a los maestros -¡qué manía a la cultura en este país, señor!-, que si son víctimas de las iras de sus alumnos y sufren lesiones de noventa días los autores son castigados con pena inferior a si las lesiones son de dieciséis días. El violento alumno que lo sepa se lo pasará en grande, pues será consciente de que cuanto más fuerte pegue a su maestro menor pena sufrirá.
También recoge el Código tan alabado por algunos la más horrible y tétrica de las penas, la pena de penas, la de muerte. La Magistratura tiene que estar agradecida al pueblo al haberse eliminado constitucionalmente la posibilidad de una ejecución, máxime si se tiene en cuenta que a ella tenían que asistir el fiscal y el juez instructor; no así el tribunal, que, al fin y al cabo, era quien enviaba al reo al patíbulo y que, sin saber nadie el porqué, se libraba del macabro espectáculo.
Pero este Código Penal dio también lugar a que en nombre de la sociedad se llenaran las cárceles españolas de millares y millares de personas que luchaban por la democracia por su forma de pensar contraria a la dictadura.
No contempla el Código, sin embargo, figuras de gran resonancia social, «la otra delincuencia»: atentados contra la naturaleza, especulación del suelo, mayor claridad en la adulteración de alimentos, evasión de capitales, delitos financieros... Es de esperar que se consagren en el nuevo.
Por todo ello, por su sádica regulación de los delitos contra la propiedad, su desajuste en los ataques a la honestidad, su ignorancia de la realidad en figuras como el aborto, por la multirreincidencia, por el recuerdo a los presos políticos, por la inseguridad que suponía el no cumplimiento de las penas con tantos indultos generales -que obedecían no tanto a la generosidad como a la terca negativa del anterior jefe del Estado a la concesión de una amnistía política-, por sus omisiones y por otros muchos motivos que no pueden tratarse por problemas de espacio, el Código Penal dejará un pésimo recuerdo y merece ser condenado. No se sabe todavía qué rostro tendrá el nuevo, pero, en cualquier caso, será más presentable que el actual.
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