La acción pública
EL JUEZ que conoce de la querella criminal interpuesta por un colectivo de abogados, a fin de esclarecer los presuntos malos tratos aplicados por algunos funcionarios del Cuerpo de Prisiones del penal de Herrera de la Mancha a una parte de la población reclusa en ese centro, ha exigido la fianza de tres millones de pesetas para admitirla a trámite. La autoridad judicial tiene potestades para pedir esa cautela, pero parece sumamente dudoso que la elevada cuantía de la fianza guarde, en este caso, una relación con los hechos.El artículo 101 de la ley de Enjuiciamiento Criminal establece que «la acción penal es pública» y que «todos los ciudadanos españoles podrán ejercitarla de acuerdo con las prescripciones de la ley». Mientras el ministerio fiscal tiene la obligación de ejercerla, cualquier ciudadano tiene el derecho de hacerlo. De forma tan explícita como ejemplar, el artículo 270 indica que «todos los españoles, hayan sido o no ofendidos por el delito, pueden querellarse» ejercitando dicha acción pública. Sólo para evitar el capricho, las excentricidades o la abierta mala fe, el artículo 280 establece que «el particular querellante presentará fianza de la clase y en la cuantía que fije el juez o tribunal para responder de las resultas del juicio».
La ley de Enjuiciamiento Criminal, uno de los más notables monumentos de la excelente técnica jurídica, el profundo sentido liberal y las honestas convicciones democráticas de la restauración, puede ser, evidentemente, interpretada de forma tal que sus principios queden oscurecidos o incluso negados. Resulta dificil adivinar qué «resultas del juicio» justifican en potencia esos tres millones de pesetas de fianza exigidos a los querellantes. En cambio, no es demasiado aventurado afirmar que el espíritu del artículo 280 de la ley de Enjuiciamiento Criminal ha salido, en esta ocasión, malparado, al igual como sucedió a propósito del hundimiento de las obras del Metro de Pío XII, hace algunos años.
El poder judicial no sólo no debería desanimar el ejercicio de la acción pública, sino alentarla, a fin de acercarlo más posible a los ciudadanos a la administración de la justicia y de fortalecer la confianza de los españoles en la independencia de los magistrados frente al poder ejecutivo. Esta sería la mejor manera de disuadir a los administrados de la idea de que el Estado es una potencia distante, ajena y hostil, de la que sólo se pueden esperar impuestos, sanciones o indiferencia. No sabemos ahora si las acusaciones contra los funcionarios del Cuerpo de Prisiones de Herrera de la Mancha son fundadas o carecen de base. Pero la fianza de tres millones exigida para el ejercicio de la acción pública nos hace temer que nunca lo sabremos.
Todos comprendemos que no puede dejarse el ejercicio de la acción pública al arbitrio del capricho de cada cual y que cuando una parte no directamente interesada estima necesaria su participación en una denuncia ha de establecerse alguna cautela que garantice la bondad de intención del demandante. Pero esta práctica, lógica y usual, nunca debe convertirse en el paralelo de una partida de póquer en la que hay que pagar por ver las cartas del contrario. Aceptar tal paralelismo llevaría implícito primar la acción pública, en beneficio de los económicamente fuertes. Por lo demás, es obvio que denuncias que no afectan sólo a particulares, sino que, como la referida a la situación interna de la prisión de Herrera de la Mancha, que entronca con la salvaguarda de un interés social por la situación de la población reclusa, no pueden quedar al albur de que un grupo de ciudadanos disponga de más o menos dinero para que la máquina de la Investigación judicial se ponga en marcha.
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