Ante una ley del patrimonio artístico
Escribo, este artículo sobre el poso, que no se disuelve, que no quiero que se disuelva, de mi conferencia-diálogo con los decanos y herederos de la Institución Libre de Enseñanza: debo decir que yo heredo también el respeto que para ellos tuvieron sacerdotes como Asín Palacios y Zaragüeta, respeto, sí, de sabios, pero no menos de hombres de tolerancia. Pero ahora me urge escribir de otra cosa: mientras iba señalando lo que la línea Giner-Cossío señaló para el arte español, mi inconsciente azuzaba señalando que eso, precisamente eso, era prehistoria redescubierta ante el anuncio de una nueva ley ordenadora del patrimonio artístico nacional. Vivimos con los parches puestos a la ley de 1933, ley que para su tiempo fue innovadora y eficaz, inspirada en parte por la francesa de 1913 e inspiradora en parte de la italiana de la posguerra.No se dedicaron los institucionalistas a esa especie de caza de brujas sobre monumentos aislados: lo del llamado «patrimonio» lo veían como una exigencia derivada naturalmente de todo un amplio programa de política cultural. Hombres como Giner y Cossío no actuaron directamente en política, pues Cossío, diputado republicano en las primeras Cortes de la República, lo fue, por presión a la defensiva y estaba ya muy enfermo. Ahora bien, la política educativa del Partido Liberal -cuando se creó el Ministerio separado del de Fomento se llamó de Instrucción Pública y Bellas Artes-, concretamente la protección a los maestros de Romanones, la de grandeza cultural de Canalejas, la de Santiago Alba en su mejor época -el gran defensor de la Residencia de Estudiantes-, la del mismo Cambó como ministro de Fomento, el Cambó conferenciante de la Residencia, tenían como inspiración envolvente la empecinada labor de la Institución. Para ellos, el patrimonio artístico estaba situado en una política cultural de integración. Giner era catedrático de Filosofía del Derecho, y desde esa cátedra explicaba los problemas de la presión de la sociedad sobre el Estado con la siguiente consecuencia en nuestro tema: una ley sobre el patrimonio artístico, hecha por profesores, puede ser buenísima en la letra, pero ineficaz si no convoca, estimula, exige y premia a la sensibilidad social. Cossío escribió, sí, el primer gran libro sobre El Greco, pero junto a una preocupación obsesiva por la artesanía popular, por la canción, por todo un integral y vivido concepto del folklore, y eso se reflejaba y se refleja en el vivir cotidiano de los herederos, vivir burgués, pero con espíritu. El patrimonio requiere la conservación, pero tiene que servida, y el monumento perdura cuando se habita. Entiendo muy poco en el problema de las exenciones fiscales porque no me afectan, pero una ley hecha por hombres de cultura buscará modos y maneras no sólo de eximir, sino también de ayudar a los que viven en esos mundos, evitando hacer del patrimonio sólo ruta de turismo o dejarlo sin alma. Yo no sé si se ha meditado suficientemente el que los habitantes de nuestras bellas plazas mayores eran gentes de muy pequeña clase media, y casi me atrevo a sentir nostalgia de los tiestos que plantaba Fortunata para alegrar su cuchitril con vistas a la plaza. No, no es sólo cuestión de volúmenes y de alturas; se trata de que lo histórico pueda ser vida, como se hizo vida tanta vieja casa de Cuenca, tan querida por los discípulos de Angeles Gasset.
Tengo miedo, porque la he sufrido, de una burocracia con mando de expedientes, con facilidad para hacer de ellos política de dominio caciquil, y pienso lo que sería, incluso como medida pare el paro de licenciados, realizar lo que soñó Gómez Moreno, católico ferviente, pero tan bien ligado con los historiadores de la Institución: tener un cuerpo joven y ágil de expertos en arte, pero no menos en urbanismo y en ecología, discípulos y herederos de aquellos excursionistas de la Institución, sociólogos improvisados, manejando con instinto -lo que falla hoy es precisamente la cultura hecha instinto- todo el entorno de una vida ampliada en horizontes. Sí, funcionarios flexibles, pero no menos gentes de otras entidades que pueden ser legítimamente obligadas a ser protagonistas, pero dentro de un plan ordenado desde arriba, pues Marías ha señalado muy bien hasta qué punto es fluido el límite entre lo «privado» y lo «público». El patrimonio artístico puede sufrir mucho de quienes quieren hacer la guerra por su cuenta, pero también de los que lo aman a su manera. El campo de trabajo no puede ceñirse a una dirección general, ni siquiera a un ministerio: es cuestión de política general de la cultura, con políticos verdaderamente sensibles. Que Romanones tuviera el apoyo de la Casa del Pueblo para proteger la catedral de Toledo, que Cambó restaurase el palacete de la Moncloa, que Azaña -escribiré de esto con motivo del centenario- salvara lo mejor del Campo del Moro e impidiera el derribo de los grandes escudos reales, son ejemplos de un polo de tensión: el contrario y no enemigo sería el de los hombres comunes sensibilizados para que también, como en el caso de los discípulos de Cossío, un jarrón, un arca, una reja, un grabado, en casa, fueran queridos y mimados como patrimonio nacional.
Es verdad que ahora se plantea un problema que no se le presentó al legislador de 1933: el de las autonomías. Cataluña, gracias al esfuerzo admirable de la Mancomunidad de Prat de la Riba, tenía ya, a la hora del Estatuto, una espléndida infraestructura de organismos, surgidos, precisamente, de una sensibilidad que era viva incluso en la clase artesana, pues casas bien baratas no renunciaban a ornamentos discípulos de los de Gaudí. En la situación actual todo es distinto Y más difícil, pero caminar hacia la unidad dentro de las autonomías exige el cuidado del patrimonio, precisamente como «unidad», que no es igual a centralización, y que puede ser un gran estímulo, una fuente de conciencia común en las nuevas generaciones. Eso sólo será posible y, a la larga, si se parte de la formación del gusto desde la escuela: enseñanza y museo, conservatorios y espectáculo, folklore y sociología, religiosidad y liturgia no pueden ser compartimientos estancos ni clausura en minoría. El monumento, el paisaje, los rincones de carácter, los llamados «parajes», sólo son de verdad obra de arte si sirven para vivir mejor: es esto lo que debemos heredar, legal y, sensiblemente, de aquellos, excursionistas de la Institución que al redescubrir el Guadarrama llegaban a la fuente alta pasando por la casa, la fábrica, el jardín y la canción.
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