La condena de Hans Küng
LOS VIAJES de Juan Pablo II a Polonia e Irlanda, dos países entre cuyas señas de identidad figura el catolicismo, en parte como consecuencia de la previa identificación con otras variantes del cristianismo de sus enemigos históricos, y a México, en el que los dos viejos cultos y los antiguos dioses se mezclaron inextricablemente con el mensaje evangélico de los conquistadores, mostraron la destreza del papa Wojtyla para hacer aflorar las subterráneas posibilidades de un nuevo populismo orientado hacia Roma. La gira por Estados Unidos confirmó las notables condiciones para el liderazgo y la movilización de multitudes de un hombre de la Iglesia que ha sabido aunar las tradiciones de la sede de San Pedro con un peculiar instinto para utilizar los modernos medios de comunicación.Sin embargo, el año y medio de papado de Juan Pablo II ha deparado también algunas interrogantes de gran calibre. Hay como una chirriante contradicción entre la modernidad de imagen y de gestos, de atención a los mass media y de aprendizaje de técnicas de liderazgo mostradas por el papa Wojtyla y el regreso a un magisterio sobré las costumbres propio de épocas muy anteriores. Así, en la postura respecto al control de la natalidad, el celibato eclesiástico o el papel de la mujer en la Iglesia, el Papa se ha mostrado particularmente inflexible y ha promovido una oleada de comentarios sobre el proceso involucionista en el que amenaza haberse sumido la Iglesia. No se trata sólo del terreno de las costumbres, sino también del curso vacilante e impredictible de Juan Pablo II en las relaciones con la libertad de pensamiento. Pocas semanas atrás, el Papa declaraba la intención de la Iglesia de rendir homenaje a Einstein y de revisar el proceso de Galileo. Pero, sólo hace unos días el Santo Oficio ha condenado a Hans Küng, teólogo de Tubinga, y ha sumido en la perplejidad a todos los que creían firmemente en un acercamiento de la Iglesia católica a los sectores más avanzados y tolerantes de la sociedad moderna. Sin necesidad de entrar en el fondo de esa sanción contra Hans Küng, se puede decir que la forma en la que la Iglesia institucional llama al orden a sus teólogos resulta excesivamente disonante con los hábitos de tolerancia del mundo occidental. La legislación y la práctica canónica se sitúan, en el plano procesal, muy por debajo de cualquier ley de enjuiciamiento de un Estado que hace suya la Declaración de los
Derechos del Hombre, que concede al acusado todas las posibilidades de ser escuchado y de ser defendido y que, al menos en principio, no condena a nadie por sus ideas. Un proceso ideológico no parece cosa de este mundo, esto es, del mundo occidental, que tan justificadamente se alza contra las nuevas inquisiciones de los países del Este. Y, desde luego, se compadece muy mal con las pretensiones de convertir la defensa de los derechos humanos en el caballo de batalla de la comunidad cultural orientada por el humanismo cristiano.
El siglo XIX nos había entregado un pesado legado de desconfianza hacia la Iglesia, como institución imposible de reconciliar con el pensamiento, la ciencia y las conquistas sociopolíticas modernas. Juan XXIII, el Concilio Vaticano II y Pablo VI habían comenzado a levantar esa gravosa hipoteca y a desbloquear las relaciones de la sociedad civil, el pensamiento que «se atreve a saber», los regímenes basados en la soberanía popular y en las libertades y los movimientos sociales coloreados por ideologías no cristianas con la Iglesia. Pero ¿cómo podrá asimilar entonces un hombre de nuestro tiempo una condena como la de Hans Küng, precisamente uno de los teólogos católicos que había abierto con sinceridad y valentía el diálogo con el mundo de hoy? ¿Significan esta sanción y otros alarmantes síntomas involutivos de los últimos meses -como los rumores acerca de la rehabilitación del integrista Lefébvre- que estamos retrocediendo a los tiempos en que el Syllabus proclamaba sin matización alguna que el Papa no podía reconciliarse con la civilización moderna? Sólo los anticlericales folklóricos y decimonónicos, que echan de menos La Traca y el Fray Lazo, y los católicos tridentinos a machamartillo, que sueñan con los genocidios de futuras cruzadas, pueden alegrarse de la condena de Hans Küng. Para todos los hombres que, católicos o miembros de otras religiones, creyentes o agnósticos, consideran la tolerancia y la libertad como reglas básicas e inviolables de la convivencia social resulta algo entristecedor, doloroso y lamentable.
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